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La montaña y la cola de la cometa (a cuenta de Rochette y su «Ailefroide»)

Estelas, cual cometas   el blog de Ricardo Tejada

Juraría que nunca he hablado en mi blog de cómics. Cuando era niño, como a muchos de mi generación, me encantaba leer el Capitán Trueno y Jabato, así como Astérix y Tintín, y, más tarde, algunos héroes Marvel, como Estela Plateada y la Masa (The Hulk). En la adolescencia dejé de leerlos en pro de la literatura y de la filosofía. Años más tarde, en Madrid, siendo estudiante en la Universidad, en cuarto de carrera, un amigo donostiarra con el que compartía piso, Iñigo, que ahora no está entre nosotros, desgraciadamente, me contagió su gusto por el cómic adulto y empecé a aficionarme de nuevo. Desde entonces, y a pesar de algunos periodos de poca intensidad lectora, he seguido leyendo a autores tan dispares como Pichard, Lauzier, Moebius, Bourgeon, Crepax, Pratt, Roca y un largo etcétera. Mi preferido fue siempre Mattoti, por su fuerza estética y, hoy en día, Sacco, por su honestidad y valentía política y el dúo Schuitten y Peeters, por su capacidad evocativa, metafísica, de mundos posibles.

Desde hace unos años había oído hablar de la trilogía de Jean-Marc Rochette dedicada a la montaña: Le loup, La dernière reine y Ailefroide. Altitude 3954. Que yo sepa, ninguno de ellos se ha traducido en España, mientras que sí ha sido el caso de Rompenieves, publicado por Norma. Hace unos años fue popularizado por la adaptación cinematográfica coreana: Snowpiercer y esta semana, curiosamente, fue presentado por la meteoróloga de los telediarios de RTVE. El pertenecer al género distópico, de ciencia ficción, y, además, enfocado en el cambio climático, ha podido influir en ello.

Quisiera hablar de Ailefroide. Y la razón es bien sencilla. Su historia me ha llegado al alma. Sus cualidades formales son indudables. Buenos encadenamientos de viñetas, intensidad emocional y poética en algunos momentos, generalmente tratados con viñetas más grandes, línea clara, aunque con ciertos toques rudos, gran expresividad —a veces tierna, otras veces irónica— de los rostros de los personajes principales, en especial el suyo. Y es que Rochette es el protagonista de esta historia, o la misma montaña; él y la montaña indisolublemente unidos. El autor grenoblés, nacido en 1956, nos narra en esta novela gráfica el nacimiento de una doble pasión: por las artes plásticas y por el alpinismo. La primera fue más temprana porque desde la infancia le gustaba visitar con su madre el Museo de Bellas Artes de su ciudad natal y quedarse literalmente pasmado delante de un cuadro de Soutine, uno de una larga serie que dedicó a pintar un buey en canal. El cuadro, que recuerda lejanamente a lo que luego hizo Francis Bacon, es, en principio, un homenaje a El buey desollado de Rembrandt, solo que con la crudeza expresionista de un hombre exiliado, que vivió en la miseria y vio los horrores de la primera mitad del siglo XX. La segunda pasión de Rochette se la metió también su madre, llevándole al monte, de mañanera o para todo el día, desde muy temprano. Una vez adolescente, pocos años más tarde, Rochette conoció a Sempé, un chico de su edad, que ya había sido iniciado en el mundo de la escalada. Era vivaracho y extrovertido, no como él, y, al principio más ducho con la escalada y… con las chicas. Con él y con otros compañeros de cordada, siendo ellos muy jóvenes, llegará a realizar numerosas vías de escalada en el macizo de los Écrins, al sur del Mont Blanc, en los Alpes.

Los Écrins cuenta con dos cimas de 4000 m de altura y numerosos picos de más de 3500 m. Para acceder a la mayoría de estos puntos culminantes, incluso por la vía normal, es necesario ir encordado. Buena parte de los Pirineos es un paseo, comparado con esto. Entre los 15 y los 21 años aproximadamente, Rochette realizó unas cuantas vías míticas, abiertas anteriormente por alpinistas de la talla de Pierre Gaspard, Victor Chaud, y, más conocidos en el mundo entero, Gaston Rébuffat, Reinhold Messner y su paisano Lionel Terray. En los Écrins, Rochette se encontró con la belleza de los Alpes. “Es más bello que un Soutine”, le dice a Sempé cuando alcanzan por primera vez una cima de más de 3000 m, el pico Coolidge y ven la impresionante panorámica. Su compañero de cordada —eran chavales en aquel entonces—no sabía quién era Soutine, y ni siquiera sabía que en su ciudad había un Museo de Bellas Artes. Pero, sobre todo, Rochette se encontró con una inesperada e indómita libertad, de la que carecía en el internado de su liceo, dominado por profesores tiránicos y vengativos, e, incluso en casa de su madre, con la que no se llevaba bien. Rochette nos describe muy bien cómo la pasión por la montaña se fue volviendo casi obsesiva. La atracción por el «más difícil todavía», por el pico o la vía que todavía no se ha ascendido, fue un motor cuyo combustible principal fue la rabia por una vida áspera, falta de afectos, y una energía indómita, física, que le provocaba hacer de vez en cuando verdaderas locuras, como realizar vivacs a gran altura, sin sacos de dormir, escalar sin compañero de cordada, cuando Sempé y otros se iban rajando y no tenía a nadie con quien escalar, o, peor aún, avanzar solo, de noche, sobre un glaciar.

“Locuras” las hace todo el mundo a esa edad, de todo tipo, también cuando se ve uno literalmente arrastrado por la pasión de lo más difícil, pero no de ese calado. Rochette y Sempé me recuerdan bastante a mis amigos Patxi y Óscar, ambos excelentes escaladores, aunque eran ya más prudentes que los protagonistas de la novela gráfica. Sé que se dedicaron profesionalmente a la escalada. Eran tan buenos como ellos. Yo dejé la escalada cuando dejé de ser su amigo. O, tal vez, los dejé cuando dejó de interesarme la escalada de alto nivel. Fue en cuanto la filosofía y el ecologismo me fueron absorbiendo el seso y embelesando mi mente y mi voluntad, desde el primer ciclo de la Universidad, en la mítica Zorroaga. Con ellos empecé a escalar a la misma edad que Rochette. No estaban particularmente seducidos por los encantos de la naturaleza, como yo. En aquel entonces, estuve un tiempo en la Sociedad de Ciencias Naturales Aranzadi y no descartaba hacer biológicas. Como a Sempé, tampoco les interesaba la pintura, ni la literatura ni la filosofía, ni tampoco la política. Creo que esto fue determinante para irme separando de ellos. Lo lamento, aunque fue inevitable. Rochette se implicó tardíamente en la lucha ecologista, en las manifestaciones masivas contra la central nuclear Superphénix, allá por 1978; yo desde muy pronto, desde los 15 años. Y, además, dejó más rápidamente que yo el combate político en pro del dibujo y el cómic, en la revista Actuel, una especie de Ajoblanco francés de la década de los setenta.

Pues bien, entre las cimas del macizo de los Écrins figura el pico de Ailefroide a casi 4000 metros. La subida por su cara norte, sueño larvado desde que contemplaron su imponente aspecto, encaramados en la cima del Coodlidge, fue el teatro de su primer drama. Subiendo por el inmenso couloir, su compañero de cordada olvidó ir quitando, paso a paso, con su piolet, el zueco de nieve que se le iba formando en los crampones (sobra decir que el material de montaña en los años setenta no era como el de ahora) y resbaló, cayendo al vacío. Rochette hizo inmediatamente lo que había que hacer: hincar con fuerza el piolet en la pala helada para agarrarse a ella y resistir el golpe tremendo del peso de su compañero, Laroche. La mala fortuna fue que la nieve era demasiado blanda (¿habían empezado la ascensión no suficientemente antes del alba? ¿O fue el sol el responsable?) y Rochette cayó poco después al vacío.  Al llegar a donde se había caído su compañero, por fortuna en un pequeño promontorio rocoso que dividía el couloir en dos, Rochette logró evitar en unos segundos hincarle el crampón en la nuca, pero no pudo impedir caer de pie sobre su brazo izquierdo, abriéndole una herida tan profunda que le dejó el hueso al aire. El segundo drama fue al escalar solo, dado que no encontraba ya compañeros de cordada, por una vía de escalada que él conocía muy bien, la del Râteau. No fue una imprudencia ni un despiste, sino, sencillamente el azar. Cuando bajaba rapelando, una piedra le cayó encima de la boca, con especial brutalidad y violencia, perdiendo varios dientes y quedándosele desencajada la mandíbula y desfigurada la mejilla. Rochette se salvó por los pelos. En el hospital padeció un intenso dolor porque al principio no quisieron ponerle morfina directamente en la cabeza, para evitar todo tiempo de contratiempos en una zona del cuerpo tan importante y vulnerable. Vio la muerte cerca cuando le pusieron en el hospital con un enfermo que tenía cáncer en la cara…Su mujer y su hija, una niña, estaban destrozadas.

Me gustan mucho, entre tantas otras, dos páginas de Ailefroide, donde se reflejan las dos polaridades de su vida, la belleza pacificadora de la montaña, en la que desde arriba uno está en la “vertical de sí mismo”, en expresión de la escaladora Stéphanie Bodet, y la lucha desgarradora en la que uno tiene que combatir contra todo lo estéril y mortífero que le amenaza a uno, en los diferentes momentos de la vida. Se le ve escalando desnudo, desaforadamente, por el cuadro de Soutine…

Rochette ha contado en una entrevista que cuando bajaba a toda velocidad por el couloir, en esos segundos angustiosos, pensó que se iba a morir porque en su base había una rimaya que habían tenido que superar con unas escalerillas. Al bajar al valle, supo de una madre desconsolada que llevaba días buscando a su hijo, en el pueblo, y que, seguramente, pudo caerse por la rimaya, una muerte terrible, encajado en un infierno de hielo, con brazos y piernas rotos, y sin poder avisar a los servicios de rescate… Y lo que precisamente se le pasó por la cabeza en esos instantes al caer fue: “no llegaré a ser un gran dibujante”. No sé si es algo presuntuoso por su parte este pensamiento que surgió de manera tan súbita y en un momento tan dramático. Seguro que me equivoco. Las convicciones profundas son muy tenaces. Lo que sí sé es que todos “sabemos”, intuimos, barruntamos, lo que tenemos que ser, las tareas que quedan por hacer en nuestra vida y son muchas cuando uno es joven… Basándose en Jung, es lo que el dibujante ha denominado en una entrevista como “sincronicidad”, instantes en que todo se juega a una sola carta, en que confluyen de manera estrepitosa dos acontecimientos en la vida, instantes en que la aguja de la vía de nuestro tren parece cerrarse o desviarse hacia una dirección que parece ser la nuestra, pero no es la nuestra, como si intuyésemos lo que tenemos que hacer con nuestra vida. Ortega lo hubiera llamado “vocación” y Trías le reformuló, en cierto sentido, hablando de un mandato entre pindárico, kantiano y nietzscheano: “Llega a ser quien eres”. Ambos hablaban de una “voz” venida del exterior, en el barcelonés, venida de nuestra conciencia, en el madrileño.

Es de una complejidad tal lo que nos pasa entre los 15 años y los 20 años…No sé si hay una voz; de verdad que lo desconozco. Ya talluditos, vemos a veces, en la duermevela, nuestra vida entera, ampliamente desenrollada como en un film, desde los abismos de esa rimaya que es el tiempo más lejano y desde la pala de hielo en que empezamos a escalar por una vía determinada de la vida. Y nos paramos a pensar en el momento en que empezó a desenrollarse nuestra vida, a tomar cuerpo, a tener un perfil. En nosotros conviven gérmenes de mundos posibles, burbujas que habitamos. Yo me agarré a la letra F (filosofía), a la letra E (ecologismo) y a la letra M (montañismo). Dejé de agarrarme, cuando todos podemos caer al vacío, a la segunda, al menos como militante activo desde los 22 años, a la tercera desde los 19, aunque seguí haciendo un poco de escalada con mi hermano y sus amigos, hasta llegar a Madrid. Nos agarramos a letras que son la cifra de nuestro destino, que son nuestro mundo, el mundo, inmenso para nosotros, pequeño, de seguro, para los demás, incluso microscópico.

Sigo agarrado a la letra F.

Sin embargo, guardamos una inmensa nostalgia por los mundos que abandonamos. Desde hace unos quince años, he vuelto a practicar el montañismo en los Pirineos, primero solo, luego con mi hija. Ahora bien, no me interesa ya la dificultad. No me absorbe el seso si tal vía es de dificultad IV o V, porque sencillamente no me dedico ya a la escalada, pero cuando veo “mis” montes, en verano, y subo a sus cimas, siento un indecible placer que se queda en lo más profundo de mi ser.

Yo no tuve el nivel de escalada de Rochette, ni mucho menos el de Patxi y Óscar. No les llegaba a la suela del zapato y lo lamento. Cada uno está conformado físicamente como es. No tuve, afortunadamente, ningún accidente. Me fui decantando por una vía, no de escalada, sino por una vía intelectual, mucho menos “heroica” o “épica” (pero seguramente mucho más empinada), por mucho que hoy en día mucha de la escalada actual no tenga nada de romántica y demasiado de mediática. El alpinismo empezaba a ser en los 80 un verdadero deporte, lo que a mí no me gustaba, con sus tecnicismos y su espíritu de competitividad…Se terminaba más hablando de las marcas de mochilas o de piolets que de otra cosa. Hoy en día, y pienso en los que esperan cola para colgar en Instagram una foto en la cima del Everest, se ha convertido en una cosa grotesca. Al Rochette mayor le gusta ahora vivir en una casa aislada en la montaña, con su compañera, pero ya no le gusta subir a las cimas. El ser humano las ha manchado de tanto hollarlas, pienso yo con él. Dejó de escalar desde hace unos cuarenta años después de los dos accidentes que padeció. Creo que el miedo se le quedó incrustado. No es para menos. Yo he de reconocer que miedo nunca lo tuve. Eso sí, el couloir Swan, no muy lejos del circo de Gavarnie, que logré subir, con gran satisfacción mía,  es mucho más fácil que el de Ailefroide, así como las vías de escalada que logré hacer con respecto a las que logró.

La novela gráfica se termina cuando Rochette fue a Yosemite —por cierto, como Patxi— pero al contrario que mi amigo, no fue ya capaz de subir por ninguna vía de escalada. Recordemos que Yosemite, y su célebre El Capitán, es el Olimpo mundial de la escalada y que se encuentra en California. Le faltaba la motivación, le faltaba ya el corazón. En la vida, hay cosas que de repente pierden sentido, aunque dejan rastro, un rastro muy profundo, una cola de cometa apenas perceptible. Hay que saber detectar esos momentos, en cualquier momento de la vida.

Le Mans, a 31 de mayo de 2025

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