Dudo que exista una imagen más patética que la de cuatro cuarentones comiéndose un choclo a la parrilla y cantando de memoria una línea de la nostalgia: venga, venga el sabor de Inca Kola, que da la hora en todo el Perú, la hora Inca Kola.
La hora Inca Kola
Dudo que exista una imagen más patética que la de cuatro cuarentones comiéndose un choclo a la parrilla y cantando de memoria unas líneas de la nostalgia: venga, venga el sabor de Inca Kola, que da la hora en todo el Perú, la hora Inca Kola…
Y a pesar de todo ─o por eso mismo─ ahí estaba yo como parte de ese grupo patético, ejeciendo mi derecho a cantar en un domingo de Brooklyn, recordando las una y mil veces que había escuchado ese estribillo en el pasado. Tal vez la más memorable fuera aquella en que yo corría con una ropa de baño amarilla por la playa Agua Dulce y desde un megáfono gigante amarrado a lo más alto de un poste, la voz en sonido mono anunciaba el mediodía. Sol de Chorrillos: ese tú que ya no existes.
Esas voces se fueron todas. El orgullo nacional también se fue herido de bala cuando Coca Cola anunció que compraba la marca de la bebida color de pila y sabor de chicle. No importaba que los dueños hubieran salido a defender su estrategia, su cambio de acciones «bien pensado» para que la marca nunca se le fuera de las manos a los peruanos. Duele cuando miras la botella y ella te dice: esto le pertenece a The Coca Cola Company. Duele igual que cuando terminas el Sublime D’Onofrio, aún no se ha desvanecido el sabor del chocolate y el maní y el sobre semi trasparente te recuerda que eso también le pertenece a una transnacional. Ahí se te va la niñez. Carraspeas, sientes que todo fue un sueño. Has despertado: estos adultos siempre jugaron contigo, te hicieron creer que lo que bebías y comías pertenecía a una tradición que te diferenciaba del resto de países. Esa creencia te sobrevaloraba y te ayudaba a defenderte de la uniformidad del mundo.
Ya más tarde fue la cerveza. Ese líquido que intercambiábamos con un solo vaso. Esa marca que encontramos en un viaje de colegio. Teníamos 16 años y nos enteramos que la mejor cerveza del Perú solo se podía conseguir allí en el ombligo del mundo. Años después los camiones con la etiqueta de Cusqueña partieron en caravana hacia el desierto de Atacama. En esa guerra silenciosa por nuestras gargantas de lata limeñas, la cervecería de provincia había decidido su jugada maestra. Para distraer al enemigo (aquel monstruo establecido en las arenas del distrito de Ate llamado Backus y Jhonston) renovó la planta con una inversión millonaria, mejoró las botellas y mandó una línea de camiones hacia Santiago: la misión de Cusqueña es conquistar el mercado chileno, decía su agencia de publicidad. De pronto, enroque: Cusqueña fue lanzada como la cerveza que venía a conquistar Lima. Va para ti. Fue una guerra limpia que nos mantuvo en vilo mientras éramos jóvenes e irresponsables. De eso hablábamos mientras la política nos confirmaba si descendíamos en el rango de las naciones menos afortunadas del planeta, si los encapuchados que pintaban las paredes de las avenidas por donde salíamos de Lima se hacían de una vez con el control y nos íbamos derecho a la mierda. En esos años, que la historia seguramente definirá con unas cuantas líneas dedicadas a Abimael Guzman, su Sendero Luminoso, la guerra sucia que la memoria empezaría después a iluminar; nos entusiasmaba quién tomaba Pilsen, quién tomaba Cristal: el Reto Pepsi en el Perú era un reto entre dos cervezas. Ahí entró la Cusqueña y se hizo el libre mercado.
No sé qué hora era. Solo sé que era en Brooklyn, que había carnes y varios choclos frescos en la parrilla, que hacía calor y humedad, que era septiembre y que los muchachos conversaban de libros: «la novela de JCI… es mala mala. No la última, sino la que presentó el año pasado en la feria» «La novela de RC..está bien pero no es lo que a mí me gusta». «A mí me gusta mucho lo que escribe RB. S..de B.., por ejemplo». «La novela de JMR sí está bastante bien. Ha conseguido algo notable» «A mí JLR me dijo que esa novela se la habían recomendado, la leyó y le pareció una porquería», etc.
Entonces alguno de nosotros recordó esa tonada, e invocando una herida en el presente, algún túnel al pasado, los que estábamos presentes nos pusimos a cantar. Era obvio que sólo éramos el pellejo que quedó después de aquellos otros que fuimos botando en el camino, reencarnaciones, gente de otra hora: la hora Inca Kola.