“Sé perfectamente que el día en que me muera no echaré de menos los grandes acontecimientos que pude haber vivido, sino el perfume del café con tostadas y algunas pequeñas sensaciones” ‘Café solo’, Manuel Vicent
A menudo vuelvo a leer ‘Café solo‘, ese texto de Manuel Vicent que casi me sé de memoria, y pienso que uno de los problemas de las guerras es que suponen el fin de los paisajes cotidianos. En ellas no hay lugar para las pequeñas cosas ni mucho menos para cafés con leche. Son el fin de lo conocido. Pensé en ello ayer, cuando rescaté –de entre la pila de libros para ordenar– Los bosnios, de Velibor Colic, esa joya que la editorial Periférica publicó el pasado mes de mayo. La verdad sea dicha: no es un libro agradable y de hecho, preferiría no haberlo leído. No por el libro, que me parece un brillante testimonio de la memoria sangrante de los Balcanes, sino porque ingenuamente, preferiría que nada de eso hubiera existido y que nadie, por consiguiente, hubiera tenido que reunir el coraje para contarlo. Porque el autor construye un réquiem compuesto por atroces y vergonzosos episodios, un collage con nombres propios que conforman un mapa de la bestialidad. Un mapa que se atraganta en la conciencia del lector. Vergüenza, eso es lo que sentí después de leerlo.
La vergüenza me acompañó también este verano cuando fui a Srebrenica. Antes de salir en coche hacia ahí, me compré en Sarajevo un pañuelo negro para cubrirme la cabeza. Me lo aconsejó un guía. Sin embargo, cuando llegué al cementerio, me di cuenta de que no hacía falta. Había varias mujeres con la cabeza descubierta, turistas, claro. Pero no había nadie que se fijara en si uno iba cubierto o no. Así que no me cubrí porque hacía calor. Demasiado calor. Después de ver el memorial pasamos a una destartalada nave industrial donde tuvo lugar parte de ese genocidio atroz. Se trata de un edificio en ruinas. Gris. Angustiante. Ya entonces supe que no podría escribir sobre eso. Allí, entre esas cuatro paredes, se me vino a la mente Jorge Semprún. Él, que estuvo en Buchenwald de los 20 a los 22 años, lidió con un mismo problema a lo largo de los años. El problema de las palabras y las cosas. Su pregunta, que escondía un ruego agónico, tremendo, tenía que ver con qué hacía uno con el horror. ¿Qué podía hacer él con el olor de la carne quemada? ¿cómo podía describirlo? Cualquier comparación era desafortunada, vulgar, una mera obscenidad. Por eso, no creo que pueda escribir sobre Srebrenica. Sin embargo, desde entonces, desde ese día de agosto, llevo meses queriendo escribir sobre otra cosa: sobre un chico llamado Adil.
En un aparte de ese destartalado edificio se ha habilitado un espacio en el que, tras unas vitrinas, se exponen las historias de algunos de los que murieron en Srebrenica, y junto a esos detalles biográficos, destacan distintos objetos que pertenecían a cada uno de ellos. De todas las historias, hubo una que me llevé conmigo. La de Adil. Cuentan que pese a que trabajaba como mecánico de coches, era un enamorado de la lectura y del dibujo. Pero su gran pasión, en realidad, era la de contar historias. Nadie supo muy bien qué fue de Adil. Se le perdió la pista en Baljkovica y solo se recuperó su pulsera de cuero, que vive ahora tras las vitrinas. Tal y como supe que nunca podría escribir sobre Srebrenica, supe, sin embargo, que quería escribir sobre ese chico. Porque leí que el mayor deseo que tenía Adil para cuando terminara la guerra era comerse un plato de pollo con patatas fritas. Solo eso.
Dicen que Dios está en los detalles. Tengo mis dudas acerca de la existencia de Dios, pero de lo que no las tengo es de la importancia de los detalles. Desde ese día de agosto, me he acordado muchas veces de Adil. No sé cómo era. Solo sé lo mucho que me hubiera gustado compartir un trozo de pollo con él. Invitarle a un vino. Devolverle las pequeñas cosas. Qué se yo. Porque uno se queda con los detalles.
Cuando salí de esa maldita nave industrial me di cuenta de que me había cubierto con el velo negro. No por respeto, porque ni lo pensé, simplemente por miedo. Como si un velo pudiera cubrirnos de Srebrenica o del horror ante nosotros mismos.
Siempre que pienso en Adil pienso en la existencia de ese mundo que habita en el texto de Manuel Vicent. Ese mundo lleno de cosas que llamamos detalles: un vino blanco con unas aceitunas, un café con un amigo, o el panadero que nos sonríe y nos alegra la mañana. Hay pequeñas cosas que son –aunque esto sea ya un tópico- las que dan sentido a la vida. Porque, como dice Vicent, “por un lado está la Crítica de la razón pura, de Kant, y por otro están los chismes.” No creo que nadie muera preocupado por los ‘juicios sintéticos a priori’. Nada de eso: la vida se detiene en las tazas de café compartidas. En un simple plato de pollo con patatas fritas.