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ArpaLa Residencia. Una historia sobre la dictadura venezolana

La Residencia. Una historia sobre la dictadura venezolana

IX. Malditos negros 

El navegante llegó tan lejos como pudo, hasta aguas caribeñas, sin darse cuenta de que eran aguas caribeñas. Divisó desde lejos el nuevo continente, sin darse cuenta de que era un continente y desembarcó desde su carabela en una arena como el oro y en aguas tan azules como el cielo despejado del mediodía. La selva verde oscura se alzaba a pocos metros de distancia, imponente, impenetrable, enigmática. Desde las alturas, unos ojos curiosos observaban aquellos hombres altos, tostados por el sol y con cabellos que les crecían por todo el cuerpo. ¿Dioses? ¿Sobrevivientes de las grandes catástrofes que acabaron con las antiguas civilizaciones que dejaron rastros por doquier? Hablaban una lengua extraña, como lejana, del todo incomprensible. Una lengua como salida desde la razón y no desde el corazón. Los ojos curiosos comienzan a descender las alturas, buscando la playa. Van desnudos y se acercan con cautela, recelosos de aquellos dioses que con certeza los castigarán. El chamán se acerca despacio, haciendo reverencias, entonando una canción tan vieja como la selva misma. Canta moviendo sus labios lentamente y apenas se le escucha. Los marineros miran aterrados cómo aquel hombre anciano se les acerca. Más aterrados están los hombrecitos morenos que han ido congregándose en gran número. Los marineros sacan las espadas, atentos ante cualquier ataque. Son minoría, pero tienen tras de sí la fuerza del mar, el respaldo de los dioses marinos.

El chamán ofrece a los recién llegados algunos objetos tan dorados como la arena que pisan. Los dioses parecen sumamente interesados. Se pueden observar amplias sonrisas de satisfacción. Parecen querer más de esos objetos de metal, de aquellas pepitas de oro brillante. Parecen preguntar dónde pueden conseguirse más de aquellas baratijas. El chamán hace un gesto con el brazo, señalando la selva tupida. Los recién llegados parecen comprender y, para más seña, el chamán comienza a dibujar con su dedo algunos cuadrados en la arena, hasta conformar una ciudad entera, rodeada de altos árboles e imponentes montañas. Los hombres de ojos azules observan maravillados y preguntan con sus manos en cuánto tiempo se puede alcanzar la ciudad. El chamán responde que, a muchos días de camino, abriéndose paso entre la selva, podía divisarse desde lo alto la enorme ciudad dorada, mientras alza y baja los brazos para significar lo maravillosa que se ve a lo lejos y mientras retrocede despacio, dando pequeños pasos hacia atrás, hasta alcanzar de espalda la manada de seres morenos que lo acompañan. Hermosos como frutas de barro, de pechos amplios, cabellos lacios y grandes ojos de perla negra, eclipsan con su belleza a los recién llegados, que ahora, luego de meses en alta mar, escuchaban una lengua que parecía ser la primera lengua de todas, una lengua salvaje, como salida desde las profundidades del alma. Una lengua bella, tan bella como las bocas que la pronunciaban. Estaba cargada de poesía, de versos agnósticos, de amor.

Los hombres de cuerpos hermosos y brazos como hierro traían ahora a cinco vírgenes para el sacrificio. Creyeron que los dioses gustarían del regalo de ver derramada la sangre de algunas mujeres intocadas, aunque no fue así. Horrorizados ante la posible matanza, intervinieron rápidamente para que el cuchillo asesino del chamán no cortara los cuellos y abriera los vientres de las jóvenes desnudas. Los hombres de ágiles movimientos estaban sorprendidos ante el desprecio de los dioses. ¿Podría ser posible que estuviesen equivocados desde tiempos que ya nadie recuerda? ¿Odiaban los dioses el sacrificio sagrado de la sangre que se derramaba en la tierra y las danzas con curare que se ofrecían desde las montañas y que los conectaban con los ancestros ya fallecidos hace muchos siglos? Esto pensaban, mientras las jóvenes vírgenes eran desatadas por los recién llegados y eran tomadas entre los brazos peludos y tostados de los hombres de carabela, quienes sustituyeron el sacrificio por manoseos sobre las tetas de las muchachas horrorizadas. ¿Tendrían un alma como la nuestra estos salvajes? ¿Habrán conocido alguna vez al dios cristiano y el sacrificio de nuestro señor Jesucristo? ¿Habremos llegado al paraíso del Edén y serían éstos los descendientes originales de Eva, la desobediente? Y mientras sacrificaban las virginidades de las jóvenes a la vista de todos, aquellos seres amarillos pensaron que nunca habían conocido mujeres con tal hermosura, que apenas se resistían a la posesión violenta y cuyas tetas nunca habían conocido las telas, los tintes y el pudor. Pensaban también que semejantes hermosuras opacaban el brillo del oro, el azul del mar y el agua cristalina de río que aplacaba la sed tras meses de altamar. Los hombres morenos como cobre reluciente pensaron que tal vez aquellos recién llegados no eran verdaderos dioses.

Además de agua dulce como papaya y fresca como el fondo de los ríos, los hombres de tierras lejanas fueron ofrecidos con algunas frutas recién cortadas, pero escasas como los caminos que llevan a la ciudad de oro. Caminaron hacia dentro de la selva, acompañados por la manada de hombres desnudos. Tuvieron que hacer mucho esfuerzo para distinguir la aldea, cuyas chozas se confundían con la misma enmarañada selva. Observando atentamente, podían distinguirse entre los altos árboles conjuntos enteros de niños y mujeres, curiosos y recelosos ante el espectáculo de los nuevos dioses. Pero, si eran dioses, ¿cómo es que sabiéndolo todo, ignoraban dónde quedaba la ciudad de oro, aquella que durante siglos habían escuchado mencionar y que era tan bella como las mazorcas tiernas que se alzan hacia el cielo una tarde de agosto? ¿Por qué ahora parecían tomar por esposas a las mujeres más jóvenes, mientras pedían más y más frutas y dejaban a la aldea a su propia suerte? ¿Cómo es que ahora tomaban a nuestras mujeres por la fuerza y las hacían gritar con tanta violencia hasta desangrarlas y dejarlas malogradas en medio de la aldea, mientras los niños gritaban de pavor? ¿Cómo es posible que de repente saquen a relucir sus grandes espadas filosas y comiencen a asesinarnos tras obligarnos a entrar en la selva profunda en la búsqueda de la gran ciudad de oro, dejando a nuestra aldea desamparada y a punto de desaparecer por culpa del hambre?

Los hombres de piel tostada se alzan sobre el mar, como flotando por encima de sus gigantescas curiaras con velas movidas por el viento. Llevan consigo a algunas de nuestras mujeres y dejan tras de sí algunos de sus hombres que decidieron explorar estas tierras en la búsqueda de El Dorado, como se les oye decir. Los que siguen se adentran mar arriba, en dirección a la ruta que tomaron los primeros ancestros para llegar a estas tierras del Caribe. Eso es lo que son: tierras del Caribe, de una raza olvidada en la nebulosa del tiempo, ensimismada en su propio universo selvático y desfallecida en una playa azul, extensa y cálida, hace quinientos años. Tras de sí ha quedado la destrucción de la tierra toda, moribunda ante espadas sangrantes que se alzan en la noche. Y los marineros van dispuestos a conquistar imperios, a crear el mundo y volverse tan ricos como puedan, si es que antes los mosquitos del trópico no los consumen o el río, el gran río que ronca furioso tras de sí, no los ahoga con toda su rabia. Desde la carabela, a lo lejos, el humo de las aldeas recién quemadas se alza junto con el grito de los inocentes asesinados. No fueron castigados por los dioses, sino por la codicia humana. Por eso la selva toda grita y el gran río que oculta en sus profundas aguas la gran ciudad amurallada de oro realiza una proclama solemne: Orinoco.

Producto de la violación, un niño nace y es criado por toda la aldea. Tras décadas de esclavitud, una raza fuerte y negra como la noche es forzosamente unida a la faena del campo. Nuestras mujeres sufren y las negras tienen la espalda marcada de tanto latigazo, y el pecho descubierto de tanto sexo forzoso. Un indio se levanta contra el amo y pronto es asesinado. Pasarán dos siglos para que otro más vuelva a levantarse. De ese otro casi no queda sangre blanca, ni india, ni negra. Contiene en sus venas a todas las razas que llegaron al calor del Caribe. Casi no se acuerda de sus ancestros, pero sabe que en los próximos días comenzará una guerra civil. Luego de décadas, la guerra por la independencia, y años más tarde, una guerra civil tras otra. Mujeres con las tetas desmembradas caminan por las plazas públicas y hombres sin talones van dejando un rastro de sangre con cada paso, mientras caen desmayados ante la risa burlona de sus hermanos.

Súbitamente, la misma playa azul, leve y tibia, donde siglos atrás confundimos a los dioses con simples hombres, entra en mi memoria en la forma de un recuerdo vivo que casi puedo palpar y oler. La melancolía por el Caribe se apodera de vez en cuando de mí, cuando el clima seco y frío de este país lejano y extraño me envuelve. Los colores se han vuelto pasteles y la música ha dejado de sonar ya hace mucho. Camino por una calle sin alma, con árboles de hojas que se caen al piso, y siento que a mí también me falta el alma o, tal vez, también se me caen las hojas. Miradas aparentemente discretas me rodean por doquier. Son las miradas de aquellos marineros que una vez confundimos con dioses. Me miran con desprecio, como queriendo enviarme lejos. Sólo sé que muy dentro de sí los invade un miedo incontrolable, casi irracional: no tienen miedo de mí, sino de mis ancestros, aquellos que habitan en lo más profundo de mis venas y que parecen amenazarlos. Tienen algo de razón, porque cada vez que miro a los marineros, ellos están allí, latentes, lacerantes: mis ancestros quieren venganza.

El negro cazador de negros era más negro que yo. Descalzo por la sabana, era más rápido que un antílope cuando de cazar negros se trataba. Por cada negro capturado ganaba una pieza de tabaco masticable, aquella hierba pastosa que le ponía los dientes amarillos y que decían que venía del nuevo mundo. O le daban aguardiente de caña y quedaba contento, recostado en su hamaca junto a sus dos negras, mientras el sol del viejo mundo se ocultaba más allá de la extensa sabana. El negro cazador de negros se llamaba Pedro. Más cristiano que San Pedro, oí decir. La Santa Iglesia descansaba en sus hombros. Había sido bautizado recién cumplidos los ocho años y desde entonces comenzó a hacer la distinción entre seres con alma y seres sin alma. Nosotros estábamos entre estos últimos.

En medio de tanta confusión y cuando mis ancestros llegaron a confundir a los negros del África con macacos, Pedro “el antílope” llegó a la aldea a cazarnos, para que luego fuéramos domesticados. Llegó descalzo, de súbito, como una bala en el pecho. Lo acompañaban más de treinta negros, todos versados en el arte de correr por la extensa planicie sin que se les escapara la más mínima alma. Yo, rey de la aldea por aquel entonces, estaba de espaldas al sol cuando comenzó el griterío. Solté el cuchillo de destripar el cabrito (al día de hoy no entiendo por qué lo hice) y corrí a mi choza a salvar a mi mujer y mis tres hijos. Era tarde. Los negros cazadores de negros me tomaron de los brazos y se abalanzaron sobre mi mujer.

Entre tanto griterío, sólo recuerdo que en algún momento mi mujer me miró. Dos segundos de eternidad. La vida frente a sus ojos. Su vida frente a los míos. Forzado mete y saca. Sangre. Semen. Tetas al aire. Mordiscos que no dolían. Gritos de negra. De reojo mis hijas que eran arrastradas por los cabellos fuera de la choza. Cabellos secos y pegados al cuero de la cabeza. De reojo mi hijo recién nacido, tendido llorando en una esquina, confundido, pidiendo leche.

No, mi negrito, hoy no te toca leche. Hoy te toca escuchar los gritos de la violación de tu madre, que cuando quedó sin fuerzas volteó la cara hacia donde estabas tendido. Hoy te toca ver a tu padre luchar con todas sus fuerzas contra estos negros que son más negros que yo. Recuerda este rostro mío, mi negrito, porque ésta será la última vez que lo veas. Deja de llorar, mi negrito, que la vida no es justa y hay que aceptar lo que nos toca. Deja de llorar, negrito lindo, que empañas de lágrimas tu cara cuando tienes la sabana más hermosa frente a ti, el viejo mundo, donde se alzó la humanidad y donde seguramente se muere.

No es justo, padre mío, que te hayas dejado capturar por aquel negro más negro que tú. ¿Acaso el viejo mundo no era suficiente para ti, que tuviste que irte de brazos cruzados y encadenado hasta los pies hacia Las Indias, donde se masca tabaco del bueno, aquel que pone los dientes amarillos y que expira en cada escupitajo? No es justo, padre mío, que te hayas dejado someter por Pedro “el antílope”, aquel que es más negro que todos nosotros y sobre cuyos hombros descansa la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana (Dios la salve por los siglos de los siglos, amén). No es justo, padre mío, llorar mientras mi madre tiene las tetas al aire, en aquel forzado mete y saca del que hablas, mientras entre tus piernas desnudas te llevas a nuestros dioses africanos a través del mar sin fin, en un barco negrero construido especialmente para llevarte con la cabeza gacha, llorando más que yo cuando me falta amamantarme. No es justo, padre mío, que me hayas dejado llorando en aquel rincón, mientras la choza ardía y me quemaba. No es justo, mi negrito lindo.

No te asustes, dulzura. No te asustes, hijo mío, que con cada suspiro que lanzo hacia la noche americana recuerdo que quedaste tendido en tu rincón mientras nos llevaron a todos a través de la selva tupida. No te asustes, que yo he visto el diablo más diablo que todos los diablos y no es más negro que nosotros. El diablo, verdadero diablo, tiene la cara pálida y habla una lengua que no comprendo, una que parece salir desde los mismísimos infiernos. ¿Ya lo ves? He aprendido algo nuevo. Nuestros dioses africanos ahora se confunden con los dioses blancos de la Europa y se colocan a la par de éstos, protegiéndonos de la condenación infernal. La Costa de Marfil nunca conoció el infierno hasta ahora. Nuestros dioses eran más simples: descansaban en la parte de atrás de la choza y para hablar con ellos sólo tenías que llamarlos y rápidamente acudían en tu auxilio. Pero en aquel día no acudieron, se quedaron dormidos luego de una noche de borrachera.

De aquellos días sólo recuerdo que el negro más oscuro de todos nos llevó hasta el gran puerto, donde millares y millares de almas se congregaban para salir de la Costa de Marfil en aquellos enormes barcos movidos por el viento y que surcaban la mar con rumbo al nuevo mundo, aquel que pronto comenzaron a llamar la “América”, al darse cuenta de que no estaba poblada por indios, sino por hombres hijos de la papa y del oro. Perdóname, prenda de mi vida, pero en el gran mercado donde se repartían pasajeros perdí de vista, entre tanta confusión, a tu querida madre y a tus hermanas ya sin cabellos. Nunca más las volví a ver, pero estoy seguro de que también fueron embarcadas para que fueran a parir hijos medio blancos bien lejos, en una tierra que nunca soñaron.

Y yo tomé mis dioses y me largué. Al diablo blanco de ojos profundos no le gustan mis dioses negros. Me prohíbe mencionarlos. Tendré que ocultarlos. Quedarán ocultos durante siglos, porque la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana (Dios la salve por los siglos de los siglos, amén) tampoco los mira con buenos ojos. Y encima de mi cabeza se alzan las velas, poderosas, manchadas de sal, que hacen frente al viento y otras veces le dan la espalda. Puedo verlas a través de la rendija de encima, donde también veo los pies azarados y de talones rosados de los marineros que se hacen llamar a sí mismos “lusitanos” y que hablan esa lengua que no comprendo. Muy de vez en cuando el diablo blanco, el de los ojos profundos y al que todos secundan, se acerca a la parte de abajo para ver cómo va todo. Baja los escalones y se nos queda mirando con aquella mirada aletargada a la que tanto miedo le tenemos, como cerciorándose de que no podríamos escapar, ni aunque quisiéramos. Atados de manos y pies estamos. ¿Es vieja esta expresión, no? Pues sí, nosotros la inventamos o, más bien dicho, la inventaron otros para referirse a nosotros, cuyos deseos se reducen a tres simples cosas: un poco de agua, que el diablo blanco de ojos profundos no se nos quede viendo fijo a la cara y que en algún momento surja la oportunidad de saltar al mar, para ser devorados por esos monstruos gigantescos que tanto temen los marineros.

Cuca negra. Tetas negras. Labios grandes como colinas. Y el culo gigantesco. El día que fui violada tenía la menstruación. Mis largos brazos adornados con brazaletes no bastaron para hacer frente a los tres hombres que me sujetaron y poseyeron como jabalíes salvajes. Los ojos profundos, turbios, como el de aquel marinero lusitano del que les habla mi marido. Los ojos de los hombres salvajes son siempre los mismos. Pero no, no se equivoquen, no sentía dolor en el cuerpo, sino en el alma. Mi hijo de tres meses está llorando.

Tal vez está confundido. Lucho. Lucho con todas mis fuerzas, pero me quedo sin ellas.

Uno me sujeta los brazos desde atrás. El otro me sostiene un lado de la cara contra la tierra, mientras de mis gritos sólo ha quedado una baba sin voz que humedece el suelo y forma un barro que se junta a mis mejillas. Gritar ya no puedo. El tercero me ha arrancado la falda y me penetra bruscamente. Cuca negra. Cuca forzada. Cuca sangrante. No me importa. En verdad, no me importa. Siglos después, la misma cuca negra y forzada (ésta, mi cuca), se paseará por los pasillos de un gran edificio corporativo de ciudad y su portadora dirá: “hoy será un buen día”, y comenzará a restregar el piso. Cuca negra.

Tres hombres en el mismo día. Negros brutos los que me violaron. De reojo, mi bebé. Se quedó en la esquina, llorando, cuando los negros cazadores de negros prendieron fuego a la choza. Mi alma se quemó con él. Pero, entre mis piernas desnudas y sangrantes también me llevé los dioses negros para que me den consuelo. No podía dejar de voltear hacia atrás, como la mujer de Lot, aquel hombre del que luego aprendería y cuya mujer se convirtió en sal. Negros salados. A los lejos, hacia atrás, la choza ardía. Hacia el frente, mis dos hijas. Amarradas. Cucas negras. Piernas sangrantes. Vírgenes de la sabana que ya no lo eran. Los cabellos cortos y pegados al cuero cabelludo. Culos grandes. Ahora culos amarrados, que van en barcos gigantescos a parirles hijos a hombres blancos. Hijos medios negros. Hijos medios blancos. Hijos de negra. Hijos de la gran puta, aquellos que nos violaron.

A una negra preñada no la quiere nadie. Ten cuidado, negra del demonio, negra con el alma negra, si me sales preñada, que de ese amo blanco sólo sacas latigazos. “Pero, mamá mía, el amo blanco me quiere”. No, hija mía, el amo blanco sólo quiere cuca negra. Prende una vela al alma de tu hermano y de tu padre, para que te guíen por el buen camino. Mi mente sólo puesta en mi negrito, asustado mientras se quemaba. Que se me va el alma al cielo cada vez que me acuerdo. A mi marido magullado no lo vi más nunca. Lo perdí en ese gran mercado donde se vendían cuerpos como plátanos. Plátanos negros. Cuca negra. La historia nos recuerda como esclavos forzados a trabajar. Pero nadie se acuerda de que nuestra carga era doble: cuca negra. Cuca para el amo blanco. Amo lusitano con el plátano blanco. Plátano al que no podemos negarnos. Plátano que nos golpea si decimos que no. Cuca negra para el amo blanco y todos sus amigos españoles. Cuando quieran y como quieran.

Nos llevaron lejos, en barco. Atravesamos el mar y nos sentíamos aventureras atadas de manos y pies. El viento entraba por los respiraderos y las olas chocaban contra la embarcación. En las tempestades llorábamos y nos abrazábamos unas con otras. La mayoría mujeres, pero también había hombres, todos amarrados. Nada podíamos hacer. Las espadas largas y manchadas de sangre querían más sangre. Los marineros de ojos profundos paraban en cualquier puerto y hablaban una lengua que no comprendíamos. Lengua del demonio. Un cubo de agua rodaba por las bocas desesperadas, entre los labios resecos. Cubo manchado con mierda y orines. Cuando la sed ataca se bebe lo que se consigue. Desde abajo, los pies brillantes de los marineros que gritan entre sí y que de vez en cuando suben a un negro y lo golpean hasta morir, como golpear a un plátano. Luego lanzan el cuerpo al mar. Escuché decir que era una especie de sacrificio a los dioses de las olas. Pero yo no me creo mucho esta historia, sobre todo cuando estoy doblada sobre mis rodillas y me duele la cuca. Cuca negra. Sobre esta cuca negra se levantarán cientos de civilizaciones. Sobre esta cuca negra se levantan los europeos que viven bien y comen chorizos y toman vino en vacaciones, pero también los señores blancos del norte de las Indias, aquellos que celebran navidades blancas y fuman tabaco del bueno.

Cuca al aire para el goce de estos marineros del sur de Europa. No son ellos los que se vuelven ricos, no. Tampoco el capitán del barco. Los reyes se llevan la mejor parte. Dicen que una negra de éstas fue a parar a la corte de Castilla como doncella del rey. Dicen que era fina y de buenos modales. Muy europea ella. Muy delicadita. Pero yo no me lo creo. Negro es negro hasta que se muera. Todo negro quiere el cabello liso. Y la cuca blanca. Culo grande como colinas. Tobillos magullados de tanto hierro. La espalda marcada con hierro caliente. Eso fue lo que nos tocó. La historia que sí me creo es la de que finalmente nos hicieron bajar del barco, unos detrás de otros, mientras dos marineros nos contaban. A lo lejos se divisa el capitán del barco firmando unos papeles. Transacción hecha. Las negras se distribuyen entre las islas del Caribe. Se van hacia las plantaciones a sembrar cacao, café, caña de azúcar, algodón. A mi hija menor le buscaron amo rápido. Negra bonita. Negra con el culo grande, que se va a formar civilizaciones a otro lado. Orgullosa estoy de ella. Mi hija mayor fue la segunda en irse. Me dijeron que iba rumbo a Trinidad y que su amo era buena gente y que iba a aprender inglés y francés y que iba a parir muchos hijos de ojos castaños que aprenderían a leer y escribir y que no serían esclavos nunca más y que tendrían una buena vida, comiendo cocos y sirviendo aguardiente al pae blanco. Cuca negra.

A mí me cogieron de última por ser la más vieja. Les costó venderme. Con la cuca sangrante porque las heridas no estaban cerradas y creo que se me infectaron. Ni siquiera me hicieron bañarme. A través de las faldas se veían mis piernas amoratadas y tenía huecos de sal en mi cuero cabelludo. Mis dientes blancos. Mis tetas firmes. Eso convenció al amo pobretón que me compró. Era dueño de una pequeña plantación de cacao, de esas que comenzaban a florecer en América del Sur. Me subieron a una carroza y a lo lejos pude ver los negros que no habían sido aún vendidos. Entre éstos destacaba un grupo en particular: los negros tristes, que eran aquellos que siempre estuvieron tristes. No conversan entre sí. Son siempre callados y con las cabezas gachas. Hombres y mujeres son altos, fuertes, de hombros anchos, pero a la vez melancólicos, ensimismados. Tal vez vendrían desde el interior del África o fueron bajados directamente desde la luna. Los negros tristes tenían mucha más melancolía que nosotros y por eso se fueron directo hacia las plantaciones de algodón, a llevar latigazos en el norte. Esos negros tristes, décadas después, inventarían el soul, el blues y cuando estuvieron un poco más contentos, el gospel. En medio de la plantación de algodón, un árbol de frutas extrañas que cuelgan y sangran al sol. El soul lo inventó una mujer: ¡Cuca negra!

Un sonido de tambores inunda el ambiente. Son los tambores de la guerra. Los dos bandos se odian a muerte, aunque desconocen que ambos son sumamente parecidos entre sí. Un aire grueso, como el que se levanta cuando queman a lo lejos, inunda al pueblo de Valle Guanape. Las mujeres han vuelto temprano de rezar en la capilla, temerosas de que las alcance la batalla. Los hombres se han ido casi todos a pelear contra los independentistas y algunos de ellos quizás lleguen a las planicies de Guanape con sus machetes y caballos. Los monárquicos se acercan desde Guaribe. Van quemando todo a su paso. Arrancan las tetas de las mujeres y a los hombres los cortan los talones y los hacen caminar en las plazas públicas. Dicen que asesinan a todo el que sepa leer y escribir. De los independentistas dicen también lo mismo, que matan a todo el que sepa leer y escribir. Parece que erradican así el mayor mal de este país que no acaba por construirse de una buena vez. Los hombres de letras no tienen cabida en ese terreno con gente llamado Venezuela. Y entonces se fueron a la guerra, tan sólo para demostrar que unos son mejores que otros. La peor parte se la llevan los indios y los esclavos, que han sido arrastrados por todo el llano, para que se maten unos a otros. Algunos han cruzado Los Andes a pie o a caballo y han subido hasta la cima del Chimborazo, tal como hicieron sus paisanos dos siglos después. Dicen que sólo así se separarán de la corona de España. Por ello van construyendo países tras su paso. Declaran la independencia, hacen la guerra y siguen de largo, hacia el sur. Las mujeres y los niños se ocultan en las casas. Afuera truena el grito de guerra y los gritos de los hombres se escuchan a lo lejos. Valle Guanape arde. Guaribe se consume en las llamas. Los hombres van atravesados por las lanzas y pierden los brazos a machetazos: ¡República!

El general enfrenta el amasijo de hombres con su caballo. Alarga los brazos y alcanza un rostro con su lanza. Lo despedaza desde la nariz para abajo y se asegura de dar vuelta a la mano para que el daño sea mayor. Los indios caen de primero: poco aptos para la guerra moderna, con sus lanzas, cañones y pólvora por doquier. El general recuerda, en medio de la batalla, el amor que dejó combatiendo en aquella Caracas que se resiste y no quiere ser republicana. Recuerda aquella voz dulce, aquellos ojos que parecían conocerlo de antemano, antes de que él mismo supiera de su existencia. Ese amor lo conmueve hasta el pecho y con cada batalla siente cómo lo reivindica para sí. Hunde la lanza por su amor. Clava el machete por su amor. Dispara la bayoneta por su amor. Ha recorrido innumerables países sólo porque su amor se lo ha pedido, aunque no hacía falta que se lo pidiera. Salió desde el oriente del país y tomó rumbo a los llanos orientales, cerca de Guárico, para hacer la guerra a los realistas, que son aquellos que no quieren la independencia, que adoran besarle el culo al rey español. Dejaría a su esposa y a sus hijos por su amor, pero por los momentos no tiene esposa ni hijos, así que nadie lo espera luego de la cruenta batalla. Colgará su hamaca en medio de los hombres cansados y allí se recostará toda la tarde, viendo el sol ponerse y recibiendo el fresco de la noche, tal vez pensando en su amor, aquel que lo motiva a continuar el paso de los llanos, tierra de hombres rudos, groseros, burlones, perfectamente adaptados al entorno inhóspito de las lagunas llenas de babas y tortugas galápagos de agua dulce. Estos hombres pueden dar miedo de vez en cuando. De trato crudo y jocoso, cuesta mucho distinguir cuándo bromean de cuando hablan en serio. Por eso hay que andarse con cuidado, ya que se puede confundir la ironía con la cruel verdad. Quizás sea este carácter tan cínico lo que hace al llanero ser tan avispado, tan poco temeroso de la muerte y, por lo tanto, perfecto para llevarlo a la batalla.

En medio del desorden y los gritos de los hombres, el general ve acercarse la figura grande, imponente e intimidadora del negro. Viene a caballo y avanza por encima de la pila de hombres, pisando con sus cascos los rostros aterrorizados y ahogando gritos de espanto. Al alcanzar al general el negrote desciende de su caballo y se pone de rodillas ante el hombre del traje, significando con esto que está a su entera disposición. “Vaya usted y organice un batallón que me busque cada hombre escondido en aquella aldea allá en el horizonte”. “Claro que sí, mi general, así se hará”. “Y asegúrese de dejar vivas a las mujeres y a los niños, que después nos pueden servir para algo. Mate a todo viejo que se le atraviese, que viejo no sirve para nada. Vaya pues, negro. Usted de primero”. Y aquel negro, entusiasmado, le responde que “claro que sí, mi general, el negro primero”. Aquel negro no parece llanero, pero es tan buen pelador como tres de éstos. Nadie sabe de dónde salió. Algunos dicen que desde las profundidades de Apure, pero ese negro tan negro no parece apureño. Es casi seguro que el negro tampoco lo sepa. Se sospecha que viene de los lados de Curiepe o de Caucagua. Otros dicen que es hijo de una bruja negra que trabajaba con magia negra y amarraba a los hombres de las enamoradas. Otros dicen que era esclavo en una hacienda de caña de azúcar y que se escapó de los lados de Guarenas o Guatire. El negro mentiroso miente cada vez que le preguntan por su origen. Unas veces dice que es de Apure, otras que es de los valles de Aragua. Lo cierto está en que el general lo encontró muy joven en una hacienda de Guatire llamada San Pedro. El negrito estaba escondido detrás del trapiche, asustadito y sudando, porque el amo lo buscaba para darle con el látigo. El negro había entrado en la cocina y se había robado una gallina ya desplumada y un tarro de papelón. La patrona de la casa lo descubrió y el negro salió corriendo como alma que lleva el diablo. Su madre se retorcía del dolor porque el negrito ya no la contaría más. El patrón se la tenía jurada desde hace semanas y ahora aprovecharía la oportunidad.

El general le hizo un gesto al negrito aterrado en la cima del trapiche y continuó de largo. Unos veinte hombres a caballo lo seguían. Ninguno volteó a ver al negrito encaramado, sólo el general. El negrito le correspondió con unos ojos brillantes y atemorizados y el general vio por primera vez la furia salvaje contenida en aquel muchachito. Sabía que el amo no la tendría nada fácil. La comitiva siguió cañaveral adentro, rumbo al río San Pedro y antes de cruzar hasta la otra orilla el negrito llega volando como el viento y agarra al general por la chamarra. Tiene las manos y el pecho ensangrentados. “Maté al patrón, a su mujer y me eché al pico también a dos de sus hijos. Si me lo permite, general, le acompaño hasta donde vaya, que ahora me andarán buscando”. Al general le causó gracia la resolución que tomó el negrito y le dio la licencia para que siguiera caminando junto con los hombres. “Yo me conozco estos caminos como nada en la vida. Aquí crecí yo, mi general. Permítame ir de frente con usted y llevarlo hasta la hacienda El Carmen, que está como a diez minutos a caballo desde aquí. Y si nos salen los realistas de frente, entonces quiero ir de primero, mi general”. Y al general le causaba aún más gracia aquel negrito violento que se había cargado a los patrones a punta machetazo y adivinó que sería útil en las siguientes batallas, sobre todo como vigía y cargador de agua. Pronto el negrito se fue ganando su puesto en la comitiva y cuando quisieron atraparlo para hacerle pagar por su crimen contra los blancos hacendados, el mismísimo general salió en su defensa y dijo que aquel negro no se lo tocaran, porque era un recurso invaluable de la causa republicana y no había nadie más antimonárquico y valiente que él. Y fue así que el negro se salvó de que lo mandaran derechito a la horca o al paredón de fusilamiento, que era lo que más se acostumbraba en aquella época.

Y el negro de tanto agradecimiento se lanzaba de primerito en las batallas, buscando sin encontrar a quien lo matase de un trancazo. Cuando había que ir a pie, el negro lideraba la comitiva y cuando había que ir a caballo era su caballo el que primero enfrentaba las balas y los cañonazos. De tanto andar de primero llegó a ser conocido como el “Negro Primero”, porque él mismo se ofrecía para andar al frente del batallón, sobre todo porque las balas le pasaban por el lado y seguían de largo. Unos decían que tenía una macumba encima, porque parecía intocable para los cañones. Otros decían que para acabar con aquel negro hacía falta magia negra de la más trancada, porque su madre le había puesto una contra que no la desataba ni dios. Era por ello que el general, cuando tenía que enviar alguna comunicación importante, mandaba al negro en su caballo, con la certeza de que el mensaje llegaría a su destinatario. El negro, de regreso, traía las cartas de amor para el general, que luego de tardes de lectura se quedaba ensimismado, mirando hacia el horizonte y tal vez pensando en el día en que todo aquel desangrado que recorría la tierra se acabase para siempre. El negro lo miraba desde lejos, tal vez con compasión o tal vez pensando que a él no le escribía nadie. De todas maneras, no sabía ni leer, ni escribir. Alguna vez, cuando era muy pequeño, intentaron enseñarle, pero usted sabe que el indio es flojo y el negro es bruto y, a pesar de los trancazos que le daba la muchacha blanca a la que le pagaban por enseñar a los niños de la hacienda, no aprendió ni a medio escribir su nombre, aunque en algo sí estaba claro: se llamaba Pedro Camejo y nació pobre y bruto y sólo la guerra le daba alguna existencia a aquella vida anónima y condenada por nacimiento a la ignorancia. En cambio, el general, ese sí que era un padrote, pensaba el negro Camejo. Ese sí que había dirigido incontables batallas. Había construido una república y la había vuelto a destruir, le puso el nombre del amor de su vida a todo un país y todavía había tenido el tiempo para regresar y poner a esos españoles a huir río arriba.

Del general alababa su osadía en la batalla, incluso cuando ya todo estaba casi perdido, pero lo que más admiraba era su caballo, tan diestro en el arte de la guerra, que cuando veía al general en aprietos el animal agarraba la lanza con la boca y comenzaba a matar españoles por doquier. El mismo negro juraba que había visto cómo aquel caballo destrozaba las lanzas en las espaldas de los gallegos y cuando se quedaba sin ésta porque se la partían emprendía la batalla a punta de mordiscos. Más de uno se quedó sin brazos en aquel entonces. Lamentablemente, cuando el general cayó de un balazo en las montañas de Berruecos el caballo también cayó dos metros más allá, no porque también estuviese herido, sino porque no soportó ver morir a su general. Cuando eso ocurrió ya el negro estaba destinado a convertirse en una de las figuras de yeso más vendidas de la avenida Baralt, en pleno centro de Caracas. Quiero decir que ya tenía unos cuantos años de muerto, pero que de su vida se puede cuestionar todo, menos su valentía y determinación para asumir y ganar, yendo siempre de frente, las batallas que parecían destinadas al fracaso, de tan complicadas que eran. El negro nunca dijo que no y cuando emprendió el paso de los llanos se sentía como en casa, como si lo hubiesen llamado para las Queseras del Medio, pero ya para aquel entonces estaba bajo el mando del catire de Payara, su general Páez, quien mató españoles como ninguno y acabó siendo presidente de la república que él mismo había creado, para finalmente morir tocando piano e interpretando Hamlet allá por Nueva York.

La niña Teresita mira el piano con devoción, con aquellos ojos brillantes que lo apetecen. Sentada por debajo de éste, con su cabecita rozando el instrumento desde abajo, de súbito decide levantarse y asumir con violencia aquellas teclas grandes y brillantes, ante cuyos dedos finos, delicados e infantiles, lucen potentes, cuadriculadas, armónicas. Se sienta delicadamente y comienza a improvisar una primera nota, para luego desplegarse en un sinfín de melodías que parecen haber salido del mismo cielo. Su fascinación por el piano reveló, desde muy temprana edad, un talento natural indescriptible, como si sus dedos se confundieran con las teclas y se dispusieran a alcanzar la perfección. Desde Beethoven hasta Chopin, pasando por Liszt y Mozart, la pequeña Teresita compondría, años más tarde, La Cesta de Flores, el vals Teresita y otras grandes, magnánimas, gigantescas y bellísimas piezas para piano, tales como nunca se habrán visto en toda la historia de la América Latina. Quiso el destino, la fortuna o la simple mala suerte que la Caracas de aquella época viera desmejorar sus condiciones económicas y políticas, ya saben ustedes, la misma historia de siempre. Toda la familia se tuvo que mudar a Nueva York, donde no hay berro, no hay vino y no hay amor y donde años más tarde moriría el general José Antonio Páez. Quedaba atrás aquella ciudad de los techos rojos, de las damas elegantes y de largos vestidos rosas que se desplazaban por las avenidas de la capital, esquivando los carruajes y las bostas de caballo desparramadas por el piso, pensando en los jóvenes que las cortejaban y en secretos inocentes que las mantenían al borde de la moral. Quedaba atrás esa Caracas que antes había sido el escenario de cruentas guerras fratricidas que nunca tuvieron razón de ser, porque nunca debieron haber existido.

Es sumamente extraño eso de que gran parte de la historia de Venezuela se encuentre tan vinculada a aquella enorme ciudad de los grandes rascacielos. Y no es difícil, para nada, imaginar que el catire de Payara, de tan aficionado a las bellas artes y en especial al piano que era, haya asistido a uno que otro concierto ofrecido por aquella joven talentosa y hermosa, un tanto desordenada y rebelde, que alguna vez estuvo en la mismísima Casa Blanca ofreciendo su música por doquier. En aquel momento, de tan pequeña que era, alguien dijo que, efectivamente, brotaba en talento, aunque era una lástima que fuese mujer. Teresita no se entristeció al escucharlo. Por el contrario, este pensamiento pasó desapercibido en su cabeza y continuó haciendo cantar esas teclas como nunca lo habían hecho, con aquella dulzura primaveral, aquella melodía que recordaba el sabor del maná cuando se mezclaba con agua, aquel sonido que de vez en cuando se volvía oscuro como el hades y amargo como la hiel, y que giraba de prisa hacia la locura, hacia el éxtasis del ensimismamiento filosófico.

Entre conciertos que no rendían el suficiente dinero para mantenerse en el frío invierno del norte de América y de Europa, y uno que otro amorío fallido que acabó con una hija abandonada, la joven Teresita fundió su pasión por el piano con la pura y simple genialidad. Ni los más grandes músicos de su época, ni los más grandes músicos de los siglos pasados lograron alcanzar el virtuosismo, la genialidad, la versatilidad, la pasión de la tan abnegada y laboriosa Teresita. Podríamos decir que, incluso más de un siglo luego de su muerte, no ha nacido un músico que alcance semejante grandeza, una grandeza capaz de arropar generaciones de músicos posteriores que, bajo la cúpula con su nombre, tocan melodías despavoridas, tropicales y con un aire infantil que recuerda la Caracas de aquella época en la que la familia Carreño tuvo que partir a Nueva York. A su amplio currículum musical tenemos que agregar algo mucho más sobrenatural: el hecho de que era, con todas las de la ley, demasiado humana. Y con esto último me refiero al hecho de que nada bueno le deparó una vida de constante pobreza y de altibajos económicos que la dejaban completamente en la ruina y sin deseos de continuar exprimiendo las teclas. Además de ello deben sumarse sus fallidos matrimonios, tras los cuales resultaba maltratada, humillada y calumniada, lo que al final desencadenó en el compartir de un apartamento en París con su amiga de siempre, Asly. De origen estadounidense y venezolano, Asly era oriunda del estado Zulia, hija de un negociante petrolero y una guajira de Maracaibo. A corta edad la familia se separó por lo mismo de siempre: el marido que le pega, que se busca otra y al final acaba por dejar a la india sola con los muchachos. Asly tuvo que trabajar desde temprana edad, ya que una madre epiléptica y además diabética así se lo exigía. Primero el negocio de las arepas y, luego, con el aumento de las clientelas, de las cachapas.

La primera venta de cachapas de todo el estado Zulia tuvo como dueña a nuestra querida Asly, la mestiza Asly, que de tanto hacer cachapas se hizo famosa en todo Maracaibo y aún más allá del lago, más allá de los médanos de Coro. Incluso llegó a abrir una sucursal en Caracas, ciudad donde también llegó a ser la primera cachapera oficial, lo que la convertiría en la principal y exclusiva cachapera nacional. Básicamente, ella comenzó con ese negocio de vender arepas y cachapas en las calles del país, algo tan común hoy en día que muchas veces pasamos por alto el nombre de quien lo comenzó. Pues sí, Asly, la guajira Asly, que con el pasar de los años se volvió tan rica como pudo, se compró ropas finas y demostró que no necesitaba de ningún magnate petrolero para determinar su propio futuro económico. Asly, aquella que, como Teresita, en aquel entonces viviendo en Nueva York, había desafiado las convenciones de la época, haciendo dudar a un mundo dominado por hombres y exclusivamente por hombres. Una hizo temblar al mundo con su piano, mientras que la otra lo hizo temblar con su sazón. Sin embargo, algo en común habría de haber y no sólo era París en 1874, sino también que, mientras Asly encontraba apasionante el piano, Teresita encontraba apasionante la cachapa. Fue así como la más grandes pianista venezolana y la primera gran mujer de negocios de aquel país se encontraron, se hicieron grandes amigas y pronto comenzaron a visitar los bares de París, sus concurridos cafés, sus calles liberales que rozan lo libertino, sus escritores fracasados que encuentran en el fracaso su más grande consuelo. París era un encanto, una ensoñación de luces de donde se inspirarían las más alegres composiciones de nuestra Teresita. Época buena aquella, donde todo parecía fructificar para Teresita, y donde Asly pasaba sus días despreocupada de la vida, recibiendo de vez en cuando correspondencia desde Caracas, tanto de su madre como del administrador de sus negocios. Ya rica y sin preocupaciones, nuestra Asly jamás volvería a esa capital salvaje o a su Maracaibo querido, ya que pronto se vio eclipsada por aquel clima nuevo, aquella manera de vivir tan sofisticada, tan poética.

A pesar de estar tan lejos, la gente en la capital igual seguía recordando aquella mujer tan emprendedora, tan rica, a cuya labor se debía que todas las calles se hubieran llenado de cachaperas. Prontamente un rumor malintencionado recorría los salones de fiestas frecuentados por las damas de la alta y no tan alta sociedad caraqueña. Decían que la cachapera se había ido a vivir a París con otra cachapera, lo que dio origen a un oprobioso término que ha adquirido distintas versiones según el lugar de que se trate. Ya sea cachapera, tortillera, panquequera, etc., vendría a significar más o menos lo mismo, razón por la cual hoy en día podemos atribuir a nuestra inefable Teresita el hecho de haber contribuido en sumo grado no sólo con la música, sino también con la lengua española.

Fue así como Teresita y Asly compartieron durante años aquel apartamento en París, aunque también veraneaban en Nueva York, en la casa familiar de los Carreño, y también en Viena y Praga. Y cuando Teresita se dio cuenta de que el motorizado no tenía entre sus planes llevársela a Nueva York, decidió que era hora de tomar las riendas de su propia vida, armar su mochila, empeñar el piano e irse con su Antonio José a través de la selva, por el Darién que conecta Colombia con Panamá. Dejó a los niños a cargo de la abuela, prometiendo enviar dinero tanto para su manutención como, eventualmente, para mandarlos a buscar. Teresita sabía que el paso de la selva constituía un peligro inexpugnable para cualquier dama bien constituida, aunque lo era más para los niños, susceptibles de ser víctimas de tráfico infantil. Ella y Antonio José atravesaron Venezuela de cabo a rabo y llegaron a San Antonio el mismo día que se extinguían las ballenas. Yo alcancé a conocerlos mientras viajábamos por entre las extensas dunas de Falcón. Teresita afirmó ser un prodigio del piano y Antonio José dijo que desde muy pequeño estaba acostumbrado a enfrentar las peripecias duras de la vida y que tuvo que vender la moto para pagarse el viaje por carretera. Aquella mañana cruzamos el puente Simón Bolívar hacia el lado de Colombia. Íbamos en silencio, tal vez con el pensamiento puesto en aquella tierra que dejábamos atrás o tal vez pensando en devolvernos. Muy en el fondo, bien sabía yo que no tenía la opción del regreso y que ahora más que nunca, si decidiese regresar, sería especialmente perseguido y torturado. Teresita y Antonio José se perdieron entre el rastro de la gente. Tenían por delante de sí un duro camino que recorrer y no, no me refiero a un camino metafórico.

El camino que tenían de frente comprendía el duro paso por la selva controlada por traficantes de personas y de estupefacientes. Tuvieron que pagar más de un coyote hasta quedar del todo insolventes y más de una vez se tuvieron que levantar a las tres de la mañana, en plena selva plagada de mosquitos, humedad y bestias salvajes, para atravesar así, a nado, a pie y en lancha, el río inclemente que parecía repelerlos de sus cauces. No viajaban solos, sino que con ellos iban otros venezolanos, algunos haitianos y unos cuantos ecuatorianos. Como por compañerismo automático, pronto hicieron amistad con algunos de sus compatriotas, tal vez sintiéndose partícipes del mismo destino, la misma suerte, el mismo universo. Caminaron, caminaron y caminaron. Subieron cerros y bajaron con mucha dificultad las barrancas enlodadas. Sintieron desfallecer sus piernas y brazos y se rindieron momentáneamente al borde del camino, sin poder siquiera llorar por respeto a sí mismos. En aquellas alturas, tan sólo llevaban consigo la ropa que vestían. Ya no había dinero, ni mochilas y mucho menos ganas de continuar. Sin embargo, ahora sabían con certeza que regresar nunca sería una opción. Por el camino de la selva se escuchaban las más terribles historias: muchedumbres violadas, hombres que aparecían destrozados en los barrancos, esposos que arrojaban a sus mujeres por el abismo para no verlas sufrir. Teresita no perdía la esperanza, sino que pensaba en sus notas de piano, en sus más recientes composiciones, en sus hermanas que la estarían esperando en Nueva York y, sobre todo, en esos cólicos tan semejantes a los que tuvo cuando quedó embarazada de su primer bebé. Sospecha de un embarazo, pero nada le dice a Antonio José. No vaya a ser que se moleste y quiera golpearla, ya que se le da de mano floja. No sería la primera vez que lo hiciera, pero en esas circunstancias eso sería lo peor que podría ocurrir; un tremendo bofetón, en medio de la selva, sería sin duda peligroso, tanto para el bebé como porque quedarse malograda en medio de un matorral podría significar morir abandonada. Era más que seguro que los otros seguirían su camino, mientras ella agonizaría y pediría auxilio inútil e inclementemente.

De todas maneras, faltarían unos dos meses antes de que se le comenzase a notar la barriga. Así que esperaría a que el viaje llegase a su fin y que se instalasen en Nueva York y así soltaría la noticia bomba. Con dos niños dejados atrás al cuidado de la abuela, eso de quedar embarazada cuando se va directo a un refugio de migrantes en la ciudad del norte no pintaba de la mejor manera, sobre todo luego de haber atravesado unos cuantos países y de casi morir ahogados en el Río Bravo, por allá en México. Su hermana le había dicho que se encontraba en un refugio, pero no se imaginó que la meterían a convivir con centenas y centenas de personas, todas refugiadas, viviendo como pollos de cría en condiciones más que paupérrimas. Horas y horas para poder usar el baño y aquellas náuseas que cada vez se hacían más frecuentes y ahora esas noticias de que quieren deportar a todos los que se encuentran en situación irregular. Regresar a Venezuela sería lo peor que podría acontecerles, porque significaría tiempo, dinero y esfuerzo perdidos y el fin del sueño de consolidar una vida lejos de aquel infierno. Sin embargo, no todas son malas noticias, porque Antonio José ha comenzado a trabajar en la construcción y ya lleva meses de ahorro y ha podido comprarse su moto. Junto con otros amigos, Antonio José quiere emprender el negocio de las entregas a domicilio, al que se dedica la mayoría de los venezolanos. No tiene licencia, no tiene papeles de ningún tipo, pero sabe que con ese niño que viene en camino tiene que esforzarse mucho más. Al final de cuentas, tal vez no vuelva a ver a aquellos hijos que quedaron atrás. Nunca se sabe. Enviar dinero a Venezuela no es nada fácil y la situación está cada vez más mala. Nada que ver con aquello que les pintaron antes de salir. Nueva York parece una nevera en invierno y en el verano hace un calor que provoca desmayos. Y ahora la noticia de la Teresita embarazada.

Antonio José recuerda unos ancestros muy lejanos que alguna vez recorrieron la sabana a caballo, devorando todo el mundo a su paso. La vida en el refugio está cada vez más difícil y hay que buscar dónde alquilar, aunque sea un cuarto, porque ya los están sacando. No puede darse el lujo de seguir viviendo de a gratis, por lo que hay que salir pronto de aquel galpón. El norte es sólo para los de carácter fuerte, porque aquí cualquiera se rinde y se entrega para ser deportado. Pero Antonio José no. Él tiene sangre de llanero, de guerrero, de conquistador y destructor de ciudades. No nació para rendirse ante la primera dificultad. Nació para comerse el mundo, dominarlo, metérselo dentro del bolsillo. Sacará a su mujer y a su hijo adelante, con los dientes, con las uñas, con su moto. Se siente un rey que rueda por las calles de Central Park, tal como lo hizo uno de sus ancestros hace unos ciento cincuenta años. Aquel que separó los países y creó a Venezuela se desplazaba como él en la pista, buscando rebuscarse la vida. El Negro Héctor también se desplaza en la pista, parando esa moto de caballito, con la rueda trasera, en plena Gran Manzana, en medio de una noche bulliciosa, concurrida y llena de luces de neón. Por la pantalla gigantesca se muestra una mujer sentada al piano: Teresita, genial entre las teclas. Algunos de los numerosos transeúntes voltean a mirarla. Otros siguen de largo, perdidos, sin rumbo. Asly espera angustiada en el refugio, porque el Negro Héctor no ha ido a visitarla en todo el día. Antonio José y el Negro Héctor compiten para decidir quién es el más osado con las piruetas. Nadie gana. La avenida se estremece con la salsa baúl y el anís Cartujo. Estos chamos han tomado la calle para sí. Se han apoderado de Nueva York. La historia venezolana siempre estuvo ligada, de alguna manera u otra, con la historia de Nueva York.

Este texto pertenece al libro del mismo título que ha publicado Ediciones del Viento.

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