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AcordeónLa obra de una vida. La escritura como negación

La obra de una vida. La escritura como negación

El platonismo de la escritura 

La nueva alianza de espíritus no puede vivir en el aire, la sagrada teocracia de lo bello ha de vivir en un Estado Libre, el cual ha de tener un lugar en la tierra, y ese lugar lo conquistaremos sin duda.

Hölderlin, Hiperión, cap. 37.

La escritura es el arte más tardío; y no porque antes de inventarse la escritura el hombre conociera ya las demás artes. La naturaleza de la escritura es en sí tardía. Contiene algo desintegrador y disolvente que no existe en las otras artes. Sólo empezó a escribirse en sociedades o ciudades desarrolladas, es más, demasiado desarrolladas; en culturas elevadas, es más, ya decadentes. Es posible que precisamente el excesivo desarrollo y la decadencia estimularan la escritura. El aroma ligeramente putrefacto de la incipiente desintegración que por sí sola ya se desintegra y por sí sola ya disuelve. El hombre comenzó a escribir cuando se había ausentado ya la plenitud de la vida. Lo insuficiente es productivo –dice Goethe a Riemer–, yo escribí mi Ifigenia a partir de un estudio de las cosas griegas que, sin embargo, resultó insuficiente. Si hubiera sido suficiente, la pieza no se habría escrito. 

Esto se percibe incluso en la propia habla. Es bien sabido que la plenitud de la vida es muda: la belleza es tan silenciosa como la alegría, el duelo tan inefable como el amor. La comprensión definitiva no precisa de discurso. La esencia siempre se encuentra en lo indecible. Cuando uno habla, empobrece. Es más, le parole sono satte per mostrare quello que non si sa, dice Dante. Toda habla es negativa. Quien se pregunte en qué reside el arte de los grandes oradores, en qué consiste el verdadero efecto del discurso de un Demóstenes, de un Cicerón, de un Juan Crisóstomo, de un Savonarola, pronto se dará cuenta de que reside en el momento de decir no. El efecto del discurso alcanza su grado máximo cuando ataca. El género propio del discurso es el debate. La fuerza más profunda de cada palabra está en la destrucción. Los sentimientos delicados, los deseos, las alegrías, las pasiones son por un lado indecibles y por otro quieren seguir siendo indecibles. No soportan ser puestos en palabras, no soportan que estas los toquen. Sólo el “no” habla, el “sí” calla. “Cuanto mejor parece explicarse, tanto mayor es mi aversión a los discursos”, escribe Platón en Laques. Los artistas conocen esta característica del habla cuando se resisten a hablar de sus obras. La palabra afecta a la capacidad creativa del pensamiento. Cuando alguien dice lo que quiere le quita fuerza a su intención. El genio activo no habla de sus planes. Los cocina en su interior, los madura sin decir palabra. ¡Por nada en el mundo los mencionaría! Si César o Napoleón hubieran dicho lo que querían hacer, jamás lo habrían hecho. ¿Por qué no se podía hablar de los misterios de Eleusis? No por temor a palabra, sino porque el mero hecho de hablar profana. Hablar de algo es tanto como hacerlo público sin el debido respeto. El misterio es un “rezo dramatizado”… ¿Quién no ha sentido que profana sus sentimientos al hablar de ellos? ¿Quién no ha sentido que su religión se profana cuando se la toca con palabras?

El habla enfría el sentimiento, aplana el pensamiento, despoja a la acción de su impulso. He aquí la destructividad del orador, el demonismo del habla. Aun así, esta sigue siendo vital comparada con la escritura. El habla despoja, pero la escritura implica, además, algo maligno. Nada resulta más comprensible que la negativa de los sacerdotes celtas a que se transmitieran por escrito sus ceremonias, sus cánticos religiosos, sus sabidurías. La tradición druida había de ser una tradición viva, los alumnos y los sacerdotes jóvenes debían aprenderla y guardarla y llevarla en su interior. No se admitía ni una sola señal, letra o recordatorio. Los sacerdotes celtas se ocupaban sobre todo de que su tradición fuera un lenguaje vivo, de que su religión fuera la del hombre vivo. La fidelidad no era importante, el saber literal importaba aún menos. ¿Qué importaba un cambio en el orden de las palabras si lo esencial se mantenía? ¿Qué significaba una descripción si luego de repente todo se tornaba rígido, qué significaba una rigurosa fidelidad si luego…? ¿Nadie ha sentido el hechizo de los relatos, de las leyendas orales? ¿No se llenaban de vida las narraciones heroicas cuando se recitaban? ¿No acabó la época viva del cristianismo en el momento en que se canonizaron los evangelios? ¡Cuán transparente resulta la rebelión de los chinos cuando se describió el significado de sus huesos oraculares! Los minúsculos fragmentos óseos apuntaban a infinitud de significados, siempre tenían algo que decir; luego, al convertirse en escritura, de pronto sólo significaban una única cosa. Platón, en su Fedro, pone en duda que la escritura haga sabios y memoriosos a los hombres. La escritura no trae el recuerdo sino, precisamente por la fe ciega en ella, el olvido. Sólo la superficie de la sabiduría, pero no su verdad. Gracias a la escritura, el hombre parecerá un experto y seguirá siendo un ignorante.

Al verdadero artista, escribir lo que piensa siempre le ha supuesto una claudicación. Se puede escribir por amor, se puede escribir por desesperación, se puede escribir por compasión o por enfado con los hombres. Se escriba como se escriba, siempre queda ese elemento goetheano: uno se libra, se deshace de aquello que escribe. Lo olvida. Se desprende de ello escribiendo, la vida descrita deja de palpitar. Y no sólo para quien escribe, porque lo cierto es que deja de palpitar en general. En el habla, la vida se profana porque la esencia del discurso es el no. En la escritura, la vida se torna problemática porque la esencia de la escritura es la ironía. Por eso dice Huxley que el hombre feliz no precisa de la literatura y por eso dice Platón que la escritura es una vergüenza.

La escritura, además de caracterizarse por una actitud irónica, supone –lo que es lo mismo– negación de la vida. Aparte de que toda escritura sólo puede comprenderse como oposición, de que mina y destruye, de que despoja al sentimiento de su espontaneidad y al pensamiento de su plenitud, de que crea un orden universal nuevo y diferente que no se encuentra en ninguna parte en la naturaleza, a la que siempre mira desde arriba; aparte de que siempre nos encontramos en una situación paradójica en la escritura: escribe algo que no es lo que es, comunica lo incomunicable, da la impresión de construir mientras en realidad destruye, parece crear mientras de hecho anula; aparte de todo ello, la escritura desmoraliza, y esta desmoralización no puede expresarse porque afecta al hombre tan de cerca que aproximarse más con la escritura resulta imposible.

Dice La Bruyère que “un hombre nacido cristiano y francés se encuentra impelido a la sátira; los grandes temas le están prohibidos”. La Bruyère, al escribir esto, tiene toda la razón. El hombre en cuanto cristiano y francés está obligado a la sátira y es un ser ridículo. No obstante, si no lo escribiera, la cuestión ni siquiera se plantearía y sería por tanto nula. La cuestión no se plantea porque exista el “francés” o el “cristiano”, ni siquiera porque a La Bruyère le viniera a la mente, sino porque la escribe y al escribirla nos traslada a otro mundo, a un mundo donde ser francés y cristiano resulta ridículo, como pueden ser ridículos el ser mujer o el dormir por la noche o el tener poros en la piel. En la escritura la existencia humana y la vida natural se tornan problemáticos. De ahí la ironía implícita en toda escritura. De ahí su ambigüedad. En ella, la vida entera resulta un tanto ridícula. Por eso osa decir Wyndham Lewis que la forma perfecta de la escritura es la sátira; es allí donde la escritura no es más que eso, escritura, risa que mira desde arriba a la naturaleza y a lo natural, donde ataca la vida en sus raíces más profundas.

La escritura lleva el sello de su nacimiento, del momento histórico de su aparición: cuando las sociedades en una época tardía y marchita se hallaban en decadencia y la vida de los Estados se volvió urbana, quienes veían la cultura en trance de desaparición, quienes observaban el declive hacia la muerte comenzaron a poner reparos a la sociedad, al Estado, a las gentes, a las religiones, a la moral. Es el instante crítico de la historia, y el resultado de esa crisis es la escritura, la cual nació como crítica y no se quitará de encima esta su naturaleza ni podrá hacerlo. “El hombre feliz no precisa de la literatura”, porque no maneja la crítica, porque no la necesita, porque vive libremente y de acuerdo consigo mismo. “La escritura es una vergüenza”, una vergüenza para el Estado que ha llegado al punto de no poder dar plenitud a la vida humana y una vergüenza para el hombre que ya no es capaz de crear y ya sólo pone pegas. Y por último vergüenza también porque es irónica, paradójica, porque destruye, desprecia y profana, porque en vez de vivir la vida, se separa de ella, la ensucia y la tritura. La escritura sólo puede negar. Por eso es aguda toda ella. Nunca nadie pronunció un sí en la escritura. Así como los oradores más grandes han sido los agresivos, los más grandes escritores son los críticos, los negadores, los irónicos. Toda obra escrita es verdaderamente escritura allí donde se enfrenta al mundo y destruye. Porque entonces es escritura y solamente escritura. El periódico mata cada día la historia de aquel día. La novela arruina destinos. La filosofía hace añicos las posibilidades del mundo, la ciencia a los dioses. La cultura escrita es contraria a la vida. La protesta de los hombres contra el libro (Nietzsche: Bücherfeind, “enemigo de los libros”) es elemental y define claramente esa incapacidad de vivir que es inherente a la escritura y que afecta también a quien la lee.

Todo ello fue y es así: la escritura nació de una actitud hostil a la vida, a la que toda escritura desprecia por naturaleza. Pero este es precisamente el caso en que el desprecio a la realidad se vuelve contra aquel que la desprecia, igual que una sentencia injusta se vuelve contra el sentenciador y justifica al condenado; quien quiere vejar la vida acaba siendo el vejado. El hombre no puede rebelarse contra una fuerza que lo transporta, porque no es la vida lo que está en el hombre, sino el hombre en la vida, y no es el hombre el que vive la vida, sino la vida al hombre.

En el mejor de los casos la escritura es una forma de romanticismo sin fundamento. Una fantasía irreal. Se pavonea planteando exigencias imposibles a la realidad, y como no se cumplen, la acusa y ni siquiera se le ocurre la posibilidad de que es ella, la escritura, la que resulta ridícula con sus exigencias. La realidad, a su vez, sigue siendo la que es y como es, el cielo continúa con su azul resplandeciente, el prado florido desprende su fragancia elísea, el mar medita sobre sus profundidades, y la belleza del mundo continúa abierta a quienes quieran captarla.

En esta concepción sólo cabe preguntarse si realmente se trata de un romanticismo sin fundamento. ¿Es irreal la fantasía? ¿Son imposibles las exigencias que plantea y resulta realmente ridículo el exigente? ¿Es injusta la sentencia que la escritura pronuncia sobre la vida, es injusta siempre y sin excepción? ¿O existe un giro en la vida –que es precisamente la escritura– que se revuelve contra la vida, pero con conciencia de la verdad? ¡Juzga con una capacidad, con un saber adquirido en lugar oculto, y la propia vida se le entrega como si se pusiera a su servicio, como si la respetara, como si la considerara superior! ¿Será la palabra porta ad una nuova distanza, materia per una sintesi ulteriore, como dice Evola? Ese momento histórico en que nació la escritura está completamente grabado en ella: la humanidad se inclina hacia la muerte. Sin embargo, hay ciertas personas en quienes la conciencia de la crítica, la conciencia de la justicia, la ironía como refugio de la vida, toda la paradójica situación no dejan marca, pero sí en cambio en el mundo en que viven y que las rodea; y son precisamente ellas quienes se enfrentan a la profanación, en quienes sobrevive la inocencia de la vida, quienes niegan, pero negando lo que hay aquí y ahora, lo cual las hace poseedoras de algo…

Escribir hoy es, escribe Nietzsche, “la forma más concienzuda habida hasta el momento del romanticismo y de la nostalgia: el deseo de regresar a lo mejor que ha habido nunca. En ninguna parte se siente ya uno en casa, y uno desea volver finalmente adonde de alguna manera pueda estar en casa, porque sólo allí es donde quiere estar: ¡y ese lugar es el mundo griego! Pero precisamente hacia allí todos los puentes se han roto, ¡salvo los arcos iris de los conceptos! ¡Y estos llevan a todas partes, a todos los hogares y “patrias” que han existido para almas griegas! Eso sí, muy ligero y delgado hay que ser para caminar por tales puentes. Mas cuánta felicidad reside ya en esa mera voluntad de lo espiritual, de lo fantasmal, podría decirse. Qué lejos se está así de la “acción y reacción”, de la torpeza mecánica de las ciencias naturales, del barullo de feria de las “ideas modernas”. Lo que se quiere es volver, volver a través de los padres de la Iglesia a los griegos, del norte al sur, de las fórmulas a las formas; aún se disfruta del cristianismo, de ese final de la antigüedad, como puerta de acceso a esta, como una buena pieza del mundo antiguo mismo, como un centelleante mosaico de conceptos antiguos y juicios de valor antiguos. Los arabescos, los adornos, el rococó de las abstracciones escolásticas siguen siendo mejores, esto es, más finos y delicados que la realidad campesina y plebeya del norte europeo, siguen siendo una protesta de la espiritualidad más elevada contra la guerra campesina y la revuelta plebeya que se han adueñado del gusto espiritual del norte de Europa y que tuvo su primer líder en el gran “hombre antiespiritual”, en Lutero: en este sentido, la escritura es un elemento de la contrarreforma, es incluso renacimiento, al menos voluntad de renacimiento, voluntad de continuar descubriendo la antigüedad, excavando la filosofía antigua, sobre todo a los presocráticos, los mejor sepultados de todos los templos griegos. Tal vez se juzgue dentro de unos siglos que en ello residía la dignidad de toda escritura, en reconquistar paso a paso el suelo de la antigüedad y que cualquier pretensión de “originalidad” suena a mezquina y ridícula en comparación con esa pretensión superior de haber vuelto a atar el hilo que parecía roto, el hilo con los griegos, el tipo de “ser humano” de la mejor índole habido hasta ahora. Volvemos a acercarnos actualmente a esas formas fundamentales de la interpretación del mundo que el espíritu griego inventó con Anaximandro, Heráclito, Parménides, Empédocles, Demócrito y Anaxágoras, nos tornamos cada día más griegos, primero, como corresponde, mediante conceptos y valoraciones, casi como fantasmas grecizantes: ¡pero en un futuro ojalá también con nuestro cuerpo! ¡En ello reside (y ha residido siempre) mi esperanza!”.

La escritura se gestó en un mundo en decadencia y desde entonces se ha convertido en la medida; los tiempos pobres en libros son vitales, ricos y crecientes; el tiempo decadente en cambio se ve inundado por la escritura. He ahí la señal: pocos libros o ninguno equivalen a mucha vida; muchos libros, a declive; más libros, a mayor declive. Porque la escritura es un síntoma de la destrucción y al mismo tiempo su causa. En un mundo moribundo, el hombre “en ninguna parte se siente ya en casa, y desea volver finalmente adonde de alguna manera pueda estar en casa”. Mientras este deseo no quede escrito y guarde silencio, será como el tao chino: silencio aislado, distancia, partida, marcha fuera del mundo, cada cual tratando de huir por su cuenta de la destrucción; nadie recorre el “camino eterno”, salvo el sabio. Tao es tanto como reducirse, desaparecer, alejarse, dormirse, callar, quedarse en soledad, abandonar la ruina, mantenerse eterno. Pero ¿cuándo el deseo comienza a hablar y a manifestarse por escrito? La escritura mata. Pero ¿existe la escritura que dé vida? Es mejor soportar el mal que hacerlo, dice Sócrates. ¿Le basta a quien ve que el mundo se viene abajo con no contribuir a ello, con no destruir sino aguantar? ¿Le basta con alejarse, callar y dormir? ¿Le basta con recorrer en solitario el “camino eterno”? ¿Es posible que alguien sepa que el mundo se viene abajo y sepa que existe el camino eterno y que eso le signifique una responsabilidad nueva y diferente? Hoy, en el mundo que se viene abajo, el hombre “quiere volver, volver a través de los padres de la Iglesia a los griegos, del norte al sur, de las fórmulas a las formas”, porque el griego encontró la única posibilidad de detenerse en el mundo que se desintegraba, de vivir incluso en la decadencia, de enriquecerse incluso en la destrucción. El griego encontró más allá de la destrucción, más allá de un mundo en declive y destinado a la muerte, esa posibilidad que proporciona la vida de ser belleza sin considerar las circunstancias, la época, el Estado, la sociedad. Este es el verdadero sentido del idealismo. El idealismo es la conciencia de la verdad griega por encima de la época, del Estado, de la sociedad, de la lengua. A partir de Grecia tiene, en general, la verdad conciencia de sí misma. El idealismo es la oposición heroica permanente implícita en la humanidad: la responsabilidad más alta de la humanidad. Una alianza secreta de quienes experimentan la conciencia de la verdad. No estamos hablando de una conjura, porque no se trata de la victoria sino de lo eterno. Quien experimenta la verdad ya no necesita la victoria. Porque el hombre ya no se enfrenta a los demás hombres. A partir de ese momento, la verdad se enfrenta al mal; lo eterno, a la destrucción.

Literature must teach and deliver in a new and flexible sense or it is meaningless, la literatura debe enseñar y liberar en un sentido nuevo y flexible, de lo contrario carece de sentido (Ludwig Lewisohn en su The Story of American Literature). Esta es desde Platón la característica de la escritura. La escritura enseña y libera en una relación nueva y en un sentido nuevo. Desde Grecia, la escritura es conciencia de la verdad. La escritura es el pilar de la “edad eterna”, de la “Edad de Oro”, del Estado platónico, he ahí el fuego de la verdad que vive en la humanidad: más allá de las épocas, de las lenguas, de los Estados, de la decadencia y de la destrucción. Dice Platón en su Carta séptima: “En cuanto a los que han escrito o hayan de escribir sobre estas cosas, y que pretenden conocer mis principios, por haberlos aprendido de mi boca, o haberlos recibido por personas intermedias, o haberlo descubierto ellos mismos, declaro que en mi opinión no pueden saber nada absolutamente. No hay ni habrá jamás escrito alguno mío sobre semejante materia. No sucede con esta ciencia lo que con las demás, porque no se transmite por la palabra. Después de repetidas conversaciones, después de muchos días pasados en la mutua meditación de estos problemas, es cuando esta ciencia surge de repente, como la chispa que sale de un foco ardiente, y presentándose en el alma le sirve de alimento. De todos modos, estoy seguro de que, si esto se escribiese o dijese, lo mejor sería que lo hiciera yo. Si está mal expuesto, es a mí a quien más perjudica. Si hubiera creído conveniente y posible entregar estas cosas a la multitud, escribiéndolas o exponiéndolas a viva voz, ¿qué más preciosa empresa, qué ocupación más noble de mi vida que hacer a través de mis escritos este servicio a los hombres y descubrirles la verdad de las cosas?”.

La escritura sólo tiene sentido si es platónica, si arde y prende fuego “como la chispa que sale de un foco ardiente”, si es idealista o, lo que es lo mismo, si trata de la Edad de Oro. ¿Qué es la Edad de Oro? Ese “Estado libre” en donde vive la “sagrada teocracia de lo bello”. Es el “Estado eterno” el que alimenta al idealismo. Y que hace comprensible que el idealismo no es ninguna tontería, sino heroicidad. Prepara la vida perfecta, crea la Edad de Oro, “busca el lugar en la tierra para la sagrada teocracia de lo bello”. Es un acuerdo tácito entre quienes escriben. Es la Academia invisible. Todo escrito que no sea platónico es maligno, destructivo, merecedor del fuego. Este es el sentido de la quema de libros, el deseo que expresa Gide de que se quemen todos los libros porque el libro destruye y destroza, porque todo libro es blasfemo y profana. Desde la República de Platón, el hombre posee conciencia de la verdad. “El Estado perfecto de Platón es sin duda algo más grande de lo que creen hasta los más fervientes de sus admiradores, por no hablar del gesto sonriente de superioridad con que nuestros formados “históricamente” saben descartar tales frutos de la antigüedad. El verdadero objetivo del Estado, la existencia olímpica y la concepción y preparación del genio renovada una y otra vez, frente a lo cual todo lo demás sólo son instrumentos, recursos y facilitaciones, se ha encontrado aquí gracias a una intuición poética y se ha pintado con gruesos trazos. Platón atravesó con la mirada el páramo terrible y desolado de la vida estatal de su época y aun así divisó algo divino en su interior. Creyó que se podía extraer esa imagen divina y que la cara exterior desfigurada de manera bárbara y feroz no formaba parte de la esencia del Estado…”. Fundar un nuevo Estado, crear los fundamentos del Estado eterno. La Academia, los hombres a través de los cuales se renueva la humanidad, los ciudadanos de un nuevo Estado, las existencias olímpicas. Esa es la actitud que por primera vez justificó la escritura y que desde entonces ha justificado siempre la escritura platónica. ¿Hay en la escritura una existencia olímpica? ¿Construye la Edad de Oro? ¿Es en ella la verdad consciente de sí misma? ¿La escribió un habitante de la Edad de Oro? De ser así, es divina; de lo contrario, al fuego, ¡al fuego todos los escritos! ¡Que no quede ni uno solo!

 

La obra de una vida 

El ser humano ha de crear de sí una obra para en ella vivir en la eternidad. Una obra abierta para acoger a quien quiera entrar en ella. Puede ser una casa, puede ser una pintura, puede ser un país. Aquiles no escribió poemas, pero nadie puede afirmar que no haya creado una obra, la obra de una vida heroica con sus actos. Los santos.

Es preciso distinguir la obra del espectáculo. La obra se crea a partir de la materia de la vida humana, como si fuera la forma única, densa y definitiva de aquello que está destinado a desaparecer; el espectáculo es virtuosismo, es técnica que puede aprenderse y repetirse. En el espectáculo falta el ser humano. La tradición hindú llama a la obra karma, algo creado de lo pasajero que, sin embargo, permanece. El espectáculo no es opus, sino sólo actus; carece de rango y de grandeza. Obra es aquello que es más que vida y a lo que hay que entregar la vida. No para que quede, sino para que sea. Para que sea en lo eterno. Cada ladrillo de la obra de una vida cuesta el sacrificio de algo en la vida. Disfrutar de la vida y levantar al mismo tiempo una obra: eso no existe. No cede en su despiadada fidelidad y traslada por eso al hombre a una coherencia independiente de la vida, a una existencia concebida en un plano más elevado, en dimensiones que superan por mucho las medidas del yo y se repite a sí misma como algo más que ella misma.

El karma es la forma condensada de todos los pensamientos, palabras y actos del hombre, en un espacio más inmenso que la vida, y resulta imposible rehuir sus con- secuencias; lo único que se puede hacer es liquidar el karma. Sin embargo, la liquidación del karma (de la obra de una vida) también es una obra. En la India se llama nirvana; en Arabia, fanaa. Es la obra definitiva; no presenta signos externos, pero su carácter imperecedero es absoluto.

La vida del hombre crece por encima de sí misma y su extracto condensado se deposita en una esfera que semeja la vida y, sin embargo, repercute en esta con otra forma y otras fuerzas y la plasma a su imagen y semejanza.

Sabemos que la vida no tiene una meta, pero sí un sentido. Y es el hombre quien se da a sí mismo el sentido según qué vida considere digna de sí. Si se queda por debajo de cierta medida, carece de sentido; si la supera, la propia vida comienza a ser una obra. Se levanta de manera consciente y resulta inequívoca; no se entiende a partir de la vida biológica, pero sí como música o como poesía o como metafísica. Porque la obra de una vida posee una lógica particular, al margen de la vida biológica. Esa lógica no significa participar de manera cada vez más intensa de los bienes naturales de la vida, sino grandeza. Las dos no pueden compaginarse. La grandeza tiene por traición la vida situada en el plano del mero disfrute, pues sólo considera válida la fidelidad a lo inexorablemente más elevado. Tengo todo el derecho de llevar una vida psicológica o social, pero el plano de la grandeza lo juzga como una infidelidad a la obra. Aunque tantos elementos lo contradigan, el hombre está obligado a considerar la obra de su vida algo propio, personal. Eso sí, con cierto malestar, preguntándose si esa existencia que representa la obra es el yo o si, aunque sea la esencia del yo, es alguien situado muy por encima del yo.

Un viajero dijo sobre el Partenón que, al verlo, lo que lo estremeció no fue en absoluto el arte ni, por tanto, la belleza. Vio que el lugar, precisamente ese lugar en que se hallaba el Partenón, se alzaba por encima de su entorno y se situaba al menos un paso más arriba en el ser. Eso no se podía motivar y menos aún demostrar. Desde un punto de vista arquitectónico es todo correcto. Además, no es cuestión de fallo o de perfección. Tal como está, ese templo parece más alto de lo que es.

La obra se construye en contra de la persona. Es un estado en que recibo una respuesta de alguien que se halla en un lugar misterioso (alguien que soy yo y no soy yo), pero no a la pregunta de lo que he de decir o lo que he de hacer, sino de cómo he de vivir.

La verdadera obra es póstuma. Mientras su creador vive, también la obra se impregna de la ilusión que a todo ser vivo le viene dada con la vida. Porque mientras uno vive únicamente posee la vida, que sólo se convierte en destino después de su muerte. Y el tema de la obra es lo cerrado y lo acabado y el destino. Conocemos obras que pueden resultar significativas cinco minutos antes de la muerte de su autor; cinco minutos después ya han desaparecido. Por otra parte, hay obras de las cuales no se sabe nada durante cien años y de repente parecen haber sido creadas hoy mismo. No deben verse las ventajas de aquello en lo que uno ha puesto la vida. No existe diferencia de edad entre las grandes obras. Todas las grandes obras son de una y la misma época. Todas las grandes obras están siempre presentes. Todas las grandes obras son mis coetáneas.

Los griegos llamaban simplemente poiesis, hacer, la producción de la obra de una vida. También para los hebreos es meramente yetzirah. Tal vez porque en esta producción no se enfrentaban a nada. Hoy, cuando producimos la obra de nuestra vida, nos hallamos ante nosotros mismos; la obra no es una creación, sino la recreación de nuestro yo por encima de nuestro yo. No poiesis, sino metapoiesis. Es posible que para los griegos y los hebreos la vida tal como era les resultara suficiente para producir la obra. Nosotros tenemos que levantarnos por encima de nosotros mismos. Über, como decía Nietzsche. La realidad de la obra de una vida es surrealidad. Lo que es vida es pasajero e informe. El destino tiene que situarse en lo definitivo, acabado, cerrado, al menos un paso por encima de la vida, como el Partenón.

Salto de la vida a la obra de una vida.

La obra de una vida es metapoiesis; el hombre se erige a sí mismo por encima de sí hacia el infinito. Tal obra debe distinguirse de la obra sobredimensionada respecto a la vida, lo cual es un engaño deliberado para que la persona parezca más grande de lo que es. Eso es espectáculo. Aquello que se ha cargado de poderes superiores a la vida se mantiene; el espectáculo se desvanece con la vida.

El espectáculo no se levanta a partir del sacrificio permanente de la vida y por eso mismo no es la transformación alquimista de lo pasajero en sentido definitivo; el hombre monta el espectáculo sobre todo para conseguir un efecto. Quizá incluso para algo menos. En la obra, el hombre se va insertando como si así se encarnara definitivamente; el espectáculo sólo sirve para esconderse.

En la mayoría de los casos, la obra y el espectáculo se pueden distinguir claramente; es más, se ve incluso dentro de una misma creación hasta dónde llega la obra y dónde empieza el espectáculo.

El espectáculo muestra una versión extraordinaria de la persona; la obra representa la normal. La señal de lo extraordinario es la voz forzada, falsa. El resultado del truco, de la jinetada, del deslumbramiento es cierto virtuosismo granuja llamado estilo. La obra auténtica carece de estilo.

La obra absoluta son los libros sagrados (la revelación). A la obra secularizada la llamamos literatura.

El lenguaje de los libros sagrados es el auténtico.

El de la literatura es el sofístico. El límite más bajo de la sofística es el periodismo.

El lenguaje auténtico es la verdad; la sofística vive bajo el signo de lo interesante. El signo del periodismo es la sensación.

En la época arcaica, el hombre no había de buscar la obra para sí, sino que la recibía como tarea. En aquel tiempo, la vida la configuraban las grandes obras colectivas, las llamadas culturas. No se sabe cuándo, hacia la mitad del segundo milenio antes de Cristo según algunos, la creación de la obra de una vida se convirtió en tarea individual. Sea como fuere, el hecho estaba relacionado con el acontecimiento religioso de que el hombre empezó a buscar su salvación no en lo colectivo, sino en lo individual. Desde entonces la creación de una obra de la vida individual se relaciona con la idea de la inmortalidad personal y se convierte en un acto sacramental. Lo cierto es que en comparación con el significado de la obra de una vida individual el de la obra colectiva se reduce cada vez más. Las obras individuales como las del profeta, del santo, del rey, del héroe, del poeta y otros han cobrado forma. Los intentos colectivizadores se volvieron cada vez más carentes de esperanza y hoy en día resulta imposible imaginar siquiera la bienaventuranza en cualquier categoría colectiva, sea pueblo, casta, clase, nación o religión. Probablemente, el hombre no sea ya capaz de fundirse de nuevo sin reservas con cualquier colectivo. Ya no existen las culturas y erigir una nueva cultura carece de sentido. No hay religiones ni pueblos ni clases. Sólo existe un colectivo, la humanidad que se extiende por toda la tierra, y dentro de esta comunidad la salvación (la obra de una vida) es individual. Actualmente, el colectivo sólo ofrece al hombre una salvación degradada y de valor inferior que solamente puede aceptar alguien despojado en parte de su esencia humana y hacerlo, además, de manera forzosa. En estos momentos, el colectivo es un obstáculo para la realización de la obra de una vida individual. Desde la aparición del cristianismo, sólo uno mismo decide qué salvación considera digna de sí y qué obra quiere crear a partir de sí y dónde quiere residir en la eternidad.

El modelo humano auténtico del siglo xx no es el jefe de Estado, ni el general, ni el millonario, ni el científico, ni el pintor, sino una persona como Albert Schweitzer. Aun- que de los otros haya numerosos y muy llamativos, él es un caso único. El uno es más que diez mil, dice Heráclito. El carácter humano de la obra de una vida. Albert Schweitzer la formula en el lenguaje del Evangelio, porque así todo el mundo enseguida lo entiende, y dice: el cristianismo no enseña ni el perdón de los pecados ni la resurrección, sino que el hombre debe construir el reino de Dios. Esa es la obra de una vida obligatoria para cada ser humano individualmente y para la humanidad entera universalmente, la que es preciso llevar a cabo porque de lo contrario desapareceremos de manera irremediable. El reino de Dios es la obra universal de la humanidad y la obra personal de cada persona, el verdadero sentido de la historia humana, que ocupa el lugar de las culturas disueltas, que funde los pueblos, las naciones, las clases, las religiones y sobre todo a los individuos separados unos de otros bajo el signo de la unidad universal y hace realidad la existencia primordial de la Edad de Oro en un plano más elevado, como forma definitiva del ser. El asunto es sumamente simple: mientras en la tierra se exterminaba a pueblos enteros, Schweitzer curaba a enfermos en la selva y mientras en la tierra se desplegaba una vileza sin parangón en busca de mayor riqueza y de mayor poder, él trabajaba para conseguir medicamentos para sus pacientes. Realmente no existe nada más sencillo. Ni siquiera se necesita ser un genio, sólo una persona sencilla y normal.

El fundamento de los libros sagrados es el orden. Orden sólo hay uno, uno preexistente, lo cual significa que estaba y está antes que el mundo. Orden es aquello que se regula a sí mismo por sí mismo, que ordena y se mantiene en orden de manera permanente. El orden metafísico (India, China), el orden objetivo del cosmos (Orfeo), el orden religioso y moral (Irán, Judea), el orden de la existencia humana aquí y en la eternidad (el Evangelio).

Si se pierde la conciencia del orden, aparecen los sistemas. Sistema es aquello que quiere ser orden pero no puede, aquello que siempre se equivoca en algún punto y allí fracasa.

Así formuló Rudolf Kassner este pensamiento.

El lenguaje del orden se reconoce por el hecho de que no prueba nada (no es sofístico), sino que manifiesta (revelación).

Los Estados y sociedades, religiones y visiones del mundo y filosofías históricos están bajo el signo no del orden, sino del sistema. En Europa –salvo en el caso de algunos contados pensadores– sólo se han levantado sistemas. Pensamientos arbitrarios con interminables demostraciones (sofísticas, dialécticas) que al menos en un punto se revelan inconsistentes y se vienen abajo. Y hoy por hoy vivimos sobre las ruinas de todos los sistemas.

Si un pensamiento necesita una demostración –dice Vauvenargues– es porque está mal formulado.

El moralista no necesita procedimientos complejos para decir lo que desea. Si así fuera, se podría erigir un sistema como el de Kant sobre cada uno de los epigramas de Chambord. El moralista busca el lenguaje auténtico. El moralista es el profeta mundano (Montaigne, Sebastian Franck, Erasmo, Pascal, Kierkegaard, Lichtenberg, Nietzsche). Lo que exige ya está. No precisa de sistemas. Le basta una frase. El ser, en la forma en que lo vivimos, está desgarrado, lleno de carencias, de baches y hoyos y fracturas y pendientes, y los antagonismos se acosan unos a otros. No tiene sentido evitar las contradicciones, construir un mundo liso y agradable cuya mayor parte no es verdad. Lo auténtico en Europa no lo dijeron los sistemas de Tomás de Aquino, de Descartes, de Kant o de Hegel, sino el moralista.

El sistema es en todos los casos una copia del aparato de poder. Y sabemos que el aparato de poder es en todos los casos un saqueo de la existencia. El sistema supone un obstáculo para la realización del orden.

El sistema se caracteriza por un abstracto de-una-vez-para-siempre; el orden, por el infinito. El sistema es espasmo; el orden, sentido. En el orden está todo; al sistema siempre le falta algo. Todo sistema es pedante y por tanto carece de humor. Por eso resulta cómico. El orden es diferente a cada instante y aun así siempre el mismo. El orden está siempre abierto; el sistema es cerrado y ofrece la posibilidad más favorable para ocultarse.

En el sistema, uno no para de demostrar de manera enrevesada esto y aquello, en general cosas inconsistentes. La demostración es la táctica que utiliza para defenderse el hombre que se oculta en el sistema.

La forma del pensamiento del orden es el epigrama. El epigrama está abierto y no prueba nada. El Tao te king, las Lunyu, Heráclito, el Vedanta, el Sankhia, los sabios griegos, el Talmud, los moralistas. Quien escribe más de lo que cabe en una tarjeta de visita no dice la verdad.

El orden sacro es el de la cotidianidad silenciosa.

En el sistema, la medida de las cosas es el hombre (sofística). Por eso precisa de las demostraciones. La dialéctica sofística es una injerencia desconsiderada en el orden absoluto del ser; el epigrama es un acto de pensamiento de rango superior.

Quien es consciente del orden no necesita un sistema (tao). El sistema es la forma desesperada de la anarquía y la más desesperada de todas es la utopía.

El epigrama moderno es spéculation sans sanction (Valéry), caza irresponsable de posibilidades. Para protegerse de la locuacidad de la literatura, crea peculiares emociones lingüísticas.

El sistema absoluto (théorie pure) no dice nada; sólo prueba esto y aquello. Ese mero procedimiento por mor de sí mismo (método) es la base del aparato. Burocracia, técnica, ciencia, poder estatal, organización industrial, automatización, maquinismo, mentalidad de pulsar el botón. El sistema de destrucción del ser.

El fundamento del sistema es el principio; el principio es una idea fija; la idea fija lleva al terror. Arquitectura abstracta. Racionalidad ciega. Filosofía carcelaria: en qué debe consistir el reglamento racional de la prisión, en qué la ideología que haga llevadera y agradable la vida en la pri- sión.

La diferencia. Rusia: que sólo haya una prisión común a todos; América: que cada uno tenga su propia prisión.

El hombre tiene una responsabilidad respecto a la obra. Consciente de la obra, no puede abrigar consideraciones prácticas, referidas, por ejemplo, a la subsistencia o al prestigio. Ha de aferrarse a una coherencia de la que nadie puede afirmar que sea la suya, pero nadie puede negar. Cuando el hombre vive en el orden de realidad superior de la obra es consciente de la presencia de un poder inconmensurablemente mayor a las fuerzas que se encuentran en su ser biológico, y tan delirante es identificarse con él como no hacerlo. La diferencia está en que, si entrego mi vida, sólo sufro; si niego la obra, me he ensuciado.

(Comentario a La obra de una vida)

La ciega e incurable manía de actividad de Europa ha sido y sigue siendo el obstáculo para comprender las palabras fundamentales de los libros sagrados ancestrales y orientales. Esas palabras fundamentales –no hablamos de otras en esta ocación– expresan en primer lugar el estado más elevado que puede alcanzar el hombre. Se denomina purusa-prakriti en el Sankhia; atman y nirvana en el Vedanta; nivritti en el yoga; sunyata en los discursos de Buda; wu wei en el tao. En Europa resultó imposible comprender esas palabras porque de entrada se interpretaron partiendo de la acción, se relacionaron por tanto con la no-acción y así se tradujeron. Se estaba convencido de que aquello que no es actividad ha de ser necesariamente no- actividad, esto es, pasividad. Lo cual es esencialmente erróneo. Era erróneo en la antigüedad, en la Edad Media (mística), en la era moderna (quietismo). Por esta incomprensión fracasó también la soledad, uno de los esfuerzos espirituales más profundos de Europa. Simplemente no se sabía lo que se quería; y quien menos lo sabía era por supuesto Miguel de Molinos, el espíritu rector de la soledad.

Las palabras fundamentales de los libros sagrados ancestrales no nos resultan comprensibles cuando nos acercamos a ellas desde la idea de la actividad, sino cuando lo hacemos desde la idea de la obra de una vida. La traducción correcta de la palabra wu wei no es no-actividad o no-acción, sino el abstenerse de erigir la obra individual. En el yoga, nivritti no significa una conciencia plenamente pacificada y pasiva, sino el apaciguamiento de la inquietud que el hombre genera en sí mismo en su esfuerzo por construir la obra de su vida. Nirvana no significa ni el no-ser, ni el vacío, ni la nada, sino el estado definitivo, limpio y transparente del desmontaje de la obra de una vida. Porque la supresión de la obra es la conservación absoluta de la esencia. La obra de una vida sigue siendo siempre un objeto, y como tal objeto pertenece al mundo, es pasajera, cambiante, una ilusión; si no se objetiva, queda como esencia en el ser absoluto.

Esas palabras fundamentales de los libros sagrados dirigen la construcción de la obra de una vida o, dicho de otro modo, la liberación de la carga que suponen las acciones buenas y malas acumuladas por la actividad. La actividad teje un destino. Désœuvrement es la precisa y afortunada expresión francesa; deshacer o liquidar la obra de una vida. Desinteresarse por esa obra, lo cual no es ni actividad ni no-actividad, como enseña el Bhagavad-gita; no es ni prakriti ni nivritti. Y si no es ni esto ni aquello, supone sin duda escardar los brotes de karma y en todo caso una actividad que en vez de construir desmonta, es decir, que en vez de posibilitar mediante palabras, acciones y pensamientos un nuevo destino humano, desmenuza, ilumina y suprime el tejido y el entramado de los destinos que una y otra vez se han acumulado en él. El tejer el destino, la actividad, lo que los chinos llaman teh, los hindúes sakti, la prakriti en el Sankhia, el elemento activo, paridor, femenino que teje la vida; ya que la creación de la obra de una vida es análoga a la gestación y al parto. De lo que trata el desmontaje de la obra de una vida, los libros sagrados lo denominan supresión de la obra de la mujer (sakti, prakriti, teh). Para ello es preciso detener las oleadas e inquietudes de la conciencia. Lo cual es el único objetivo del Yoga sutra de Patanjali: chitta-vrtti-niruddha. Esa es también la aspiración del budismo: sunyata, mahasunyata, el gran vacío. No supone hacer crecer, sino desmontar el karma. Desmontar toda suerte de iniciativa. Supone, dirían en Europa, liquidar la historia, salirse de la historia. Y si alguien debe actuar, lo hace sin una aportación personal. Si debe hablar, su discurso es un no-discurso. Si piensa, su pensamiento es un no-pensamiento. Deja que las fuerzas lo atraviesen y se viertan al mundo, pero él mismo ni lo aprueba ni lo desaprueba. Por eso es el sermón perfecto de Buda el de la flor, cuando mostró a los peregrinos una sola flor y no dijo ni una sola palabra.

El desmontaje de la obra de una vida es en sí una obra; supone desmontar cualquier actividad tendente a que en la persona se acumulen posibilidades de un nuevo destino, nuevas inclinaciones, deseos insatisfechos, anhelos, metas, aspiraciones, cuestiones sin resolver, apegos, odios, envidias, celos, ambiciones. Todo ello es el resultado de la sed de vivir, deseosa de alargar la vida al infinito. Es decir, el identificarse con el portador de los instintos, de los deseos y anhelos insatisfechos, con el yo individual. En el estado denominado nirvana y wu wei por las tradiciones hindú y china, el hombre suprime toda identificación con cualquier yo individual. Quien actúa no es él, sino un poder dentro de él o a través de él. Él en sí está vacío. Por eso dice Guénon que la liberación no es un estado que se sitúe por encima del hombre, sino un acontecimiento que es más grande que el hombre, que se produce en el no-espacio y en el no-tiempo, donde el elemento activo no es el individuo humano, y que por tanto no ocurre en la identificación con el yo. Está más allá de la individualidad, y lo específico es que no sólo es esto, sino que, además, desmonta la individualidad. ¿Y qué queda? El vacío, el nirvana, la nada, sunyata, mahasunyata. Y como se ha suprimido la relación entre la actividad y el ser humano, el resultado y la huella de la actividad no se acumulan en él, no se almacenan en el hombre, no se convierten de nuevo en destino o, dicho de otro modo, en obra de una vida. La obra de una vida: el vacío. Esto es, la no-obra. Lo único seguro e indudable y absoluto y eterno y definitivo. El hombre se ha despojado de toda suerte de identidades y sólo ha conservado una, la identificación con el vacío. La única identidad que, mientras toda identificación con una acción o con un pensamiento o con una palabra o con una obra resulta falsa y errónea, es realmente y efectivamente idéntica y verdadera. Es lo que Guénon denomina identité suprême, la identidad con el grado supremo del ser.

La obra perfecta de una vida es la no-obra. No un resultado que pueda proyectarse hacia fuera, sino uno realizado dentro del ser humano. La actividad para hacer realidad tal obra no es constructiva, sino una renuncia y un desmontaje continuos hasta que no queda nada, y lue- go la renuncia a esta nada y a continuación la renuncia a esta renuncia.

 

Estos textos pertenecen al libro La obra de una vida que, con selección y traducción de Adam Kovacsics, ha publicado Ediciones del Subsuelo.

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