A Sebastián se le olvida consignar de dónde han salido hoy los libros. Diríase que anda un poco perdido, o quizá sea él así, un poco rarillo. No se lo tendremos en cuenta. Al fin y al cabo ¿quiénes somos, a dónde vamos, de dónde venimos?
– ¿Tú eres el que se zampa los libros de par en par, como los ogros?
Quien esto me dice es un personaje singular. Apoyada en mi escoba -¡pobrecica mía!- como si fuera un bastón, en la otra mano sostiene un cigarrillo. La he estado observando, hasta que ha sentido mi mirada y se ha dado la vuelta para encararme. Qué forma de barrer, con una sola mano, con una desgana soñolienta, empujando el polvo del porche hacia el jardín, en vez de recogerlo.
Por un instante sentí la tentación de ofrecerle un cursillo de barrendero. Me detuvo el dibujo de sus nalgas, asomando bajo el pantaloncico como dos sonrientes medias lunas, y esas piernas tan finas y a la vez torneadas, y tan blancas. Ahora me mira con gracioso descaro, me obliga a levantar los ojos, que se habían quedado prendidos en la transparencia de su camiseta deshilachada, bajo la cual, pujantes, se leen dos teticas manzana, coronadas por enhiestos pezones.
¿Es ésta una escena erótica? Nada de eso, no nos equivoquemos. De ser así, tendría que recurrir al padre Azpiazu: «El carmín natural de las mejillas es en la joven el mejor termómetro del pudor verdadero: junto a ese granate, se conserva bien el otro color muy blanco del alma limpia». Pero ella no se ruboriza, soy yo el que se atolondra:
– ¿Te parezco un ogro? -y en vez de preguntarle quién es, qué hace aquí, cómo se llama, le he espetado: – Y tú, ¿por qué me has quitado mi escoba?
La joven inopinada me devuelve la escoba y el ogro retorna a sus quehaceres: Cajal y la visitandina… Hoy me siento aragonés: Cajal, Goya, Buñuel… ¡cómo brillan en el firmamento! Devoro a dos carrillos El cerebro en busca de sí mismo, de Benjamín Ehrlich, una biografía de Cajal a la que solo le falta, creo, la anécdota del niño gamberro, encerrado en el calabozo, que descubre el secreto de la fotografía gracias a un agujero en la ventana por donde un rayo de luz se cuela y proyecta en la pared, invertida, la imagen de la plaza del pueblo.
Si a Cajal le damos la vuelta, nos encontramos con la misteriosa autora anónima del Comentario a la regla de San Agustín, monja de la Orden de la Visitación (quese llamó María Alacoque Muntadas: para la Máquina, cómo era de esperar, no existe el anonimato). Frente al raciocinio entronizado, de nuevo, el misticismo metódico. ¿Será que Urganda y Arcalaús insisten en tomarme por campo de batalla?
Eran contemporáneos. Los dos vivieron en España, en el ya lejano siglo XX. El uno, encerrado con su microscopio, perseguía el secreto de la inteligencia. La otra, encerrada en su convento, se sumergía en la oración. Raro sería que se hubieran conocido. Cajal murió en 1934. El Comentario se publicó en 1935, un año antes de que, en su monasterio de Barcelona, María viera saqueadas las tumbas y expuestas en la calle, para público escarnio, las momias de sus antecesoras (mientras tanto, en Madrid, eran asesinadas siete mártires de su misma congregación).
Toca mirar a la muerte de frente. No estaba mi ánimo en ello, pero es así. ¿Quiénes somos, a dónde vamos, de dónde venimos? Dice Ehrlich que Cajal, en sus últimos días, se hacía esta pregunta. Es plausible, todos nos la hacemos. Puede que María tuviera su respuesta: somos hijos de Dios, de Dios venimos y a Dios vamos, o queremos volver. Estoy simplificando, y no es justo: hay mucha finura y mucha observación, también mucho saber en este libro suyo. Podríamos considerarlo un manual práctico, eficaz compendio de reflexiones, exhortaciones, advertencias sobre la vida contemplativa, dirigido a sus novicias. Lo es. Pero también es libro de experiencia: un testimonio. ¿Qué hubiera opinado Cajal?
Cajal, a las puertas de la muerte, no cedía en su tesón, en su búsqueda incesante. Republicano sui generis -más de la Gloriosa del 68 que la del 31, más del ideal pasado que de la realidad presente-, enemigo de la superstición, de los prejuicios, del clero oscurantista, estaba lejos de despreciar la fe de sus ancestros, de su abnegada Silveria, madre de sus siete hijos. Preguntado sobre sus ideas religiosas, recurrió a las palabras de su amigo Unamuno: «Mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aún a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que luchó Jacob. No puedo transigir con aquello del Inconocible -o Incognoscible, como escriben los pedantes- ni con aquello otro de «de aquí no pasaras»».
Ni con los hunos, ni con los hotros. La religión de María Alacoque era sin duda otra (sin hache), pero las preguntas son siempre las mismas. ¿Quién, qué somos?
El biógrafo de Cajal nos transcribe un apunte de su diario de sueños, ya en las postrimerías presididas por la confusión del veronal, al barbitúrico que lo acompañaba:
«Creer que una representación es yo, es como pensar que el objetivo fotográfico se retrata a sí mismo. Podría hacerlo si hubiera un espejo delante. Pero
en el hombre no hay espejo del yo. El yo es absolutamente inaccesible. Lo
que tomamos por espejo, la conciencia, solo nos muestra el producto de la
selección {–] pensado como objeto pero lo pensado como objeto no es lo
que piensa, sino aquella parte de nuestras imágenes sobre la que se piensa…»
No sé hasta qué punto es confuso este texto. Es la expresión de una angustia, sin duda, pero también una descripción de una exactitud pasmosa. Ante el problema del yo, la monja visitandina no se aparta de la tradición: se trata de anularlo, mortificarlo, matarlo, porque el yo se alza ante nosotros como una pantalla, una venda o un obstáculo que nos cierra el paso. Me encanta la minuciosidad con que describe los vericuetos por donde se mueven las almas. Un ejemplo serían los trances de una enfermedad. En principio, todo regalo, todo placer o consuelo corporal es contrario a la observancia de la Regla, pero «la muerte del yo se encuentra a menudo en un cuidado o alivio humildemente aceptado por obediencia. ¡Cuánto cuesta pasar por inmortificada sin serlo! Pero ¡cuánto vale también! En esto, debemos tener en cuenta que todos los extremos son viciosos; que buscar o tomar alivio sin necesidad es muy censurable, como asimismo, que no quererlos tomar cuando es necesario o útil, no creamos que sea virtud sino defecto…»
Me estoy alargando demasiado, lo sé. Una mano se posa en mi hombro. Es mi nueva amiga, que se queda mirando lo que acabo de anotar en mi cuaderno.
– ¡Vaya con el ogro, se ha puesto tierno!
– Me llamo Sebastián.
– Está bien, Sebastián. Yo soy Epicteto, pero me llamo Telémaco. ¿Te parece que cenemos juntos?







