La guerra de las élites. La Gran Guerra de 1914, III

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Una frase de Charles Péguy, caído en el Marne un mes después de iniciarse la contienda, advierte: “Todo comienza como mística y acaba como política”. En muy pocos casos esa reflexión ha sido tan verdadera como en la Guerra de 1914. Lo que durante años fue inflamándose como una mística nacional-nacionalista acabó siendo cruel realidad política. La famosa teoría del accidente histórico explica que ciertos sucesos monstruosos emergen como accidentes mecánicos de la historia. Hitler sería uno de ellos. La Primera Guerra, otro. Pero ni Austria, ni Rusia, ni Alemania fueron fallos mecánicos de la historia. Fueron patologías políticas y morales que crecieron alimentándose de las excreciones de ideas, creencias y dogmas de la época. Ya el filósofo social francés Georges Eugène Sorel había anticipado, a finales del XIX, que el día que pareciera resuelta la cuestión del Este (Turquía), Europa se enfrentaría al colapso de Austria. Y así fue. La guerra no la trajo Sarajevo, brotó de la decadencia y pudrimiento tremendos del Imperio austro-húngaro “convertido en un pandemónium de nacionalidades” y nacionalismos irredentos. Como indicó el filósofo e historiador Élie Halévy en 1930, “la base de la historia es idealista, no materialista; y es ese idealismo el que crea revoluciones y guerras”. Desde luego, en este caso fue así.

 

La Guerra de 1914 no emergió de la nada, se gestó en el humus de una profundísima crisis de la razón, una de las más grandes que ha visto el mundo. Según Nietzsche, esa crisis vino de la Exstirpation del espíritu alemán por el Deutsche Reich. Más que de extirpación habría que hablar de la floración incontrolada de ciertas alucinaciones del espíritu. Más que una guerra de pueblos o de estados, como creyó Winston Churchill, 1914 fue una guerra de élites. No se entiende nada de la Gran Guerra si no se entienden dos cosas: primera, que es una guerra causada en gran medida por ideas. En muy pocas guerras de la historia humana las ideas habrán tenido más influencia que en ésta. La segunda, que es una guerra causada por las visiones y decisiones de las élites políticas europeas. Fueron, en distintos grados, esas castas, que vivían en un mundo bastante irreal y tenían una visión histórica muy deficiente de lo que podían y no podían ser sus países, las que acabaron metiendo a Europa en esas “tempestades de acero”, por citar el título clásico de Ernst Jünger. Esas élites inventaron esa guerra y ellas la construyeron: primero la conceptualizaron y la justificaron teórica y políticamente; a continuación, la fueron buscando (o esperando agazapadas) hasta que la encontraron; después, cuando sonó la bala de Sarajevo, la aprovecharon para resolver o encubrir las muchas aporías internas que las carcomían; luego apostaron temerariamente con pulsos, soberbias, trampas y negociaciones trucadas; y, por fin, la pusieron en marcha apoyándose en gravísimos errores de diagnóstico y pronóstico.

 

El inicio de la Gran Guerra se debe a la conjunción trágica de un reino todavía adolescente, Alemania, que se atrevió a osarlo todo, y de un reino anciano y caduco incapaz ya de casi todo, Austria. Fueron las creencias y los principios políticos de esas castas frívolas e irresponsables las que arrastraron a sus países a situaciones imposibles. Esos principios funcionaron para ellos como dogmas infalibles, inmunes a los hechos y al examen de la razón. Creyeron en esos dogmas como si fueran revelaciones recibidas de Yahveh en la zarza ardiendo, sin exigirles más justificación que aquella que ofrece Yahveh a Moisés: “Yo soy el que soy”. O sea, son los dogmas de un imperio milenario. Y ya está.

 

 

Las ideas y sus fantasías

 

Esa época fin de siglo refleja una situación explosivamente contradictoria: una época descaradamente antimetafísica se llena, paradójicamente, de metafísicas, y encima fantasmagóricas. En el final del XIX tres metafísicas inundan la atmósfera política de Alemania: a) una poderosísima metafísica del ocaso, de la decadencia y del ansia de destrucción, b) una poderosa metafísica de la guerra y de lo heroico, y c) una alucinógena metafísica de la nación y de la germanidad. Las tres están conectadas entre sí por numerosos canales hondos e invisibles. Esas visiones van de Friedrich Schiller a Jünger con montones de pasos intermedios. El más grande, Nietzsche, profeta del futuro: “Lo que narro es la historia de los dos próximos siglos. Describo lo que viene, lo que no puede acontecer de otra manera: el surgimiento del nihilismo”. Y en el medio deja caer la bomba: “Dios ha muerto”. Y recuerda: somos una “época bélica”, es decir, de lucha y guerra. Con lo que ya anuncia –y no fue el único– lo que iba a venir y suceder. Y sucedió.

 

 

Metafísica del ocaso y la destrucción

 

Ese tiempo finisecular marcha –sin rumbo– movido por un ilógico instinto de decadencia y destrucción: en una situación de bienestar relativo de países y ciudadanos, la atmósfera de las sociedades europeas se llena de sentimientos de vacío, ocaso y hundimiento. Lo describió Hugo Ball: “Dios ha muerto. Se desmoronó un mundo… Se desmoronó una época. Se desmorona una cultura milenaria. Ya no hay pilares, ya no hay fundamentos que no hayan sido diluidos. Las iglesias se han vuelto castillos de arena. En el mundo moral ya no hay perspectivas. Arriba es abajo, abajo es arriba… Desapareció la finalidad del mundo a un ser supremo que lo mantenga unido. Emergió el caos. Emergió el tumulto…”. Ha habido muy pocos momentos históricos donde haya habido tanta sensación y tanta pulsión –suicida– de vacío.

 

Y otro tanto ocurre con el sentimiento de destrucción. La época está llena y hasta saturada de ansias de destrucción. La Guerra de 1914 no es más que la trágica concreción real de ese deseo hondísimo, e inexplicable, de la época. Lo había adelantado Ludwig Klages: “una orgía de destrucción sin igual se ha apoderado de la humanidad, la civilización lleva la marca de una adicción desatada a la matanza”. Esa voluntad loca desembocará “en la destrucción de la vida” y tendrá como consecuencia “el autodespedazamiento de la humanidad”. Eso es lo que sucedió. Todo ese gigantesco decadentismo tuvo numerosos profetas. Richard Wagner fue uno de ellos (“genio de la pompa”, lo llamó Thomas Mann). Y uno de los principales, como ya explicó Nietzsche en la famosa Intempestiva, aunque luego lo repudiase rotundamente en otros textos (El caso Wagner o Nietzsche contra Wagner). El músico, que se sentía el “más germano de todos los germanos”, se prestaba muy bien, en su revitalización de la mitología germana, para ser sensor y rector de la época, desde aquella especie de altar, Bayreuth, donde se celebraba repetidamente, como señaló un contemporáneo, “la perfección del misterio ario”. Conviene recordar que el final de El anillo del nibelungo, o sea el Ocaso de los dioses, acaba con el incendio destructor de un mundo podrido por la avaricia y el ansia de poder. Lo que hacen esos decadentes es responder a esa sensación de apocalipsis con una fuga ciega: la huida a lo estético. Sublimar la realidad con la poesía. Un truco, muy antiguo, que casi siempre acaba mal. No es sólo Wagner. Es también Richard Strauss, figura hiper-representativa de la época, como se visualiza en una ópera suya de esos años (Electra, con libreto de Hugo von Hofmannsthal), quizá la representación artística más espectacular del ocaso propio del decenio. De Strauss afirmó el famosísimo crítico y escritor Hermann Bahr: “él es el gran contemporáneo, el único que hoy retiene en su arte toda la esencia de esta época tan incierta”. Época que se distingue por una atracción casi fatal por el vacío, por su dependencia de un glamour hueco, por su falta de sustancia, por su pérdida de identidad y por su desorientación casi total. Hay también otros muchos autores que cantan lo mismo. Muchísimos. Poco antes de 1914 se publica la Decadencia de Occidente de Oswald Spengler, cuyo prólogo se escribe en los primeros meses de guerra. Hay todo un circo de utopías de la desgracia. Con numerosísimos cuadros representando la guerra, el ocaso y la destrucción como tema (de Franz von Stuck –La guerra–, de Alfred Kubin –La guerra–, de Arnold Böckling –La guerra–, de Max Beckmann –Hundimiento del Titanic–, de Ludwig Meidner –Paisaje apocalíptico–, de Otto Dix –The num. 1914–, de Paul Nash  –Construyendo un nuevo mundo–, de Félix Vallotton –Verdun–, y están además Paul Klee, Edvard Münch, Oskar Kokoscha, Gustav Klimt, Gustav Klim, Franz Marc, Emil Nolde, y Egon Schiele, están, propiamente, todos).

 

Y otro tanto ocurre con los poemas. Hay muchos poemas de la destrucción. Uno terrible de Stefan George escrito en 1913: “a miles de miles vendrá a despedazarlos el sagrado sinsentido, a miles de miles los engullirá la sagrada peste, a miles de miles la sagrada guerra”; o el titulado Fin del mundo, de Jakob von Hoddis (1911) con versos-frases como éstos: “la tormenta está ya aquí, brincan los mares salvajes/ a la tierra para resquebrajar los diques más gruesos, … los trenes se precipitan desde los puentes”; o también La guerra, de Georg Heym (1911), que se ha convertido en expresión canónica de la época: “se ha levantado aquella [la guerra], que dormía desde hace tanto tiempo,/ se ha levantado del fondo de las profundas cuevas./ Y está quieta en el crepúsculo, grande y desconocida,/ estruja a la Luna en la negra mano”. Y en otra estrofa: “Pero gigante cabalga sobre el ocaso, días sangrientos grandes como una sombra de la muerte”. Y está Gerhart Hauptmann: “ven, queremos ir a morir/ a los campos, donde las rosas son aplastadas, y las atronadoras armas se paran, y las retienen convulsos los puños muertos…”. Como formuló otro conocido poeta, candidato al Nobel de Literatura, Peter Rosegger: “ahora cada uno de nosotros es un soldado”. Y están los famosos versos de Rudyard Kipling, quien por cierto perdió a su hijo en esa Gran Guerra: “Por todo lo que tenemos y somos, por el destino de nuestros hijos, levantémonos y afrontemos la guerra, los hunos están a la puerta”. Y hay cientos y cientos de poemas parecidos en muchos países.

 

Quien quiera sentir lo que fue ese pudridero tiene la posibilidad de leer la antología de poetas expresionistas alemanes de Kurt Pinthus de 1919, titulada El ocaso de la humanidad. Cuando la Gran Guerra empezó a destruir el mundo, la poesía ya había vivido y anticipado en sus carnes esa destrucción: “Oh, tú tiempo de caos, monumento aterrador”. Al leer la concisa bio-bibliografía que Pinthus confecciona, muchos años después, de la peripecia vital de esos 23 poetas de la antología, uno percibe, anonadado, el desgarramiento causado por esa bestial contienda. Un tercio de esos poetas cayeron o se suicidaron de desesperación en la Primera Guerra. Otros vegetaron en terribles instituciones psiquiátricas de las que salieron, muchos años después, para desaparecer en campos de concentración hasta hoy no identificados. Otros conocieron vidas extremadamente terribles: en el exilio, interno o externo, o en la más cruel pobreza, o tirados durante años en calles de Suramérica, o enfermos y ciegos, o abandonados y solos, sin casa ni patria, y en la más negra desesperanza. Al leer esa antología, uno siente como si el ángel de la muerte hubiera venido al mundo. Y, como nos recuerda el mismo Pinthus 40 años después, nadie debería olvidar que esas 23 vidas de poetas no son más que la muestra minúscula del destino de millones y millones de seres humanos que pasaron por esas mismas torturas inhumanas. Esas vidas son precisamente el reflejo poético de una realidad política satánica.

 

 

Metafísica de la guerra

 

Por decirlo con una frase clásica, en el principio fue Napoleón. Faro y gozne del siglo XIX y el usufructo que recibió, como herencia, Europa. A partir de ahí se desencuadernó el siglo, en guerras de liberación o en guerras de tiranización. Él fue el modelo de lo que soñaron muchos y el espejo en el que se miraron innumerables imitadores, peores todos que el original. En el centro del duro tránsito del XIX al XX se levanta, erguida, la muerte. Hannah Arendt señaló muy brillantemente que la experiencia de la muerte trágica alcanzó, en el primer y el segundo decenios del XX, un prestigio filosófico nunca conocido. El siglo siente un profundo desprecio por la paz. Lo había expresado mucho tiempo antes Schiller: “el hombre se corrompe en la paz, la tranquilidad ociosa es la tumba del valor”. Y Pierre-Joseph Proudhon había hecho lo suyo: “qué será de la humanidad en la siesta de la paz perpetua”. El siglo XX se inicia en medio de una alocada fascinación por la guerra y las virtudes guerreras. Se experimenta y extiende una estetización y glorificación de la vivencia bélica hasta el punto de convertirla en un éxtasis del alma. Hay muchos ejemplos: “la guerra es el fenómeno más profundo y sublime de nuestra vida moral” (Proudhon). O Max Scheler: “el genio de la guerra hace a nuestro ojo amigo de la muerte”. O Jünger: la batalla “no es un proceso material, es la más grande suma de experiencias espirituales imaginable en el mundo”. Y está Filippo Tommaso Marinetti, que participó en la guerra, y en otras guerras, y hasta en la Segunda Guerra, y que afirmó de sí mismo “ser el único poeta especializado en la guerra moderna”. En el Manifiesto futurista puede leerse: “No hay belleza salvo en la lucha. Ninguna obra de arte sin carácter agresivo puede ser considerada una obra maestra. La pintura ha de ser concebida como un asalto violento contra las fuerzas desconocidas, para reducirlas a postrarse delante del hombre”. O: “¡estamos sobre el promontorio más elevado de los siglos! ¿Por qué deberíamos protegernos si pretendemos derribar las misteriosas puertas del Imposible? El Tiempo y el Espacio morirán mañana. Vivimos ya en lo absoluto porque ya hemos creado la eterna velocidad omnipresente”. O: “queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo–, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las ideas por las cuales se muere y el desprecio por la mujer”. Y canta la belleza de la guerra: la guerra es bella… porque fundamenta la dominación del hombre sobre la máquina; la guerra es bella porque inaugura la soñada metalización del cuerpo humano; la guerra es bella porque une la ametralladora, los cañones, las pausas de fuego, los perfumes y el olor de la descomposición en una sinfonía. Para él, “la guerra, [es] el gran despertador”. Toda esa “estética del horror”, como se la ha llamado, lleva consigo un elevado pathos del peligro y una glorificación de la muerte bélica. Que tiene, por cierto, algo de cartón piedra frente al denso heroísmo clásico de los griegos. Estamos en el placer de lo peligroso (“vive peligrosamente”, recomendó Nietzsche). Y en su loa de la grandeza de los helenos canta el mismo Nietzsche la “osadía de una raza elevada, magnífica, absurda, repentina… su indiferencia y desprecio del cuerpo, de la seguridad, de la vida, de la comodidad”. Y remata Jünger poniendo en conexión al trabajador y al guerrero: “el trabajo es la vida, la aventura es poesía”.

 

En general, hay un hambre –terrible– de hechos, hay, como señaló muy bien Georg Simmel, una intensificación enorme de los sentimientos, hay un culto a la vida que, en realidad, es un culto a la violencia y a la fuerza, hay un permanente afecto agresivo que es parte del dinamismo y la velocidad que siente y vive la época, y hay, por debajo de todo, una especie de adoración del vitalismo que une todas las tendencias. Es evidente que toda la atmósfera invitaba a la guerra. Escribió el poeta y dramaturgo Ernst Toller: “Sí, vivimos en el ansia de la sensación. Las palabras Alemania, patria, guerra tienen fuerza mágica cuando las pronunciamos”.

 

Cuando uno, persona o país, expande por el ambiente estas filosofías de la guerra, de la destrucción y de la muerte, no debe extrañarse de que acaben convertidas en realidad. Ocurre siempre y ocurrió también entonces. O sea, la Guerra de 1914. Evidentemente, tras esa abigarrada atmósfera fin de siglo está, como ya se ha ido indicando, la figura gigantesca de Nietzsche, que muere en 1900. Los cañones bélicos de 1914 no son los primeros en detonar. Ya antes había acontecido la primera explosión atómica de la historia con el uranio purísimo que salía de la mente de Nietzsche. La seducción de sus cortantes aforismos, la prosa alemana más explosiva escrita desde Lutero, y aquellos análisis que eran como estiletes de acero que, afilados, atravesaban los cerebros, desgarrándolos. Nietzsche anunció el fin de la cultura europea e hizo los análisis más penetrantes del sentido de esa época: “Toda nuestra cultura europea se mueve desde hace mucho tiempo en un tormento o tortura de tensiones, que crece de decenio en decenio, en dirección a la catástrofe: inquieta, violenta, apresurada, como una corriente que quiere llegar a su final, que no quiere entrar en razón, que teme al temor de entrar en razón”. Es evidente que una dinamita como esa tenía que causar lo que causó: una pérdida de seguridad gigantesca, un gran desasosiego y un desconcierto infinitos, todo ello difícilmente digerible. Y la época, y muchos de los implicados, fueron totalmente incapaces de digerirlo. Como señaló muy certeramente Karl Löwith, por cierto gran conocedor desde muy joven de Nietzsche: él “es y será un compendio de la anti-racionalidad alemana o del espíritu alemán. Un abismo le separa de sus apóstoles totalmente inmorales, y, sin embargo, él les allanó o preparó el camino, que él mismo nunca recorrió”. Y, poco después, añade: “sin ese último filósofo alemán no es posible entender, de ninguna manera, el desarrollo alemán. Su influjo era y es ilimitado dentro de las fronteras alemanas… Es, como Lutero, un fenómeno específicamente alemán, radical y fatal”. Cabe añadir: era demasiado pensador para tan malos lectores, había en él un exceso de pensamiento incontrolado, era, en una palabra y como él mismo formuló, “dinamita”, demasiada para aquella difícil y ya alucinada época. De ese macabro empacho de pólvora, ignorancia, desorientación y aporía de los que no eran capaces de digerirlo –o no quisieron– brotaría la guerra.

 

 

La metafísica de la germanidad: el nacionalismo alemán

 

Como si no hubiera bastante con eso, faltaba otro laberinto aún más envenenado: el “laberinto de los fantasmas”. Es decir, el funesto nacionalismo. Como señaló el historiador Friedrich Meinecke, pocos pueblos del mundo moderno se han mostrado tan ajenos a la realidad de los hechos como el alemán en los primeros decenios del XX. 1914 es la consecuencia de una densa concentración de fantasías metafísicas sobre la germanidad. Alemania oye el canto de la nación y siente la imperiosa necesidad de un nuevo Éxodo, que sea para Europa lo que fue el viejo Éxodo para Israel: una resurrección. Ese fantasma del mesianismo nacionalista, que siempre promete una nueva edad de oro, llevaría a la Guerra de 1914. Al final de ese laberinto fantasmagórico siempre aparece lo mismo: las cenizas. La muerte. Cenizas de personas y de pueblos. Ya lo señaló quien lo sabía muy bien: el corazón del nacionalismo es el odio. Esa es “su potencia explosiva centrífuga”. Quien ignore eso, como ahora tantos parecen ignorarlo, se encontrarán con enormes sorpresas, todas ellas fatídicas. Y nos condenarán a todos a ellas.

 

Ese mesianismo alemán se inicia, ya muy temprano, con una rotunda frase de Schiller: “la historia universal es el juicio final”. A la que enseguida le hizo Georg Wilhelm Friedrich Hegel sus habituales variaciones musicales. En su Filosofía del derecho, por ejemplo: la historia universal es “la realización del espíritu objetivo”. Con otras palabras, los que dan a la historia sentido y razón de ser, frente al ciego destino, son determinados “pueblos” cuya obligación consiste en llevar a cabo esa realización del espíritu objetivo. Esos pueblos se convierten así en “instrumentos o herramientas de Dios”. Y reciben el derecho –absoluto– de ser “realizadores” de ese sentido de la historia. Sólo hay cuatro pueblos-imperios con ese papel: orientales, griegos, romanos y, el último, los germanos. La coronación de ese proceso está reservada al “Imperio alemán”. A partir de esas abstracciones, nunca faltan los pragmáticos que sacan sus propias conclusiones. Por ejemplo Ernst Moritz Arnold, escritor, revolucionario y uno de los grandes patriotas alemanes contra Napoleón, fue el primero en añadir una coletilla muy determinante: “la historia universal es el juicio final de los pueblos”. O sea, el juicio final ya no lo hace Dios, sino el pueblo elegido para ello: el alemán. Por supuesto, por el bien del mundo. Por tanto, la guerra de 1914 –formula el historiador R. Buchwald, autor de La guerra sagrada. Poemas de los inicios de la lucha–, es el juicio final en el que Alemania interviene por mandato de Dios. Estamos ante una guerra sacra en la que Alemania es el último ejecutor del espíritu objetivo hegeliano. Con una misión: “anegar al mundo de germanidad” (Buchwald). Todo esto desvela y revela las raíces del imperialismo alemán: a) salvación del mundo por “la esencia alemana”; b) expansión por el mundo de ese espíritu alemán; c) legitimidad de esa nación para emplear la fuerza contra quienes se opongan a eso.

 

 

Las élites, sus negligencias y sus culpas

 

La Guerra de 1914 es la consecuencia de todas esas fantasías intelectuales más la acción de sus ejecutores o empleados: emperadores, cancilleres, académicos, escritores y ministros. Con tanta historiografía estructural a muchos se les ha olvidado el topos clásico: la importancia de los individuos en la historia, y especialmente en las crisis. Es decir, lo que ahora llaman el management. Esa gran crisis enseña lo que enseñan todas las grandes crisis: lo determinante que es la persona que lleva el timón. No es lo mismo Otto von Bismarck que un botarate, no es lo mismo un dirigente prudente que un irresponsable. La Guerra del 14 es, además de una guerra de ideas, una guerra por crisis de dirección. Está muy bien querer convertirse en rey soldado según el modelo de Federico el Grande de Prusia. Pero una cosa es un monarca que debatía con Voltaire y escribió un Antimaquiavelo, y otra un pomposo muñeco. No fueron razones coyunturales las que llevaron a la catástrofe, fueron ideas muy deficientes, un sistema de equilibrio de poder demasiado complejo, y unos dirigentes con enormes deficiencias de mando.

 

Lo refleja un texto de Churchill: “Más que sus vicios, fueron las virtudes de las naciones mal dirigidas por sus gobernantes la causa de su ruina y de la catástrofe general. ¿Hasta qué punto se podía culpar a esos gobernantes de Alemania, Austria e Italia o Francia, Rusia e Inglaterra? ¿Había realmente algún hombre de eminencia o responsabilidad reales cuyo diabólico corazón concibiera y deseara esa horrorosa guerra? En el estudio de las causas de la Gran Guerra, uno termina con la sensación general de un dominio deficiente de los individuos sobre los destinos mundiales… Los acontecimientos se ponen en marcha de un modo que luego no pueden ser detenidos. Alemania avanzaba pavorosamente de un modo obstinado y fiero hacia el volcán y nos arrastraba con ella”.

 

Con lo que estamos ya ante el eterno problema de la culpa. Es decir, de averiguar quiénes fueron los responsables de esta inmensa tragedia. Por lo que se ve, los vencedores tenían oficialmente las cosas claras. El famoso Artículo 231 del Tratado de Versalles dice: “Los gobiernos aliados y asociados declaran, y Alemania reconoce, que Alemania y sus aliados son responsables, por haberlos causado, de todos los daños y pérdidas infligidos a los gobiernos aliados y asociados y sus súbditos a consecuencia de la guerra que les fue impuesta por la agresión de Alemania y sus aliados”.

 

Pero no todos tuvieron las cosas tan claras. Quien fuera premier británico en los años finales de la Guerra, Lloyd George, escribió en sus Memorias una frase que se ha hecho universalmente famosa: “las naciones se deslizaron, desde el borde, a la caldera hirviendo de la guerra sin rastro alguno de recelo o aflicción”. Ese arabesco literario ha dado lugar a muchísimas disquisiciones. Sobre todo por el verbo: “slether”. Que puede traducirse por resbalar, patinar, deslizarse, rodar, u otras ideas semejantes. El problema está en que ese verbo transmite una imagen demasiado aséptica o idílica del ser de los acontecimientos: como si los países, todos y prácticamente todos de la misma forma, hubiesen ido resbalando involuntariamente, sin poder hacer nada, hacia la guerra. Cosa que, como es evidente, tiene una verosimilitud muy limitada. Es muy raro que un proceso histórico tan complejo transcurra de forma tan simétrica. En realidad, lo que busca esa deslizante analogía es homogeneizar la culpa, o sea, diluirla. O diciéndolo en términos más descarnados: relativizar la cuestión de la culpa de Alemania siguiendo el acreditado método de extenderla a todos.

 

Conviene reparar aquí en la explicación que ofrece Churchill de la crisis de Agadir de 1911: “probablemente los alemanes no tenían intención de ir a la guerra en esta ocasión [se refiere a esa crisis de Agadir]. Pero querían tantear el terreno y estaban dispuestos a ir al borde mismo del precipicio, donde tan fácil es perder el equilibrio: un simple tropezón, una pequeña ráfaga de viento, un repentino vértigo y todo se precipita al abismo”. Conclusión: existe una relación intrínseca entre andar por el borde de una caldera y precipitarse a ella. Quien hace tantos malabarismos a orillas del abismo acaba cayéndose al precipicio. Jugar tanto con el fuego es una forma culpable de quemarse. En Agadir vemos funcionar ya el método que se volverá a utilizar en la crisis de julio: moverse una y otra vez en el filo del abismo. Si se quiere, eso es deslizarse. Aunque, habrá que añadir, de una forma bastante irresponsable y culpable. Porque los ejercicios de patinaje artístico no conviene hacerlos sobre el estrechísimo borde de calderas hirviendo.

 

 

Del relativismo al sonambulismo

 

Como ocurriría años más tarde con el llamado Debate de los historiadores acerca de las causas del nazismo, polémica en la que hubo más que palabras y en la que desempeñaron papeles estelares y desarrollaron tesis totalmente contrapuestas Jürgen Habermas y Ernst Nolte, el asunto de las responsabilidades en la Primera Guerra Mundial tuvo también su tormenta. Durante muchos años la doctrina dominante defendía dos tesis: la tesis del asalto (el Reich alemán había sido atacado) y la tesis del acto defensivo (en la guerra, el Reich no había hecho más que defenderse). Fue un historiador alemán quien acabó con tanto idilio: Fritz Fischer. En 1961 publicó un libro que revolucionaría la historiografía y daría un vuelco a la “cómoda imagen que los alemanes se habían hecho de su pasado”, haciendo añicos la ideología de autojustificación (según término de Ralf Dahrendorf). Para Fischer no es que Alemania resbalase a la guerra. Es que decidió conscientemente ir a ella. Más todavía: la planeó y la buscó voluntariamente para dar un “salto a potencia mundial”. Y añade: “puesto que Alemania quiso y cubrió la guerra entre Serbia y Austria y permitió, confiada en la superioridad militar alemana, conscientemente en julio de 1914 llegar a un conflicto con Rusia y Francia, los dirigentes del Reich alemán cargan con la parte decisiva de la responsabilidad histórica de la guerra general”.

 

Poco antes del actual centenario, un astuto historiador australiano, Christopher Clark, publicó un libro muy jaleado, Sonámbulos, en el que el autor se adorna y recrea en una hermosa tesis. Esa guerra –dice– es consecuencia del “efecto de influjo recíproco” de los países. Así pues, la guerra fue el resultado no intencional de una cadena de errores de las élites políticas. Y remacha: “el estallido de la guerra fue una tragedia, no un crimen”. Y concluye: “Visto así, los protagonistas de 1914 eran sonámbulos, vigilantes pero ciegos, acosados por pesadillas, pero inconscientes de reconocer la realidad de los horrores que iban a traer al mundo”. A este propósito, hay que señalar que esa analogía  –sonámbulos– es poco novedosa. Es una analogía que se utiliza con cierta frecuencia ante fenómenos o situaciones históricas de gran cambio (por Arthur Koestler, por ejemplo, para hablar de la cosmología moderna). Pero ese mismo título se había usado ya, en 1931, para este mismo caso, es decir, para destripar lo sucedido en esa época. Sonámbulos es precisamente el título de la trilogía escrita por Hermann Broch –uno de los que mejor desenredó la compleja crisis/desaparición de Austria– para explicar la época, sus sueños y sus dramas. Así que estamos ante una analogía gastada y usada.

 

Pero al margen de la relativa novedad de la tesis, hay que decir que el diagnóstico de sonambulismo de Clark está lleno de incongruencias lógicas y de confusiones conceptuales. No es ya que no rastree ni tenga en cuenta –que no lo hace– el papel que desempeñaron en ese sonambulismo o en la explosión de la guerra todas esas ideas que hemos ido presentando y otras muchas que se podrían presentar. Es que, además, ese sonambulismo no desvela, como él parece creer, una causa de la conflagración. Lo único que hace es describir el estado superansioso de los responsables políticos. Con otras palabras, el sonambulismo –de haber existido, cosa que se puede dudar muy seriamente– no fue precisamente algo casual que ocurrió por un azar sincronizado, que es lo que defiende la tesis. Por el contrario, fue sólo el efecto visible de alucinaciones profundas. En concreto, de las metafísicas, de los afanes imperiales y del resto de aberraciones intelectuales del Reich. Sin la alucinación de fondo de las ideas mesiánicas y de los nacionalismos fantasmagóricos no habría habido sonámbulos. Ni, por tanto, guerra. No se puede entender –ni explicar– lo que pasó en 1914 sin tener en cuenta que Guillermo II y muchos de sus colaboradores habían nacido y crecido en el humus alucinatorio del papel mesiánico de Alemania como pueblo elegido y que, cuando llegaron a reinar y gobernar, estaban infectados e invadidos por la tumoración de todas esas fantasmagorías insostenibles e injustificables.

 

Por tanto, ni la lógica, ni los acontecimientos, ni los incontables documentos existentes confirman la tesis del sonambulismo. No se puede dudar de que existió una culpabilidad general. Como, por lo demás, existe siempre en estas situaciones. No hay duda alguna de que el Reich alemán no es el único culpable (Austria, por ejemplo, tuvo grandísima culpa; y Rusia todavía más: seguramente es el otro gran culpable; tampoco es pequeña la culpa de Francia; y debe cargar con la suya Inglaterra). Pero todo el que intente refutar que el Reich alemán fue el causante principal de esa guerra, se va a encontrar ante una tarea imposible: lograrlo. Fundamentalmente por distintas razones: porque lo dicen los hechos; porque lo impone la lógica; y porque lo confirman quienes intervinieron directamente en los acontecimientos. Churchill, por ejemplo, que afirma que Alemania “desencadenó este infierno”. Y añade: “yo proclamo, tal como demuestran estas páginas, que, desde mi puesto subordinado, no hice nada voluntaria y premeditadamente durante estos años anteriores a la guerra para malograr las ocasiones de una solución pacífica, y que hice todo lo que estuvo en mi mano, cuando hubo ocasión para ello, por hacer posible unas buenas relaciones entre Inglaterra y Alemania”.

 

En una frase muy famosa dice Nietzsche de los españoles: “he ahí un pueblo que quiso demasiado”. Pues bien, he aquí otro, Alemania, que también quiso demasiado. Y, sobre todo, lo quiso muy rápida e impacientemente. Ni supieron esperar, ni supieron aceptar otros caminos. Tropezaron, y más de una vez, en la misma piedra bélica y nacionaloide. En el epílogo de Los últimos días de la humanidad, de Karl Kraus, la gran obra-esperpento de esa guerra, se oye, tras el gran silencio, la voz de Dios que clama: “yo no lo he querido”. Cierto. La guerra no la quiso Dios. La quisieron aquellas élites –políticas e intelectuales– frívolas, banales, irresponsables y autistas que, persiguiendo fantasmas imaginarios, acabaron por desencadenarla. Y con ella se arruinaron a sí mismos y a Europa para siempre.

 

 

 

Luis Meana Menéndez, nacido en Gijón, hizo estudios de Filosofía en España y de doctorado en Alemania, donde fue profesor de universidad durante muchos años. Ha escrito numerosos artículos sobre política, filosofía y temas alemanes en importantes diarios españoles: El País, ABC, La Nueva España, Faro de Vigo, Diario de Mallorca y otros periódicos. Entrevistó a Ernst Jünger con motivo de sus 100 años y ha traducido numerosos ensayos de los principales escritores y pensadores alemanes de los últimos decenios. Ha hecho ediciones de ensayos de Günter Grass y Hans Magnus Enzensberger. Asimismo, es y ha sido en los últimos años consultor de empresas. Fue socio director de Ernst&Young y vicepresidente de Cap Gemini.

 

 

 

 

La Primera Guerra Mundial, por Luis Meana

 

Las campanas del destino. La Gran Guerra de 1914, I

El negro azar de Sarajevo. La Gran Guerra de 1914, II