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AcordeónLa pandemia nos convierte en estatuas de sal. Los libros, contra el...

La pandemia nos convierte en estatuas de sal. Los libros, contra el nuevo desierto de lo real

Ilustración: Gluco (a partir de un fragmento del cuadro de René Magritte «L´ami de l´ordre», 1964)

¿Cómo puede una roca
detener el mar?
Lucio Battisti

Tengo miedo. Tengo miedo de que nos pase lo que decía Walter Benjamin: “Ahora sé caminar; no podré aprender nunca más”. O lo del cuento del ciempiés al que la cucaracha, envidiosa, le pregunta cómo hace para andar, y el ciempiés se lo explica después de pensarlo largamente. Entonces –cuenta Rosa Montero en La loca de la casa, citando a la historiadora Carmen Iglesias–, la cucaracha le pide que le haga una demostración y el ciempiés ya no es capaz “de moverse nunca más”. Tengo ese miedo.

Y quizás por él, o quizás porque es un miedo compartido, en tantas conferencias del Hay Festival Digital de Querétaro 2020 (2 al 7 de setiembre) aparecieron respuesta, apuntes, propuestas… Alarmas sobre la inmovilidad pantanosa en la que estamos sumergidos. Y eso me dio el impulso para seguir buscando. Porque al parecer somos muchos los que compartimos el temor al inmovilismo, a la sequía interior, y estamos buscando respuestas.

“Todo lo sólido se mantuvo inmóvil y todo lo virtual se aceleró”, observó el ensayista y editor argentino Alejandro Katz en su ponencia en uno de los eventos, refiriéndose a cómo la pandemia apresuró los procesos digitales y virtuales, y enlenteció los físicos; esa disparidad. Y se detuvo en lo disruptivo que es eso para nuestra cultura, “una cultura del movimiento”.

Esa disrupción penetró en el Hay Festival con más o menos optimismo, con más o menos insistencia, pero casi siempre con invitaciones a pensar alternativas, resistencias. Se escucharon reflexiones o incluso exhortaciones a resistir la inmovilidad –física y cultural–, el aislamiento, y una virtualidad que empuja a lo real para afuera de nuestros días.

“El realismo ya no es apropiado como forma de describir lo real porque el mundo ya no es realista”, opinó el escritor Salman Rushdie en el festival.

Con temor y dudas hoy universales, “recorrí” los distintos “encuentros” del “festival”, buscando modos de quitarle las comillas a esta oración. Preguntando dentro del Hay y también fuera, yendo a buscar otras voces, fui encontrando trozos de respuestas que ayudan a levantar un brazo del agua estancada del pantano para tomar la mano de otro brazo levantado. Pensamientos, propuestas que pueden ayudar a impedir la parálisis de lo vivo. Reflexiones urgentes que nos pueden ayudar a evitar convertirnos en el ciempiés.

Porque sí, se siente el miedo. Pero también el miedo al miedo. Pánico escénico a salir al tablado de lo real, de los abrazos, del mirarse a la cara. Donde está el otro, donde podemos verlo y ser vistos también. ¿Qué es esto de pensar cómo abrazar, cómo sonreír, cómo reunirnos en torno a un café? ¿Qué es esto de encontrar normal que una demostración de cariño sea un codo chocando otro codo? ¿Qué es lo de simular una cena por Zoom, y simular también el “qué bien que lo pasé”? ¿Y cómo es esto de dibujar con pinturas nuestra sonrisa en un trozo de tela que tapa el espanto de nuestro gesto real?

Como dijo Elena Poniatowska, la multipremiada narradora y ensayista, en su ponencia del festival, con el tapabocas “puede uno hasta perder la cara y preguntar hasta lo que el diablo te dicta”.

Me pregunto si la comodidad del camuflaje será tal que nos quedaremos inmóviles sentados al borde de la cama, con las máscaras pintadas y mirando el piso, sin saber cómo se hace para volver a ser nosotros. O directamente sin saber quiénes somos ya.

Benjamin.

El ciempiés.

Se me aparece una imagen de Holy Motors, la película de Leos Carax. Es el plano inicial: la platea de un cine grande y llena, vista de frente, desde la pantalla; los espectadores están inmóviles y con los ojos cerrados. ¿Dormidos, muertos? ¿De aburrimiento, por exceso de imágenes? ¿O somos nosotros la película que los deja en ese estado?

Esa imagen llama a otra en mi cerebro, una que surge de un texto. Sí, pienso, es de un libro de Alejandro Zambra, el certero escritor chileno. Busco en la biblioteca. La encuentro. “Queremos ser actores que esperen con paciencia el momento de salir al escenario. Y el público hace rato que se fue”.

Ya no mira.

Se fue.

Se fue porque ya no hay ágora, como dijo el filósofo mexicano Carlos Moreno Romo en su clase magistral del festival. El ágora, el espacio público y de lo público, ese que es necesario para la salud de cualquier sistema democrático, es ese justamente el que se prohibió, se clausuró en esta pandemia. Plazas, parques, teatros, tertulias, cafés, centros de estudio… Se lo cercó con cintas amarillas como se cercan las escenas del crimen. Y se nos dio a cambio pantallas. Porque, al mismo tiempo, se propició y promovió lo virtual, el espacio de las redes, las cámaras de eco del individualismo.

Pero entonces, ¿por qué no tomar ese espacio que sí nos es dado, el virtual, y ocuparlo? Ocuparlo con lo otro, lo prohibido, lo censurado, lo encintando. Con el ágora.

Con las mil voces que fluyen, fluctúan, se intercalan y hasta se superponen. Y no importa, porque esa es la esencia del ágora, de lo público. No estas voces ordenadas, raise the hand, de lo virtual que, cuando les toca el turno de hablar perdieron ya el hilo de lo que pretendían comentar.

Sí, entonces, voces intercaladas, conexas y no, a veces superpuestas, siempre complementarias. Voces en todas direcciones y desde todas. Porque eso es la plaza pública, lo que no podemos perder y se nos va.

Ocupemos lo virtual con una creación colectiva; las voces de la plaza. Porque con todas ellas juntas, en esa suma de opiniones, interrupciones y refutaciones hay algo que no podemos perder, que no podemos dejar que se nos vaya. Un rumor que nos constituye. Un murmullo fértil que nos nace.

Cortemos las cintas amarillas y ocupemos la plaza en la pantalla. Al menos como experimento. Al menos por un rato.

Abramos el ágora y que suenen y resuenen las voces.

Mientras tanto (y ojalá).

I

Entre el murmullo del gentío se escucha una voz que se alza. Es la del filósofo mexicano Carlos Moreno Romo, con un soliloquio que reverbera en toda la plaza –y que llega del Hay Festival.

Moreno Romo.“Allí donde hace veinte años Fukuyama decía ya está, estamos en el fin de la Historia, el liberalismo económico y el parlamentarismo político se instauran definitivamente, ahora mismo asistimos a la crisis de ese sistema político. Hay una crisis de la representación política y hay una crisis del ágora. No hay ágora. (…) Esa pantalla de la computadora, en la que uno se ve a sí mismo hablándole a… más pareciera que a uno mismoen vez de a no se sabe quién, es como un hoyo negro en el que es de temer bastante más que el mero narcisismo, o bastante menos”.

Veo a lo lejos a José Pepe Mujica, el expresidente de Uruguay. Me acerco a preguntarle si escuchó, y a sumarlo a este espacio de voces compartidas. ¿Es así como opina Moreno Romo sobre lo virtual? ¿Estamos, hoy más que nunca con la pandemia, en un hoyo negro en el que hablamos a solas con nuestro propio eco?

José Mujica.“Esto va a generar traumatismos, pero no pienso que la inteligencia artificial y el mundo virtual puedan cambiar la esencialidad de nuestra biología.

A ver… Creo que en alguna época hemos pensado que los humanos son unos sapiens exquisitamente racionales, y yo creo que somos exquisitamente emocionales. Pero gran parte de esa emoción está dominada por funcionamientos orgánicos. Entonces creo que el mundo virtual es un hecho y que nos va a crear traumatismos, pero nosotros estamos esclavizados a la composición biológica con la cual estamos hechos. Vamos a sufrir mucho pero seguimos siendo lo que somos”.

Lo que somos, dice, y su voz se escucha entre el rumor de voces acompasadas. Pero ¿socialmente qué pasará?, le pregunto. ¿Se nos terminará el ágora, o acaso ya terminó, como decía el filósofo mexicano un poco más allá en esta plaza?

José Mujica. “Es cierto que hay una presión enorme por parte de esta civilización de mercado que se apropia del tiempo humano de la gente. Pero somos antes que nada animales sociales. No somos pumas que pueden vivir en soledad. Somos biológicamente dependientes de los grupos humanos. Entonces, inequívocamente, la política no está muerta porque es una necesidad de los individuos para que se sostenga la sociedad. Sin sociedad este individuo, el sapiens, no puede vivir. La civilización es una especie de solidaridad intergeneracional que recibimos cuando nacemos, desde aquellos que descubrieron la rueda y el fuego a los que están trabajando hoy con la biología molecular. Esa acumulación, que por momentos puede ser traumática también, compone nuestra necesidad social.

Más claro: Tengo amigos en pila. Tengo compañeros en pila. Pero si tengo un ataque cardíaco, preciso un cardiólogo y ese me lo da la sociedad. Si se me rompe el auto, preciso un mecánico, y no un compañero, un amigo o un hermano. ¿Y eso qué me lo da? Me lo da la sociedad. ¿Y la ropa que tengo puesta?… Así sucesivamente.

Entonces, si tuviéramos que vivir en soledad y en abstracto, no andaríamos ni con un cuero. Esa interdependencia que a pesar de las contradicciones nos ha permitido cooperar unos con otros me parece que se va a sostener mientras estemos vivos como género arriba de la tierra.

Y por eso hay lugar para el ágora”.

Al volver al silencio Mujica, puedo escuchar a Moreno Romo que continúa hablando, y su soliloquio se alza entre las otras voces, los ruidos, el murmullo de la gente que anda.

Moreno Romo. “El diálogo en Platón se presenta, como advertía el erudito helenista Jean Frère, como un auténtico combate. Es guerra, combate, lucha, ptólemos, máchi, Eris, agón. Nada de eso hace acto de presencia aquí, en mi más o menos silencioso estudio, al hacer andar esta grabación. Ni el arco ni la lira, como decían Heráclito y Octavio Paz, tienen todavía tensas las cuerdas. (…) Sin los dos extremos del arco no hay arco, ni cuerda, entonces, que pueda mantenerse tensa, ni blanco alguno al que acertar. Heráclito decía que ptólemos, que la guerra o el conflicto –o la oposición o la tensión– eran los padres de todas las cosas. Y para que haya guerra o conflicto o tensión tienen que entrar en juego siempre esos otros a los que él denomina, belicoso, los contrarios”.

Se hace un silencio y le pregunto a Mujica por Heráclito, la guerra, el conflicto, el otro. Y coincide entonces con el filósofo mexicano.

José Mujica. “La imagen de Heráclito, la guerra es la madre de todas las cosas, es la expresión máxima del conflicto. Pero también el reconocimiento de que el conflicto termina siendo hacedor de nuevas cosas y de creatividad. Entonces, vaya con estas contradicciones que son una especie de motor de la vida.

Por eso interviene la política, porque si muchos individuos componen la sociedad, naturalmente hay conflicto. Y el papel que tiene la política es terciar en los conflictos para hacer llevadera la existencia de la sociedad”.

Una voz llega desde el final de la plaza, pequeña por la lejanía, pero potente por las palabras: “El enemigo es, aunque de forma imaginaria, un proveedor de identidad”. Es Byung-Chun Han desde su libro La expulsión de lo distinto. Y Moreno Romo, sin que lleguen a sus oídos las voces del surcoreano ni del uruguayo, continúa:

Moreno Romo. “Detengámonos en el breve ensayo de Unamuno, De la correspondencia de un luchador: ‘(…) La lucha es fragor y estruendo, y ese fragor y estruendo apaga el incesante rumor de las aguas eternas y profundas, las de debajo de todo, que van diciendo que todo es nada’.

(…) Jean-Luc Nancy nos dice, por su parte, que sin esos otros con los que tenemos que tratar siempre de construir un verdadero nosotros, sin un mínimo de comparecencia y de comunidad, no hay sentido que valga para nadie y no hay ya ni pensamiento ni lenguaje que circulen, ni ser. ‘No hay sentido –escribe Nancy– si el sentido no se comparte’. Dicho en cristiano, el que no tiene a quién hablarle, tampoco tiene nada que decir. El sentido, la cultura, el pensamiento son cosas que, como el amor o la amistad, como el abrazo, el beso o el apretón de manos no existen sino que entre dos o más personas, entre esos seres singulares y plurales”.

Y entonces se oye a Jean-Luc Nancy gritar desde las páginas de su Ser singular plural: “El ser no puede ser más que siendo-los-unos-con-los-otros, circulando en el con de esta co-existencia singularmente plural”.

Miro a un costado y me sorprende encontrar al músico uruguayo Jorge Drexler atendiendo silente todo lo que se dice en esta plaza. Le pido entonces que hable, que cuente eso que piensa mientras escucha, porque esto es un ágora. Piensa él en sus meses de aislamiento, en todo lo vivido, y luego habla.

Jorge Drexler. “Me gustó mucho eso de que el acto creativo es un acto que se hace entre dos, como una cuerda que solo se tensa si se tira de los dos lados. No puedes tensar una cuerda de un solo punto, por más que tires con toda la fuerza del mundo.

Eso me hace pensar mucho porque yo tuve esa sensación en estos meses. Me pasó algo muy curioso que no me había pasado nunca. Después de pasar por distintas etapas de la pandemia, cuando empecé a tener otra vez mis mañanas libres, ya en mayo-junio, me pasó una cosa muy curiosa. Iba todas las mañanas al estudio y escribía. Había juntado seis o siete canciones y ninguna me parecía que, para mis parámetros, daba realmente la talla como para ponerla en un disco. Estaba trabajando todo el tiempo solo. Volvía a mirarlas y me seguían pareciendo inacabadas. Hasta que un día cité al estudio para una charla de trabajo a un compañero y, después de hablar de las cosas de la oficina, le dije: ‘Me gustaría mostrarte lo que estoy haciendo’. Se sentó y le mostré esas cinco, seis, siete canciones, una por una y todavía sin terminar, porque no podía concluirlas. Fue una experiencia muy reveladora porque las canciones se concluyeron en el acto de mostrarlas. Cuando me senté frente a otra persona”.

¿Y eso por qué?, le pregunto. ¿Faltaba tirar del otro lado de cuerda acaso?

Jorge Drexler. “Porque vos en tu cabeza llevás las cosas hasta un punto que sabés que luego, a partir de ahí, se desarrollan solas. Es lo que uno piensa, las dejás casi cocinadas y decís: ‘Les doy el último golpe de horno’. Pero, ¿cuál es el último golpe de horno? La interacción con el otro.

Y yo no me había dado cuenta. Entonces volvía todo el tiempo y decía: ‘A esta le falta solo un golpe de horno pero no se lo puedo dar’. Y volvía a esa canción por días, hasta que me vi obligado a tener una persona en frente. Era increíble porque abría una canción, ponía en la computadora la letra, le decía: ‘Tenés que darme dos o tres minutos hasta que me acuerde cómo era’. La repasaba un poco, empezaba a cantársela y, en el acto de cantarla, iba quitando esta palabra de aquí, cambiando allí, y se iban concluyendo. Si lo hacía solo no sucedía porque hay un acto que tiene que ver con el carácter gregario de nuestra especie.

Me di cuenta de que las canciones no es que estuvieran sin terminar. Estaban solas”.

Solas.

En esa palabra confluyen por un instante las dos voces, la del músico y la del filósofo mexicano que, sin saberlo, en otro lugar de la plaza, está nombrando también las soledades.

Moreno Romo. “La soledad del cibernauta me hace sospechar que nadie conoce realmente a esa imposible comunidad. O a esa suma de átomos o de mónadas que, en sus habitaciones, sus estudios o sus departamentos, se hunden en el Windows o en su equivalente, en vez de por lo menos asomarse a las ventanas. La verdadera vida se pasea, créanmelo, por fuera de esas minicavernas que entretanto, tanto, tanto, la falsean”.

Y al resonar estas palabras en mis oídos recuerdo una frase de Zambra, el escritor chileno, en La vida privada de los árboles: “Como si quisiera sumarse al mundo, Julián se acercó a la ventana”.

Pero me distrae de ella la voz de Han que llega desde La expulsión de lo distinto y atraviesa la plaza: “La interconexión digital total y la comunicación total, no facilitan el encuentro con otros. Más bien sirven para encontrar personas iguales y que piensan igual, haciéndonos pasar de largo ante los desconocidos y quienes son distintos, y se encargan de que nuestro horizonte de experiencias se vuelva cada vez más estrecho. Nos enredan en un inacabable bucle del yo y nos llevan a una ‘autopropaganda que nos adoctrina con nuestras propias nociones’. Lo que constituye la experiencia en un sentido enfático es la negatividad de lo distinto y de la transformación”.

La vibración de estas palabras me inquieta. Y más me inquieta el pensar que esto fue escrito antes de esta pandemia que todo lo potenció y estiró, hasta romperlo, hasta dejar una hilacha colgando de la nada. Así que me abro paso entre el gentío, y busco y busco. Estoy buscando otra vez a Drexler, para que hable, para que diga si sabe cómo se hace para evitar que la hilacha se rompa o cuelgue de una sola punta para siempre, muerta y vertical.

Jorge Drexler. “La emoción, por más profunda que sea, vivida sola no tiene nunca el peso de la emoción compartida”.

Oigo su voz responder esto y un velo se suelta flotando, un velo de calma.

Jorge Drexler: “El tipo de concentración que uno consigue en el acto de comunicar te permite esa extramilla, ese último golpe de horno. Entonces, la sociedad nuestra se quedó como cruda. Le falta un último golpe de horno…”.

¿Pero cómo, me atropello, cómo terminamos de dar esa cocción que falta? De a poco, otras voces se acallan, para escucharlo decir cómo se hace para completar, sin el otro, eso que nos falta.

Jorge Drexler. “Yo creo que está basado en el miedo escénico y su contrapartida. Somos una especie tan gregaria… Me comentaba alguien el otro día que el miedo escénico es uno de los miedos más arcaicos, más profundo, y derivado del miedo a la muerte. Porque la exposición ante el clan, ante tu grupo, tu sociedad, si sale mal, la sensación de destierro, para una especie gregaria como la humana, es similar a la sensación de la muerte. Esos sueños recurrentes de salir a la palestra y darte cuenta de que estás desnudo o de que te olvidaste lo que tenías que decir son parte de eso. El miedo escénico es el miedo a la muerte social, que es un derivado del miedo a la muerte en una especie social.

Pero entonces, el miedo puede ser utilizado como motor. Sublimado. Utilizado como un viento que no te lleva hacia el lado que va el viento sino hacia el lado que vos ponés el timón…

Es tan duro salir a un escenario y pasar vergüenza o pasar miedo, que uno ese miedo lo usa como una fuerza motriz muy poderosa. Te da una energía, te carga las pilas de una manera, que te hace llegar a lugares a los que no llegarías si no estuvieras expuesto a esa prueba. Hacés un esfuerzo extra… Vos podés correr muy rápido pero nunca vas a correr tan rápido como si te corriera un león”.

Vuelve otra vez el murmullo, las voces borrosas y difusas. Y los pensamientos… El miedo a salir al escenario de lo real usado como propulsor para llegar a lugares a los que de otro modo nunca llegaríamos.

Perseguir el miedo, como se persigue una utopía. Como guía. Y alcanzarlo. Para poder así concluir la música inacabada.

II

Una voz se abre paso entre el gentío. Es la de Melba Escobar, la escritora y periodista que ha sido considerada “la gran revelación de las letras colombianas”. Es una voz que llega desde el Hay.

Melba Escobar. “El aislamiento nos ha llevado a pensar en esos rasgos comunes que tenemos en la humanidad. Volví a leer La peste de Camus y me impresionó esa sensación de que más allá del tiempo y las distintas latitudes, sí hay unos denominadores comunes: unos miedos, unos deseos, unas angustias, unos ciclos de enfermedades, que siempre han despertado las mismas ansiedades contra la muerte. (…) Llega un momento en el que hay que aceptar que el miedo está en todas partes. Y esa sensación nos da un sentido de comunidad, así sea por el lado trágico. En este momento estamos compartiendo algo a nivel global: una fiebre lectora que está muy presente y también ese temor por la vida y su vulnerabilidad y fragilidad.

Irrumpe entonces Irene Vallejo portando esperanza. La filóloga y autora de El infinito en un junco, un ensayo premiado y aplaudido sobre la historia del libro, lee en voz alta de su manuscrito mientras se va acercando: “Somos los únicos animales que fabulan, que ahuyentan la oscuridad con cuentos, que gracias a los relatos aprenden a convivir con el caos, que avivan los rescoldos de las hogueras con el aire de sus palabras, que recorren largas distancias para llevar sus historias a los extraños. Y cuando compartimos los mismos relatos, dejamos de ser extraños”.

Una vez que ha captado nuestra atención, ya aquí –y desde el Hay Festival–, habla y formula la esperanza.

Irene Vallejo. “Durante el confinamiento y la pandemia hemos redescubierto el poder salvador de los libros. Nos hemos convertido quizás en Quijotes sin versos. Hemos mantenido la cordura gracias a la posibilidad de acudir a los libros. De acudir a las ficciones, a las reflexiones, que nos arrancan de esta imperiosa realidad de la oscuridad que nos circundaba”.

Habla entonces el periodista y escritor mexicano Juan Villoro, autor, entre tantos otros, de la novela El testigo, Premio Herralde 2004. Y dice:

Juan Villoro.“Alguna vez yo escribí que la lectura es como el paracaidismo. En situaciones normales solo unos espíritus arriesgados la practican, pero en situaciones de emergencia le salvan la vida a cualquiera. No siempre te quieres tirar en un paracaídas pero, si el avión se está cayendo, eso te va a salvar. Y ha pasado lo mismo con los libros en  circunstancias de naufragio, de cárcel, de enfermedades, de soledad. Es uno de los valores sociales de la lectura y lo hemos vuelto a ver en la pandemia, como lo mencionaba Irene”.

Irene Vallejo. “En los momentos realmente duros –coincide ella–, cuando vivimos las catástrofes colectivas o los dramas individuales, recurrimos una y otra vez a la lectura y a los libros”.

Al escucharlos, pienso en los encuentros clandestinos que se fraguan en cualquier dictadura o tiranía para sobrevivir la amputación: los fondos de una cafetería, la casa de alguien, un depósito, un sótano. Y también un libro. Ese lugar al que hoy vamos, silenciosos, a buscar al otro que se nos escapa. Nuestro lugar de encuentro en este presente que se nos resbala. Pero la voz del periodista mexicano me devuelve al ágora.

Juan Villoro. “El libro mantiene una fuerza resistente. (…) Esta profecía continua de que el libro está amenazado creo que perdurará. Forma parte del ADN de los libros porque es un objeto tan perturbador, tan singular, que entraña dentro de sí mismo el peligro de que pueda desaparecer. Esta sensación de que el libro está amenazado es parte consustancial de su vida. Todo lo que vale la pena está amenazado. Todo lo que vale la pena puede perecer. (…) Necesitamos celebrar este objeto porque sigue siendo este aparato rebelde de conocimiento; la utopía que podemos llevar con nosotros. Y que podemos compartir. Lo cual no debe eximirnos de la responsabilidad de defenderlo”.

Concuerda Irene Vallejo con él. Asiente. Afirma. El libro como tesoro que llega desde un mundo en el que oler, tocar, gustar y tener intimidad eran cosas cotidianas.

Irene Vallejo. “Me atrevería a pronosticar que la experiencia de la lectura en papel, de la lectura reflexiva, no desaparecerá porque seguirá siendo ese acto de resistencia del que hablaba Juan. En un mundo cada vez más controlado por las pantallas –que al mismo tiempo que nos ofrecen múltiples posibilidades también nos vigilan, y toman nota de nuestras actividades, de nuestros horarios, intereses, búsquedas–, los libros son absolutamente respetuosos de nuestra libertad y son siempre acogedores”.

Y él concierta con ella.

Juan Villoro. “El libro en papel tiene funciones que son únicas e insustituibles. La mente humana se ha creado y ha aprendido cognitivamente a trabajar en relieves. Entonces, la idea de un mundo plano en las pantallas, no necesariamente nos da el mismo tipo de comunicación. (…) Y, sobre todo, el libro permite pasar de mano en mano. Eso es lo más extraordinario, la cofradía de lectores. Mientras necesitemos otras manos, mientras sea importante darle un libro a otra persona, los libros en papel tendrán un sentido que no pueden tener los electrónicos”.

III

Aparece en escena Jorge Carrión, el ensayista y escritor español. Parece llegar de lejos y trae en mano una noticia que quiere compartir y que sostiene en alto. Habitantes de todo el mundo recaudaron más de medio millón de dólares para salvar a la “mítica librería” City Lights de San Francisco, fundada en 1953, dice. En realidad son dos, son dos las noticias. La otra, continúa arrimándose cada vez más a este ágora en la sala de tu casa, es la del librero de Lam Wing-Kee que recaudó 180 mil euros con crowdfunding para trasladar su librería de Hong Kong, donde fue censurado y detenido en 2015 por vender libros prohibidos, a Taiwán, donde la reabrió en abril de 2020.

Son dos hechos simbólicos, concluye satisfecho Carrión. El primero remite al apoyo “espontáneo, inteligente” que tuvieron las librerías en América Latina y España durante la pandemia, quizás para asegurarse de que van a seguir estando ahí “cuando llegue la tercera fase, la emergencia psicológica”, y las necesitemos. El segundo –continúa– es un acto de resistencia contra internet como fábrica de desinformación, el espionaje masivo, los gobiernos problemáticos… Porque las librerías siempre actuaron como forma de generar ciudadanía, dice. Y cuando lo dice, ya está aquí, en medio de la plaza, y suma su voz a las otras que llegan desde el Hay Festival.

Jorge Carrión. “Necesitamos del mundo físico, necesitamos las librerías como espacios de compañía, de conversación, de prescripción. También como espacios que nos remiten a horizontes, a coordenadas. Estanterías que ordenan el mundo y lo conectan con la dimensión del cuerpo humano, de las manos humanas, de la mirada humana, por contraposición a esa gran abstracción inabarcable que es internet. (…) En este momento de fake news y sistemas duros, intransigentes al borde de la democracia o más allá de ella, las librerías son embajadas de la democracia”.

Escucho a lo lejos, en diagonal y hacia el final de la plaza, a dos libreros conversando, y quizás vendiendo libros en sus tenederetes mientras lo hacen; no llego a verlos por el gentío. Son Xavier Vidal, el librero barcelonés de Nollegiu, y Pablo Braun, director de la librería y editorial Eterna Cadencia, que dialogaron en el Hay. Y, como si hubieran escuchado a Carrión, se cuentan las experiencias de la pandemia a un lado y otro del Atlántico:

Xavier Vidal. “Los libreros creo que nos hemos dado cuenta de que no somos un sector que no cuenta. De que las librerías tienen una comunidad detrás que fortalecen los proyectos y las ideas. Y a partir de aquí tenemos todos los mecanismos para desarrollar tecnológicamente y no tecnológicamente toda esta fortaleza que nos da la comunidad. Esa es una lección filosófica que puedo sacar de la pandemia”.

A lo que su colega asiente.

Pablo Braun. “Yo creo que el libro como objeto ha tomado un valor distinto en esta pandemia. (…) Me parece que si hay algo bueno en esto es que la lectura y el libro han subido un escaloncito en cuanto a la consideración de la población mundial”.

Siguen conversando sobre cómo las más fortalecidas fueron las librería y editoriales “chicas”, porque mantienen cercanía con los lectores.

Recuerdo entonces cómo se nos quitó al otro de entre los brazos, del abrazo, y nos colocaron en su lugar una pantalla. Y cómo esto hizo que saliéramos corriendo al lugar –por suerte no–clandestino de los libros para recuperarlo. Carrión, en su libro Contra Amazon, propone a las librerías como espacios de resistencia simbólica frente al otro símbolo, Amazon, que representa un mundo cada vez más virtual, aislado, de personas cada vez más solas…

Al recordar esto, vuelven mis oídos y mi atención a él, que sigue hablando aquí al lado, en el festival, que ahora es esta plaza.

Jorge Carrión. “La gran misión de las librerías en estos momentos podría ser combatir un estilo de vida en el que impera la desconexión de los otros seres humanos para conectarte a través de pantallas. Creo que las librerías tienen que trabajar en la cohesión social de las comunidades. (…) Todos necesitamos que en nuestros barrios y ciudades haya espacios de encuentro. Y de ese modo yo diría que se va a imponer el apoyo mayoritario de las personas que creen en la democracia, que creen en el diálogo y que quieren que en el futuro inminente de sus hijos existan librerías, para que de algún modo no se imponga ese nuevo paradigma social y político que realmente da un poco de miedo”.

Se hace un silencio después de estas palabras, como si la mano del miedo hubiera rozado las bocas, acallándolas.

Este silencio es sigilo, pienso. Es cautela, más que ausencia de sonidos. Pero éste es el ágora y necesitamos el rumor de las voces entrelazadas. Ya habrá tiempo para meditar en lo privado. Así que invito a este debate al escritor estadounidense Paul Auster y le llevo esta pregunta –a su espacio en el Hay–, como si la llevara en un sobre lacrado: ¿Escuchó a Carrión? ¿La escritura y la lectura son una forma de resistencia a lo que vivimos, al creciente aislamiento y virtualidad?

Él responde, sumando su voz a las de la plaza. Y con él también se anima Valeria Luiselli, la escritora mexicana.

Paul Auster. “Me gusta pensar que sí. Y sé de hecho que a la mayoría de la gente, incluso la gente muy joven, le gusta leer libros. No le gusta leer en pantallas.

Sostener un libro en tus manos es una experiencia táctil. El libro tiene un olor, tienen un peso, tiene casi un sabor, un sabor metafórico. Incluso la tipografía te trasmite algo, es un medio visual también. Así que creo, y lo espero… Yo realmente creo que la novela es el único lugar de la Tierra en el que dos absolutos extraños pueden encontrarse en términos de absoluta intimidad. No hay otro lugar en el mundo en el que dos extraños se puedan encontrar así. Porque el escritor no solo está en el libro; él o ella lo entrega al lector. Y el lector y el escritor hacen el libro juntos. Cada lector lee un libro diferente que cualquier otro lector. Es una experiencia única e individual. Y existe esta conexión con otra persona, con esa voz saliendo de la página. Supongo que no es para todos, pero cuando dos logran hacerlo, creo que han alcanzado uno de los momentos más grandiosos de la vida, leyendo”.

Valeria Luiselli. “Quiero decir dos cosas sobre esto. La primera es que en este período de aislamiento físico y emocional, estuve con mis sobrinas y mi hija. Me quedé con las niñas y después de limpiar la casa y de hacer lo que había que hacer, nos sentábamos y leíamos. (…) Leíamos por cuarenta y cinco minutos cinco días a la semana en voz alta. Y creo que debido a eso entramos en intimidad con otra mente.

La segunda es que, antes de leerte por primera vez, Paul, al comienzo de mis veinte años, no leía literatura porque estudiaba filosofía. Pero tenía un novio que era fan tuyo y, cuando vine a Nueva York por el verano, él dejó cinco de tus libros por toda mi casa, bajo mi almohada, en mi armario… Y yo iba encontrando tus libros por todos lados. Leí El palacio de la luna y nunca había estado en Nueva York y fue mi manera de entrar en ella. Los libros pueden darte un afecto y una conexión emocional con el espacio que de otra forma te resulta extraño”.

Veo a lo lejos a Alma Guillermoprieto, la escritora y periodista mexicana ganadora de los prestigiosos premios MacArthur, Ortega y Gasset, Princesa de Asturias. Se está alejando del espacio virtual del Hay porque ya terminó su disertación del festival. Así que me acerco, le cuento lo que se está diciendo y le pido que se sume y opine. Le pregunto: ¿Son las librerías, los libros, espacios de resistencia simbólica? Y entonces se vuelve y dice:

Alma Guillermoprieto. “Por supuesto que las librerías son espacios de resistencia a tantas plagas que nos asedian en estos tiempos: la ignorancia y el ignorantismo pregonado por la ultraderecha, la soledad en el mundo virtual, la mentalidad de pulga que salta de un pensamiento a otro sin poderse detener en ninguno, la idea del libro como un objeto de consumo más. Una librería es un lugar de encuentro y de ensoñaciones; es donde se sueña con el placer de infinitas lecturas futuras, y donde se reivindican los libros que han aportado las ideas para los mejores logros de esta –sin embargo muy maltratada– sociedad actual. Comprar un libro en una librería es un acto de resistencia, lo cual no quiere decir que la resistencia triunfe: lo importante es resistir.

IV

Un rato antes, antes de que se estuviera yendo, en su charla en el Hay, había hablado también de resistencias, pero desde el periodismo:

Alma Guillermoprieto. “El problema no es la crisis de los medios. El problema es la crisis del público lector o televidente o radioescucha. El problema es que la gente no quiere leer noticias y contra eso sí es muy difícil luchar. Yo no creo que lo que yo escribo cambie un punto y coma de la historia futura. Pero tampoco creo que yo pueda dejar de hacer lo que yo hago, que es ser testigo de mis tiempos. Y eso es lo que nos corresponde a todos, dejar dicho lo que pasó. En este momento, tenemos que dejar dicho lo que pasó”.

Ante esto, me decido a sumar al debate al periodista estadounidense Jon Lee Anderson. No importa que esté reporteando en un jeep en el medio de un camino de tierra del sur de Kenia, porque a este ágora las voces llegan desde todos los lados, y ésta llega desde un camino africano. Desde ahí participa el periodista especializado en temas latinoamericanos y en conflictos armados modernos, autor de libros como Che Guevara. Una vida revolucionaria; La tumba del León. Partes de guerra desde Afganistán; La caída de Bagdad. Le cuento lo que dijo Rushdie, que el realismo ya no es apropiado para describir lo real porque el mundo ya no es realista. Y le pregunto: ¿Qué pasa con el periodismo en esto? ¿Todo esto que estamos viviendo cambia en algo la forma de hacer periodismo? Jon Lee hace un silencio, o quizás es solo la comunicación que se acalla. Luego habla, y su voz resuena en el ágora.

Jon Lee Anderson. “Tienes razón, los tiempos son surreales. Los que trabajamos en no-ficción… cada cual tiene libertad de proceder como mejor le parece. En mi caso, siento la necesidad de ir haciendo reportajes de cierta profundidad si tengo la posibilidad de hacerlo. Porque ante la atomización de los medios a través de las redes sociales y la instantaneidad de todo es más necesario que nunca crear hitos de periodismo que duran, que calan hondo y suministran verdades o realidades con la ostentación de ser imparciales. A lo mejor el efecto no va a ser instantáneo, va a demorar un poquito. Pero necesitamos más que nunca estos postes de kilometraje en la carretera.

Estamos en una carretera oscura ahora y sin ojos de gato, pero necesitamos tener esos postes que nos van marcando el kilometraje. Y creo que el periodismo de profundidad lo puede hacer y tiene el deber más que nunca de suministrarnos eso.

Hay otros temas en los que siento que tenemos que ser un poco más militantes. Lo digo con cierto cuidado porque el término tiene toda una connotación en América Latina. Pero si estamos ante mandatarios que nos llaman ‘enemigos de la verdad’, ‘enemigos del pueblo’, y estamos en países donde periodistas son matados como corderos o vilipendiados o censurados, tenemos que mantener una alianza y tenemos que ser militantes de la verdad. (Se entrecorta la comunicación en el jeep en Kenia. Hasta que al fin se escuchan, muy claras las preguntas). Si no es por el periodismo, ¿qué va a tener el público? ¿Cómo va recibir la información nuestra tía abuela en la provincia tal?”.

Llega desde un lado una conversación que va tomando más y más cuerpo entre las voces de esta plaza. Porque Elvira Liceaga, escritora mexicana, le acaba de preguntar a Siri Hustvedt,  la novelista y ensayista estadounidense –autora de La mujer temblorosa y Todo cuanto amé, entre muchos otros libros—, qué rol activo puede tener la literatura en esta lucha por cambiar el mundo. Y la voz de Siri, calma y clara, sobrevuela todas las otras por un momento.

Siri Hustvedt. “Los libros me han cambiado. Y esto es, claro, por un íntimo encuentro entre la voz que hay en el libro y yo misma, que ha creado la posibilidad de abrirme a pensamientos que yo nunca había tenido antes. Así que esta es la esperanza para la literatura.

A través de estas voces tenemos la posibilidad de experimentar lo que no habríamos experimentado si no hubiéramos leído el libro. De reconocer aspectos de nuestro ser que no podríamos reconocer sin él. Esa es una forma de cambiar. Y los cambios humanos no suceden hasta que no tienes estos pensamientos. Pensamiento y acción están conectados uno a la otra. Y si tú caminas de un nuevo modo por el mundo, eso influye sobre otras personas también. Así que creo que leer realmente puede tener efectos en el mundo”.

Elvira Liceaga. “¿Leer es más político de lo que pensamos?”

Siri Hustvedt. “Es mucho más profundamente político de lo que pensamos”.

V

Mamaskatch, se escucha decir y no se sabe de dónde. Ni qué. ¿Qué dice esa voz que habla?

Mamaskatch, otra vez. Y la palabra tiene ya un cuerpo que la formula y que se abre paso entre la muchedumbre.

Es Darrel McLeod, un escritor cree (uno de los mayores pueblos indígenas de Canadá),  quien fuera negociador jefe del Proceso de Concesión de Tierras con el gobierno federal canadiense. Mamaskatch es el título de su libro, en el que cuenta la historia de la comunidad cree y las experiencias traumáticas de abusos de todo tipo que atravesaron durante siglos de historia colonial.

McLeod alza su voz en este ágora con esa exclamación. Y luego cuenta –desde el Hay Festival– que los indígenas en Canadá están creando música, libros, arte gráfico desde su propia cultura, al punto que él publicó un libro en idioma cree que incluye párrafos completos en ese idioma, sin traducción:

Darrel McLeod. “Esta no es una revolución con violencia. Es una revolución con arte”.

Es lo que dice. Y es suficiente. Porque esas dos frases se suman a mamaskatch y llenan el universo.

Mamaskatch no es solo el título de una obra. En idioma cree significa “qué extraño” y, al mismo tiempo, “es un milagro” o “qué maravilla”. Y eso es justo lo que McLeod piensa que su madre diría si leyera el libro: “¡Mamaskatch!”.

Otro silencio se hace en el ágora y, quizás por él, Mirna Medina se atreve a contar su historia. Perdió a su hijo, Roberto, en 2014 en manos de la violencia en Sinaloa. Por tres años buscó en el monte hasta que encontró sus restos.

Mirna Medina. “Desaparecieron a mi hijo, pero también desaparecieron a Mirna”.

Y cuenta cómo a ella se sumaron otras madres y hermanas de jóvenes desaparecidos hasta llegar a treinta. Hoy se las llamas Las Rastreadoras del Fuerte y salen dos veces por semana a buscar a sus familiares. Durante la pandemia presentaron un libro que escribieron, Recetario para la memoria, con recetas y fotos de los platos que preferían sus hijos y hermanos desaparecidos. Prepararon los platos en un presente en el que ellos no están, para luego ponerlos en un libro, y que queden servidos ahí, en un siempre que sí los incluirá. Que sí los incluye.

Mirna continúa con una voz que silencia la plaza al escucharla. Dice que fue la última de las rastreadoras en preparar su plato, una “pizzadilla” (tortilla, carne y tortilla), porque no podía hacerlo sin que Roberto apareciera por atrás pidiéndole que cortara más chica la verdura o extendiendo su brazo para robarle un trozo de algo. Pero lo hizo. Lo hizo por las otras madres y también por el libro:

Mirna Medina. “Queremos verdad y justicia. Y este libro de recetas está dentro de la verdad”.

Y otra vez el silencio que nos inunda como agua clara.

Pienso en las últimas voces que se escucharon. Leer es una acción política, dijo Hustvedt. Escribir es una acción política, cuentan las historias de McLeod y de Medina. Pensar es una acción política. Entonces, ¿dónde metemos todo esto si no hay más ágora? ¿Dónde las preguntas, las refutaciones, las voces encontradas?

Voy pensando en esto mientras me alejo de tantas voces. El silencio, como siempre en lo público, retrocede de a poco y las voces reanudan su avanzada. Se mezclan, se confunden, gritos y silencios, cuentos y reclamos, que llegan de todos lados a esta plaza: de África, de América Latina, de América del Norte y de España.

¿Dónde todo esto, si no hay ágora?

Camino dejando ya atrás la plaza, pero esta pregunta enciende un eco en mi cabeza. Es el recuerdo de la voz de Mujica cuando le pregunté si en este mundo tecnológico y virtual había lugar para el ágora.

José Mujica. “¡¿Cómo no va a haber lugar para el ágora?! Es una necesidad biológica. Tenemos necesidad de comunicarnos. Y aunque nos comuniquemos por aparatos y máquinas, hay momentos que necesitamos la ternura y el odio de la mirada. Precisamos el abrazo, precisamos la respiración, precisamos estar unos con los otros. Sin contacto con el otro no existimos. Nuestro ser existe porque están los otros. No es una ecuación abstracta”.

Sonrío y voy. Por suerte no es una ecuación abstracta.

Y otro eco vibra y recuerda.

Jorge Drexler. “Como decía Mujica, toda la fuerza de gravedad social de nuestra especie va a volver las cosas a su punto social.

Cuando estemos seguros ya, creo que el contacto físico va a recuperar una fuerza muy grande. Después de todo, estamos especializados en recomponer vínculos.

Y creo que cuando esto termine va a haber una celebración como son las celebraciones después de los momentos de crisis, donde se va a exacerbar todo lo que estuvo prohibido. Y entonces va a haber un gran abrazo mundial”.

Y ríe. Ríe al decirlo. Y no es una risa burlona ni nerviosa. Sino una sonrisa, una sonrisa que habla.

Esa risa clara es lo último identificable que escucho, al alejarme de esta plaza, del rumor de voces y palabras.

*    *    *

Tengo miedo.

O quizás ya no tanto.

Porque el miedo compartido se puede transformar en propulsor, como decía Drexler. Ser el viento que nos empuja al otro cuerpo hasta chocarlo en un abrazo, o en una confrontación que nos renace. Que nos empuja a ocupar los espacios despoblados y silenciosos de lo público, del ágora.

Tantas voces atentas y despiertas, nada rendidas ni sometidas, participando, tensando los hilos que necesitamos tensos para tejer una red real que nos contenga y nos impulse. Sí, creo que tengo menos miedo ahora. Ahora que salté las cintas amarillas y caminé por esta plaza. Que fui escuchando las voces, más o menos pesimistas, más o menos radicales, pero siempre interesadas en lo que nos pasa, en que no nos convirtamos en ciempiés ni en cucarachas. Voces graves, agudas, contrapuestas, complementarias, susurradas o gritadas. Voces desde todas direcciones hacia un blanco común: mañana.

No, ya no tengo tanto miedo. Ni al ciempiés ni a la cucaracha. Porque tantas voces observando, pensando, proponiendo,  son ellas mismas el aire que, unido, se hace viento en una barca.

Pienso entonces que si todos estamos tan ávidos del otro, de la emoción de las manos entrelazadas, quizás encontremos la forma. Tal vez apagaremos las fogatas, dejaremos las pantallas, y saldremos caminando de nuestras cavernas a celebrar que somos emocionales, y buscar el abrazo, la mirada. A contar a otras cavernas lo que ahí afuera pasa. Y a decir mamaskatch, mamaskatch. Y, en lo posible, blandir un libro como arma.

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