
Antes de ir a la playa por unos días estaba yo leyendo a Pla que me contaba su vida en el Fornells del continente «libre de hambre, de quehaceres y de inquietud». De camino soñaba como un niño en emular esas andanzas en el sur y quedarme allí por un año, donde también hay arena tostada y pinos y peces a la brasa.
La primera mañana quise bajar al mar con el sol bajo, apenas naciente, pero cuando las olas bañaron mis pies blancos, deslumbrantes de leche (no eran tan necesarias las gafas de sol para mirar al horizonte como para mirar al suelo), el rey de los astros (en realidad el único, junto a la luna, de nuestros astros, o al menos el único que debería importar al contrario que a los políticos españoles, perdidos en galaxias fantásticas a cuyos planetas calientan e iluminan estrellas con la forma de su propio trasero, sobre todo con la del trasero de Snchz) ya me abrasaba los hombros y la coronilla desde una posición de foco de interrogatorio.
Así que ni hablar de Fornells. Claro que aquello sucedió hace todo un siglo. Yo supongo que entonces la gente, el pueblo, no veraneaba e ir a la playa debía de ser un milagro como llegar al Caribe en 1492. Ni rastro de sombrillas. Ni mucho menos de campamentos enteros de sombrillas que parecen las guarniciones romanas asediando la aldea de Astérix que es el pobre mar.
He descubierto, a propósito, que las sombrillas se están quedando anticuadas. Otra cosa más. Hay una más que notable evolución en el sector de los parasoles playeros. Yo he visto aparecer a la orilla a un padre de familia empuñando un objeto parecido a una sombrilla plegada, tan sólo un poco más voluminoso, y sacar de él en un segundo una tienda con estandartes y vigas y hasta con antorchas que ya le hubiese gustado al mismísimo Alejandro.
Yo quedé de tal modo impresionado, que en los días sucesivos aguardaba la venida de esos hombres para observar una vez más la asombrosa apertura y el no menos asombroso establecimiento de esas tiendas láser, propiedad de Obi Wanes y Skywalkers con camisetas sin mangas, sin duda resistentes a huracanes y, sobre todo, a sus inquilinos de los que hablaré aquí, además de sobre otros asuntos playeros, a lo largo de los próximos días.
Decía que el sol ya estaba en lo alto el día que me presenté al Atlántico. No sabia de lo difícil, en realidad de lo imposible, de hacer de un joven Josep Pla cargando como Atlas con todo el peso del mundo compuesto de sillas plegables, sombrillas, cestos y juguetes, además de con un ligero, como la brisa, pesar en el alma.
A Pla iba a tener que seguir leyéndolo a hurtadillas (tampoco sabía de lo caro del tiempo vacacional en familia) y conformándome con esos sueños iniciales salpicados de breves momentos fornellianos: acaso saborear un espeto acompañado de un vino de la tierra tratando de obviar que le rodean ruidosos grupos de la especie humana en lugar de pinares retorcidos y frondosos que susurran ininteligibles pero bellas y antiguas palabras. (Continuará…)