En donde doña Enriqueta le explica con toda claridad su situación a Sebastián, lo cual le deja un poco confuso: el joven lector llegó a la Residencia en el marco de un programa de rehabilitación pero no debe hacerse ilusiones, porque la bibliofagia no tiene cura definitiva.
El otro día me despertaron unos sonidos misteriosos en la habitación de al lado. Pensé que quizás fuera un gato, de los muchos que se refugian en el jardín –cuatro pinos y el eucalipto gigante, donde anida la lechuza– y trepan por los desagües hasta la terraza. Pero no era un gato, porque los gatos, que yo sepa, no suspiran.
Agarré la escoba, para disimular, y salí al pasillo. La puerta de la habitación de al lado no estaba cerrada, como de costumbre, y dejaba pasar un hilo de luz dorada sobre las frescas losas rojizas del barro catalán. Ya estaba a punto de agacharme, como un niño pequeño, para espiar a través de la rendija, cuando una voz clara, alegre, me invitó a entrar:
—¡Pasa, no te quedes ahí!
¡Qué sorpresa, cuando me encontré con la visión esplendorosa, radiante, de Enriqueta –perdón, Doña Enriqueta– tendida en el lecho! No era exactamente la Maja Desnuda de Goya, salvo en la postura. Su rostro era su rostro, y su piel no era nacarada, sino ligeramente tostada, y sus ojos eran tan negros que me leían hasta el fondo del alma.
No tenía dónde agarrarme, porque había dejado la escoba apoyada en la jamba de la puerta. Ella acentuó su sonrisilla y vi que tenía un libro en una mano, mano que fue bajando suavemente hasta depositarlo sobre su monte de Venus, sin aspavientos, con una languidez innegociable.
Acto seguido se sentó en el borde de la cama y dio unas palmaditas sobre el colchón, indicándome que me sentara a su lado. Mi corazón se había puesto a latir como un tambor a la luz de la luna, pero ya no era esa joven luminiscente y casi pérfida, Enriqueta, atisbada en un parpadeo, sino Doña Enriqueta, la misma pero ya trocada en mujer serena y ligeramente severa, la inconfundible Doña Enriqueta, de uniforme, que todas las mañanas pasea una mirada inquisidora para ver si he barrido bien el zaguán.
Se quedó mirándome, achinó los ojos sin apenas ironía y me tendió el libro que había velado su intimidad:
—Toma, Amadís. Te lo regalo.
Yo entendí en un primer momento que me bautizaba como Amadís, pero sin dua se refería al Amadís de Gaula, que me regalaba. Para mayor desconcierto, cuando regresé a mi cuarto, en la mesilla de noche me esperaban las Travesuras de la niña mala, de Vargas Llosa. Así que esta vez me ha tocado lidiar con dos novelas, dos auténticos bestseller (conste que no tengo nada contra los grandes éxitos).
En La niña mala, don Mario, proteico, amalgama novela moderna con novela de caballerías (puestos a aceptar que el azar obedece a una lógica, debería haberme llegado acompañada de Tirant lo Blanc; en cambio, tengo en las manos el Amadís en edición de Ángel Rosemblat, buen escudero que moderniza la prosa y condensa algún episodio razonablemente).
Vargas Llosa se interna por el laberinto de inverosimilitudes y dramas con la determinación de un auténtico caballero andante. Y su amada, que aparece y desaparece a lo largo de toda su vida (de la del protagonista, que escribe en primera persona), tiene muchas de las características que informan a las damas errantes, hechiceras o hechizadas de los grandes éxitos primitivos, aunque también sea una «mujer moderna», dueña de sí, ya cervantina. Claro que esto, más tenuemente, también se adivina en la Oriana de Amadís, cuya vida sexual, por ejemplo, transcurre con gracioso recato, sí, pero con toda naturalidad.
La novela de Vargas, tras recorrer medio mundo, termina en Madrid, en el Café Barbieri de Lavapiés, el barrio de mi amado Arturo Barea. «La sorpresa fue tan mayúscula que, no sé cómo, eché al suelo la botella de agua mineral medio llena, que se quebró en pedazos y salpicó a un muchacho con pelo de puercoespín y tatuajes de la mesa de al lado». Enésima, definitiva reaparición de la niña mala. Vuelve a él, vuelve a morir a su lado y a desvelar, confirmar lo que el fiel caballero siempre supo o siempre creyó, a pesar de todas las apariencias y todas las añagazas de Arcalaús el Encantador: la verdad de su amor, de su bien y de su belleza, más allá de todas las traiciones e incluso de la decrepitud corporal. ¿Cómo no adivinar, con final tan feliz, la mano discreta de Urganda la Desconocida?
Fue el Amadís una lectura grata de mi adolescencia, así que me he limitado a repasarlo un poco por encima. Se deja hacer, porque el propio libro salta de combate a combate, de cabeza cortada a cabeza cortada, con una ligereza encantadora: diríase, en este aspecto, que asistimos a una versión decolorada, digestiva, de la Ilíada. Algo parecido podría decirse de La niña mala respecto a El idiota de Dostoievski (si hay por ahí algún profesor de literatura comparada, que no me tome muy en serio, por favor).
Dicho esto, me ha parecido oportuno pedirle alguna explicación a doña Enriqueta. Estos dos libros, no sé qué hacer con ellos. Los anteriores los tengo escondidos encima del armario, detrás del copete, pero éstos, por el extraño modo en que han llegado a mis manos, me queman en ellas.
—No te preocupes. Llévaselos a Manolo si quieres, discretamente, y así circulan.
¿Manolo? ¿Qué sabe ella de Manolo? Me he quedado con la boca abierta. Se ha sonreído y ha levantado el dedo índice, en plan didáctico:
—No temas. Aquí al menos, en Beniteca, estás a salvo. Incluso es mejor que infrinjas algunas normas, siempre que cumplas con lo básico y no olvides barrer lo que te corresponda.
Resulta que nadie espera que me cure del todo. No hay bálsamo de Fierabrás. Por otro lado, parece ser que con la Máquina puede establecerse algún trato. Es inútil pretender que no me vigile, pero le divierte que yo juegue un poco al escondite, y como le gusta tener sus propias manías y tomar sus propias decisiones, si consigo entretenerla no me castigará.
Mejor no pensar mucho. Amadís…: estoy seguro de que, libro aparte, se refería a mí, lo leí en el brillo de sus ojos. Así que he estado a punto de preguntarle si no será ella Urganda. Estoy un poco mosca, y también le soltaría un parpadeo de Rábago que me gusta especialmente: «No quiero ser libre a costa de tener que obedecer ciertas normas para parecerlo».
Lo haría, pero no lo haré. ¡Si Arcalaús nos ronda, que Urganda no desfallezca!






