No sabe por qué, uno cada vez que ve a Ada Colau se la imagina en la oficina de la Genco Oil Company convertida en una figura respetada en el barrio. Después de su activismo, se le ha quedado la sensación de que van a visitarla los caseros como el signor Roberto allí a la oficina de Guanyem, para decirle que la signora Colombo se puede quedar en el piso, y por supuesto también con el perro. Se recuerda, además, una entrevista que le hizo Cristián Campos en Jot Down donde casi sólo faltaba que hubiese aparecido de repente desde Sicilia el hermano de Pentangeli.
Uno fantasea desde su ventana con la vista puesta en el horizonte como en el futuro y ve a Colau dentro de treinta años en su despacho, sentada frente a Bonasera, que en este caso es un afectado de la hipoteca, quién le dice: “Creo en España. España construyó mi casa”, comienza el funerario. “Aprendí a pagar las cuotas. No protesté. Un día ya no pude pagarlas. Yo me resistí. Defendí mi honor. Y me echaron a la calle como a un animal. Cuando traté de entrar habían cambiado la cerradura. No podía ni llorar a causa del dolor. Mi casa lo era todo en mi vida. Una casa preciosa, y ya nunca volverá a serlo”. Bonasera solloza. “Perdón”, susurra.
Colau hace un gesto para que le den algo de beber. “Yo acudí a la Ley como buen español”, prosigue Bonasera, “… y el juez confirmó el desahucio. Le dije a mi mujer: la justicia nos la dará doña Colau”. Al fin ésta habla: “¿Por qué acudiste a la Ley y no acudiste a mí primero?”. “¿Qué tengo que hacer? No importa lo que sea. Pero ayúdeme en lo que le pido”, responde Bonasera. “¿Qué quieres?”. El funerario se levanta y le dice algo al oído. Al fin se puede ver el rostro de Colau, que duda unos segundos, “eso no puedo”, dice. “Haré lo que me pida”, insiste Bonasera.
Se ve a Colau acariciando un gato que juega sobre sus rodillas. “Nos conocemos desde hace años y por primera vez vienes a pedirme ayuda. Ya casi no me acuerdo de cuando dejaste de invitarme a tu casa a tomar café. Pero hablemos claro, nunca has querido mi amistad. Te asustaba tener relación con nosotros”. “No quería correr ningún peligro”, interrumpe Bonasera. “Entiendo. Tu paraíso era España. Tenías tu trabajo, la vida te iba bien, y no me necesitabas… Pero, ahora vienes a mí a decir: doña Colau, pido justicia… y pides sin ningún respeto, no como un amigo, ni siquiera me llamas madrina, en cambio vienes a mi casa a pedirme que te devuelvan la tuya.” “Lo que pido es justicia”, añade Bonasera. “Eso no es justicia”, responde Colau.
“¿Qué tengo que hacer?”, pregunta Bonasera. Colau se levanta. “Bonasera, Bonasera, ¿qué he hecho yo para que me trates con tan poco respeto? Si hubieras mantenido mi amistad los que te echaron de tu casa lo habrían pagado con creces, porque cuando uno de mis amigos se crea enemigos yo los convierto en mis enemigos. Y a ese le temen”. Bonasera baja la cabeza. “¿Amigos?, madrina…”, susurra tembloroso antes de besarle la mano. “Bien”, dice Colau mientras le coge del hombro y le acompaña a la puerta. “Algún día, y puede que ese día no llegue, acudiré a ti y tendrás que servirme. Pero hasta entonces, amigo, acepta mi ayuda en recuerdo de la PAH”. “Grazie, madrina”, responde Bonasera antes de salir. “Prego”, dice Colau.
Aparece en escena Tom Hagen. Colau le advierte: “Que se encargue de esto Clemenza, con gente de mucha confianza que no se me entusiasme, porque no somos terroristas a pesar de que lo diga esa Cifuentes.”