La escuela de inglés

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Una mañana de comienzos de verano llegué por primera vez a mi escuela de inglés. Para quedarse en los Estados Unidos lo primero que había que hacer era matricularse a estudiar algún tema que convenciera a los burócratas encargados de sellarte la extensión de tu estadía por seis meses más. Había tenido una conversación telefónica con Lima donde se agotó cualquier duda de volver. «No por ahora, todo está hecho un desabarajuste» me dijeron. «¿Por qué no estudias inglés?» fue la última sugerencia.

 

¿Por qué no? Había hecho el experimento de meterme a una sala de cine en Times Square para ver Sexy Beast y durante casi una hora y media la realidad me repitió que si no aprendía el idioma podía olvidarme de aquella fantástica experiencia del cinema. Averigüé entre quienes habían pasado por lo mismo. Una amiga con anteojos y enamorada de un conductor de trenes, que parecía saber lo que quería en esta vida, me señaló una escuela en el centro de Manhattan: la más económica. «Y no es tan mala», añadió.

 

Los pasillos olían a desinfectante. Se llegaba en un elevador enorme que parecía para carros. Era el segundo piso de un hotel de lujo de los años 50. Parecía una oficina burocrática con vendedores en varios idiomas, que te explicaban detrás de sus escritorios de metal los servicios de la escuela: supervisados por el departamento de educación de los Estados Unidos, autorizados a brindarte la extensión de la visa mientras cumplieras los requisitos del estudiante a tiempo completo, un horario de clases muy flexible con una plana docente de profesores cuyo idioma nativo era el inglés. Hice mi pequeña cola frente a un cubículo de lunas transparentes. Allí una profesora alta y negra, simpática, con dientes doblados y víctima de halitosis, me hizo dos preguntas y me ubicó en el penúltimo nivel de la escuela. Me pareció una barbaridad que con mi escaso inglés ya estuviera a punto de graduarme.

 

Después he pensado hacer un documental sobre aquella escuela. Se llamaría «Las puertas de Nueva York». Nunca antes había visto gente de tantas nacionalidades bajo un mismo techo. En una de aquellas clases conocí a una chica de Malasia a quien le robé un beso. Mis primeros amigos inseparables fueron un dentista de Belgrado que cuando brindaba decía «salute y forza al canute», una siciliana chatita con tres agujeros en la nariz y una cabellera rubia hasta la cintura que tenía el fabuloso nombre de Luna y una saxofonista de Praga con una sonrisa fantástica que se ganaba la vida sirviendo pizzas en Williamsburg. La flexibilidad de horarios me hizo ganar tiempo y perder a esos compañeros de cigarrillos entre clases para entrar a otro grupo de amigos con los que aún tengo contacto: un senegalés musulmán y abstemio que estuvo viviendo hasta hace poco con una japonesa bellísima pero alcohólica en un departamento de Queens, un programador venezolano de padres chinos que organizaba fervorosos partidos de fútbol en la grama amarillenta de algún pedazo de Central Park y un argentino hincha de River que se ha casado con una mujer mayor y ahora vive con ella en un departamento carísimo con vista al Hudson desde donde administra una cadena de tiendas para mascotas. Aquellos amigos y otros que hoy no menciono, convirtieron mi viaje por el inglés en una única experiencia. La escuela no era tan mala y sus alumnos eran personas fascinantes.

 

Después de ubicarme en el penúltimo nivel de la escuela, antes de salir de su cubículo, le pregunté a la profesora con halitosis que me recomendara alguna novela en inglés. Ya había descubierto la biblioteca pública y necesitaba orientación entre tanto autor desconocido. Movió la boca con los dientes doblados. Felizmente mantuve cierta distancia pues cuando ella hablaba además del olor rociaba saliva. Dijo un nombre y un libro: Zadie Smith, White Teeth. Aquél fue el primer libro que leí de principio a fin en Nueva York. Años después de terminar aquella escuela hice mi cola en un Barnes and Noble y conversé con Smith. Le dije que estaba escribiendo una novela pero que me costaba concentrarme. Me firmó su libro y en la dedicatoria prnosticó que, igual que ella, algún día yo vencería a la flojera y terminaría mi novela.

 

Abrí White Teeth esta mañana, en un descanso de la escritura de mi segunda novela. Necesitaba comprobar un dato. Vi la dedicatoria de Smith y me vino de golpe, con olores e imágenes, esta crónica de un tiempo ya ido. Cuando ni siquiera podía sentarme en una sala oscura a disfrutar de Sexy Beast.