La mujer que vivió en un cuadro (estampas holandesas)

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En la zona este de la ciudad de Utrecht, cerca del parque Wilhelmina, se abre un pequeño edén poblado de árboles monumentales cuyos nombres se pronuncian como un poema: el arce plateado, el olmo montano, la catalpa común, el árbol del cielo, el castaño de Indias rojo, el roble del Cáucaso o el ciprés de los pantanos. Nunca he sabido distinguirlos con exactitud ni he logrado aprenderme sus nombres de memoria, pero gozo a menudo de su belleza serena, me resguardo de la lluvia bajo sus copas de infinitas tonalidades de verde y ambarino, o me tumbo en el césped al cobijo de sus sombras en los escasos días de calor. En el centro del parque hay un estanque con patos impertérritos y algún gato vigilante que los acecha, una casa rústica con tejado de paja transformada en restaurante de lujo, bicicletas que cruzan incesantes el sendero que atraviesa el parque, y junto al sendero se alza humildemente la estatua de bronce de Koningin Wilhelmina, la reina Guillermina (1880-1962), gobernante de los Países Bajos durante más de medio siglo y testigo activa de las dos guerras mundiales que desgarraron Europa. Su papel destacado en la resistencia holandesa frente al invasor alemán durante la Segunda Guerra Mundial le granjeó para siempre la simpatía del pueblo holandés y la estatua esculpida por Mari Andriessen en 1968 la representa precisamente en esta última etapa de su vida: una mujer de gesto grave, el rostro asomando apenas entre el tocado y la gruesa bufanda de piel que le envuelve el cuello, agazapada en su abultado abrigo de invierno, sin abalorios, sencilla y austera, pequeña pero resistente y de fuerte voluntad, como el retrato del propio país enfrentado al enemigo nazi. Siempre que paso delante de ella, atrae mi mirada. Una reina sin corona, una reina con botas de suela plana que resiste el frío y observa, serena y condescendiente, el paso del tiempo y las bicicletas que circulan sin cesar.

 

El Wilhelmina Park, construido en 1898 al estilo paisajista inglés, está rodeado de unas casas magníficas de principios del siglo XX. Viviendas señoriales de grandes ventanales con vistas al parque y magníficos jardines en la parte trasera. Envidio a sus habitantes. Al otro lado del parque arranca la Prins Hendriklaan, una calle tranquila con casas que datan más o menos de la misma época, aunque un poco menos señoriales que las que rodean el parque. Ladrillo oscuro, jardines, edificaciones graves y serenas. Circulo en mi bicicleta holandesa por la Prins Hendriklaan y de pronto, a mi izquierda, una imagen imprevista me hace accionar el freno. ¿Qué es esto? ¿Un cuadro de Mondrian reencarnado en casa? Sorprende esa construcción moderna en una calle de edificaciones clasicistas. Una composición asimétrica de formas geométricas. Blanco, gris, negro, rojo, azul y amarillo. Un pequeño jardín rodea la casa. El paseante desprevenido piensa por un momento que se trata de una vivienda moderna de reciente construcción. Ignora que está frente a una vivienda particular declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO y se asombra cuando descubre que la casa fue diseñada y construida en 1924. ¿Cómo es posible? Hoy estamos acostumbrados a la arquitectura funcional, pero en aquella época, en una calle como ésta, esa edificación debió de ser un verdadero desafío al gusto imperante. 

 

Me acerco a la casa y veo que se llama Rietveld-Schröder huis. Un grupo de japoneses armados de cámaras espera pacientemente la visita guiada a la que me apunto de inmediato. Rietveld, sí, ¿quién en Holanda no ha oído hablar de Gerrit Rietveld?, arquitecto y diseñador de Utrecht. Pero, ¿quién es Schröder? Pronto descubro que se trata de una mujer, Truus Schröder, que vivió en esta casa durante más de sesenta años, y que junto con su amigo Rietveld diseñó su vivienda meticulosamente, como si de un proyecto de vida se tratara. Uno se adentra en la casa con la curiosidad que suscita entrar en la vida de otra persona y observar los objetos domésticos más cotidianos que sin embargo adquieren aquí una dimensión estética inesperada. La guía nos enseña el salón, la cocina, el comedor, la sala de lectura, el estudio, y, en el piso superior, la zona de descanso y los dormitorios de los niños. Y descubrimos espacios cambiantes de diferentes colores, paredes y paneles deslizables, pequeños objetos, muebles que se transforman, la silla zig-zag, ángulos, planos, rectángulos: una casa como un juego. Y la guía nos habla también de la señora Schröder y nos cuenta que era una mujer de fuerte personalidad, nada convencional, amante del arte, amiga íntima de Rietveld con quien tuvo una relación muy especial. Y eso último lo dice con un guiño, como dando a entender que entre los dos hubo algo más que una amistad.

 

Quien conozca a Gerrit Rietveld (1888-1964) reconoce en esa construcción el estilo característico del movimiento artístico De Stijl (El estilo), que surgió en Holanda en 1917 en el contexto de los movimientos de vanguardia de la época y cuyo ideal era el arte puro o el arte total. Tanto en la pintura como en la arquitectura, De Stijl persiguió la abstracción y la simplicidad mediante el uso de líneas verticales y horizontales y de formas rectangulares. Su lenguaje se expresaba en colores primarios –azul, rojo y amarillo-, que Mondrian consideraba los colores elementales del universo, en combinación con los acromáticos: blanco, negro y gris. La filosofía de la llamada arquitectura neoplástica la formuló Theo van Doesburg en 1925 y se resume así: la nueva arquitectura aspira a la colaboración de todas las artes plásticas, es elemental, económica, funcional, antidecorativa, rehúye lo monumental, ama la ligereza, suprime la simetría, busca el equilibrio entre las partes desiguales y el efecto estético en las oposición de elementos. Todo este ideal se plasma a la perfección en esta sorprendente casa icono del neoplasticismo, la única edificación construida según los principios de De Stijl, movimiento integrado por un elenco de pintores, arquitectos, diseñadores, escultores y escritores holandeses, cuyos nombres están al alcance de quien quiera consultarlos.

 

Hoy el más conocido del grupo es el pintor Piet Mondrian, cuyas composiciones plásticas son fundamentales para la abstracción geométrica del siglo XX. Mondriaan aspiraba a expresar una realidad elevada mediante la perfecta armonía entre forma y color, un equilibrio que sólo podía plasmarse en una pintura que emanara una “calma universal”. Las líneas negras, horizontales y verticales, características de sus cuadros, separan cada bloque de color y representan respectivamente lo femenino y lo masculino. Y así, tal cual, se nos aparece la casa Rietveld-Schröder, como una composición en tres dimensiones de un cuadro de Mondrian, una pintura transfigurada en vivienda, una casa de formas abstractas y colores primarios y acromáticos construida en lo que entonces eran las afueras de la ciudad, con vistas a la paz del campo,  y en la que confluyen, literalmente, lo masculino y lo femenino: Gerrit Rietveld y Truus Schröder.

 

Rietveld ha pasado a la historia sobre todo por sus diseños de muebles de formas básicas y puras que evitan el adorno y persiguen la ligereza, como su famosa silla The red blue chair, originalmente concebida en 1917 y pintada con los colores típicos de De Stijl. Una versión algo posterior de esta misma silla, en negro, rojo y amarillo se encuentra en la casa. Hoy nos sigue pareciendo actual aunque la madera ya ligeramente desgastada acuse el paso del tiempo. Esa misma sensación nos invade cuando observamos las estancias, los otros muebles y los objetos de la casa, todos modernos y funcionales incluso para los parámetros de hoy y sin embargo ya inevitablemente impregnados de sabor a tiempo pasado: lo moderno tornado en clásico, la vanguardia transformada en antigüedad. Y sin embargo, tras el insoslayable deterioro material, prevalece aún hoy en el ambiente de la casa el espíritu revolucionario de esas dos personas que desafiaron la tradición con nuevos conceptos artísticos y existenciales en busca de un ámbito doméstico impregnado de armonía. Una edificación de dos plantas que derriba las fronteras entre los espacios y borra los límites entre el interior y el exterior. Las puertas de la terraza se abren de tal manera que el campo se integra en la casa (se integraba, mejor dicho, porque en los años 60, por desgracia, la vista quedó en parte mutilada por una carretera), los tabiques móviles crean diferentes espacios que se adaptan a las necesidades, las camas durante el día se transforman en sofás. 

 

Sabemos quién fue Rietveld, pero nos intriga la señora Schröder. En la información que dispensa la página web de la casa  se describe a la señora Schröder con el adjetivo eigenzinnig, que viene a ser algo así como caprichosa, obstinada. Una mujer con personalidad, independiente, que sabía muy bien lo que quería, una rara avis para su época, que en gran parte coincidió con el reinado de la reina Guillermina y con las dos guerras mundiales.

 

Se conocen algunos datos de la vida de Truus Schröder. Nacida en 1889 en Deventer, procedía de una familia acomodada católica, cursó estudios de farmacia y se casó con un abogado. Enviudó bastante joven siendo madre de tres hijos. A la muerte de su marido, con quien al parecer nunca se había entendido del todo, decidió vender la casa que tenían en la Biltstraat de Utrecht y contactó con Gerrit Rietveld, a quien ya conocía, para que le ayudara a diseñar su nueva vivienda donde se instaló con sus tres hijos. Este proyecto conjunto reforzó la relación de amistad entre los dos, que pronto se tornó en relación sentimental, a pesar de que Rietveld aún estaba casado. Este hecho, que podría no ser más que una simple anécdota, añade sin embargo un valor especial al proyecto. Truus, que amaba el arte, la luz y la ligereza, quiso hacer de su casa algo más que una vivienda confortable: quiso hacer de ella un espacio gozoso de libertad donde vivir lo que ella llamó “el lujo de la frugalidad”. Entre 1925 y 1933 Gerrit tuvo su estudio en los bajos de la casa. A la muerte de su esposa, cuando él ya tenía setenta años, se trasladó definitivamente a casa de Truus donde vivió los últimos seis años de su vida. Ella le sobrevivió casi 20 años y siguió viviendo en la casa hasta su muerte en 1985, a la edad de 95 años.

 

La casa Rietveld-Schröder no es solo una casa, es también un acto de amor, por ilícito tal vez más intenso. Y es a la vez  la promesa de una utopía, de una Europa que renace de sus cenizas y confía en un mundo mejor. Una casa concebida sin fronteras, donde confluyen el pasado y el presente, donde los espacios se confunden, la luz  se hace lenguaje y el amor se torna arte. Y hoy, desde la posmodernidad, contemplamos con un toque de nostalgia este ideal de progreso y armonía.

 

Una reina instalada en un parque. Una mujer instalada en un cuadro. Señoras austeras, combativas, con carácter. Mujeres que dejaron su huella en un siglo convulso. Desde la política de Estado, desde el ámbito doméstico y el arte. Y en esas cosas pienso cuando circulo con mi bicicleta por el Wilhelmina Park bajo los árboles cuyos nombres se pronuncian como un poema y casi atropello a un pato despistado.

 

 

 

Isabel-Clara Lorda Vidal es filóloga y traductora literaria. Ha traducido a destacados escritores neerlandeses, como Harry Mulisch y Cees Nooteboom. Ha sido directora del Instituto Cervantes de Londres y actualmente dirige el centro de Utrecht. En FronteraD ha publicado La sombra del tiempo es alargada: exilios españoles en Londres