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Mientras tantoLa seducción reaccionaria

La seducción reaccionaria


Están siempre en cualquier biblioteca: rodeados de polvo, con letras góticas, en tochos inacabables. ¿Sus retratos? Miradas rectas, barbas cuidadas, expresión virtuosa y los puños de camisa pulcros.

Menéndez y Pelayo, gran investigador de libros y mujeres

Los aristócratas, recuerda un gran facha carismático como César González-Ruano, solían sacar de su chaqueta los puños como señal de clase. Una casta que se extinguía, aquella de flor de lis y chocolate caliente, y que perdía casi toda su potestad para quedar solo como crisol de melancolías. Estos recuerdos, esas tristezas, son guías de vida cuyo final se otea y ofrecen una crudeza y gravedad que resuenan a medida que se envejece. Pocas cosas más dolientes, un ejemplo, que ese Sitges de posguerra donde Ruano, antisemita eterno, vislumbra el colapso de su idolatrado mundo reaccionario unido al retroceso de los “Panzer”:

“Aquel Sitges, escenario de los últimos excesos de mi vida en oposiciones a suicidio, me recibía ahora, entre calmado y caduco, y siendo el mismo, porque no había cambiado ni una piedra, me parecía otro pueblo, igual que ocurre con las personas que supusieron algo en tiempos apasionados y a las que volvemos a encontrar estando ya nuestros ojos tranquilos y llevando en su sitio el corazón. Cada rincón y cada cosa, como una caja de música, abría para mí una canción a la que yo iba poniendo una letra que no rimaba, una letra que se encajaba mal a las notas. Todo, un próximo, parecía historia y no me era difícil imaginarme a mí mismo por aquellas calles y verme, desde mi yo de ahora, casi con curiosidad como a un ser pintoresco y no muy conocido”.

Por supuesto, este hechizo no pretende convertir al lector en un ser de lejanías -cosa al alcance de gafapastas ennegrecidos con la ambición de provincias- sino crear nuevos militantes para su causa rancia. Esas frasecitas ingeniosas, esos “escolios” a lo Nicolás Gómez Dávila, son simplemente las bayonetas que erigen tronos a las dinastías, los mejores, o a las patrias, los peores. Aún con todo, esos juicios que cruzan acantilados con el puente fantasma de las certezas de años nos embelesan, nos hechizan. Otra pieza suelta, de Jünger, podría valer como ejemplo:

“En los vuelos nocturnos sobre los continentes, las ciudades relucen como nódulos inflamados en el entramado nervioso. No es la luz de las moradas dichosas”.

Todos ellos fallan mi hipnosis: disfruto la melodía, pero no me hacen creer en sus tempestades apocalípticas. Porque son más bien profetas de una muerte inminente que siempre fue mucho más personal que universal. Así se iniciaban, de hecho, las memorias del padre y maestro místico de todos ellos:

“Veo los reflejos de una aurora cuyo sol no veré surgir. Solo me queda el recurso de sentarme al borde de mi tumba, después de lo cual bajaré resueltamente con el crucifijo en la mano a la eternidad”.

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