Somos, con mucho, la especie más inteligente que puebla la Tierra y achacamos nuestro éxito precisamente a eso. Con la tecnología hemos conquistado el planeta. Gracias al talento estamos seguros de que nos aguarda un brillante futuro. La biología demuestra que no hay razones para el optimismo.
Partimos de una ecuación sencilla: sólo sobreviven las especies más inteligentes. Así, pensamos que los Australopithecus -nuestros primeros primos lejanos hace unos cuatro millones de años- eran poco más listos que un chimpancé. Llevaron una existencia miserable, estaban doblegados por una naturaleza hostil y vivieron confinados en un pequeño territorio del África austral. No fueron lo suficientemente inteligentes y por eso se extinguieron. Eran pequeños (poco más grandes que un niño de 10 años), tenían cerebros apenas la tercera parte del nuestro, caminaban perfectamente erguidos y comenzaban a utilizar herramientas sencillas. Con el Homo erectus llegó el fuego, y con el desarrollo de la tecnología la vida se hizo más fácil: comienza el dominio y la conquista del planeta.
Las sucesivas especies de homínidos (Kenianthropus, Paranthropus,…) alcanzaron tamaños más grandes. También su cerebro era mayor y sus manifestaciones tecnológicas se fueron sofisticando. Esa tendencia mostrada en la evolución del Erectus se aceleró enormemente dos millones de años atrás al aparecer las distintas especies de hombres (Homo habilis, Homo rudolfesis, Homo ergaster, Homo antecessor, Homo neandertalensis…) hasta llegar a la máxima expresión evolutiva de momento conocida, el Homo sapiens –o sea nosotros- hace unos 120 mil millones de años. El Sapiens pronto se expandió por el planeta, se multiplicó y, probablemente, contribuyó a que se extinguieran los Neandertales hace 30.000 años, quedando como la única especie de seres humanos sobre la Tierra. Solos, como especie dominante y al albur de un cerebro muy desarrollado –aunque no tanto como algunos piensan de sí mismos-, el Sapiens empieza a desarrollar una civilización tecnológicamente compleja, un proceso que se acelera sobremanera a lo largo de las últimas dos centurias.
Cuando más se convierte en menos
Sin embargo, si se realiza un análisis pormenorizado de lo ocurrido a las especies que han poblado la Tierra a lo largo de los últimos cuatro millones de años, llegamos a una conclusión que resulta bastante inquietante. La rapidez con la que se han extinguido las especies ha corrido en paralelo a su grado de inteligencia y a su capacidad de desarrollo tecnológico. Cuanta más inteligencia más rápidamente se ha producido su extinción. Es decir, ser humano resulta un mal negocio con fecha de caducidad temprana.
Existe conocimiento detallado y científico de la capacidad craneal -un indicador del tamaño del cerebro- de las distintas especies de homínidos. También de cuándo y cuánto tiempo poblaron la Tierra. Si se procesan estos datos mediante el análisis de regresión, una poderosa herramienta matemática que no deja lugar a errores, los resultados aportan algunas evidencias sorprendentes:
– La capacidad cerebral ha ido en aumento en una tendencia sostenida que ha ido acelerándose recientemente. Para los aficionados a la cuantificación, señalar que la capacidad cerebral de nuestros ancestros ha ido aumentando en casi 35 mililitros (como una taza de café de un bar) por cada 100.000 años. Además, la época de aparición de una especie explica más del 85% de su capacidad cerebral.
– Mientras más grande es el cerebro de una especie de homínido, menos tiempo vive sobre la Tierra antes de extinguirse. Para los cuantificadores, destacar que por cada ml de aumento del tamaño del cerebro que consigue una especie de homínido se extingue unos 850 años antes. Además, el tamaño del cerebro explica más del 90% del tiempo de vida de la especie.
Los resultados ofrecen pocas dudas. El Australopithecus affarensis no pasará a la historia por su excepcional cerebro (tres veces y media más pequeño que el nuestro) ni por sus manifestaciones culturales (apenas unos cuantos pedruscos y palos), pero fueron capaces de sobrevivir durante más de un 1.200.000 años sin extinguirse. En el otro extremo, los Neanderthales desarrollaron cerebros incluso mayores que los nuestros y, pese a ser protagonistas de la impresionante cultura lítica del período Musteriense, se extinguieron tras poco mas de cien mil años de existencia por los valles y montañas de la Tierra.
Un ejemplo intermedio lo tenemos en el Homo erectus. Con un cerebro un 35% menor que el nuestro y una cultura más sencilla, la lítica Achelense del Paleolítico inferior, fue capaz de sobrevivir durante 700.000 años.
La inteligencia, como era de esperar, también resulta funesta para la biodiversidad de las propias especies de homínidos. Hace dos millones y medio de años, cuando comenzaron las primeras culturas que utilizaban la piedra tallada (cultura Olduvaiense), convivían en África al menos cinco especies de homínidos (dos especies de Australopithecus, dos de Paranthropus y un Homo habilis). Hace 800.000 años, en pleno auge de la cultura Acheliense, había sólo dos, el Homo ergaster y el Homo erectus. Hoy en día solo queda una. ¿Cuántas quedarán mañana?
Utilizando el análisis de regresión (a partir de los datos de todas las especies de homínidos), y si la tendencia no varía, podemos estimar que en función del tamaño de nuestro cerebro duraremos poco más de 120.000 años antes de extinguirnos. Ese es, más o menos, el tiempo que llevamos sobre la Tierra.
Esta ecuación, no obstante, no es de aplicación exclusiva para el ser humano. En materia de extinción, la inteligencia resulta pésima también para el resto de los animales. Las especies de simios no parecen vivir mucho más allá de los dos millones de años. Por el contrario, muchas especies intelectualmente anodinas como peces o anfibios suelen vivir como poco cinco millones de años antes de extinguirse. Seguramente las almejas y las ostras jamás serán recordadas por sus logros intelectuales, pero suelen perdurar durante más de quince millones de años antes de extinguirse.
Ser inteligente, una pésima elección
En el juego de la vida, con la propia existencia como premio, tenemos la esperanza de seguir jugando tanto tiempo como sea posible. Sin embargo, estamos convencidos de lo inevitable de nuestra muerte, a veces por culpa de nuestra gran capacidad depredadora o fruto del propio desarrollo perverso de nuestra capacidad tecnológica.
Es una convicción estadística basada en dos observaciones. Por una parte, la gran mayoría de seres humanos mueren. De los poco más de cien mil millones de seres humanos de nuestra especie que han vivido sobre la Tierra casi noventa y cinco mil millones ya han muerto. Por otra, ningún ser humano llega mucho más allá de los cien años, aunque algunos afirmen que tecnológicamente podríamos llegar a ser inmortales. Análogamente, de todas las especies de organismos vivos que han existido en los más de 3.500 millones de años de vida sobre la Tierra, la inmensa mayoría ya se han extinguido. Tampoco ninguna especie supera la existencia de unas pocas decenas de millones de años.
Somos conscientes de que la extinción de nuestra especie puede ser tan inevitable como la extinción de nuestras vidas. Sin embargo, tener una exigua esperanza de vida -estamos al borde de la extinción- y encima darnos cuenta es sin duda una crueldad que debemos a nuestra inteligencia.