
El anónimo autor de la Epístola a los Hebreos acertó, claro está, en ver en el sacrificio de Isaac una prefiguración o tipo de la muerte y resurrección de Cristo que, como tal, ilumina aspectos del drama humano de la Pasión que los Evangelios se guardan, como tendremos ocasión de considerar en su momento.
El comentario de Hebreos 11:17-19 se encuadra en un extenso capítulo dedicado a una multitud de hombres y mujeres de fe que nos han de servir de ejemplo, según el autor, por lo que tanto Cowper como Kierkegaard estuvieron en lo cierto en verse interpelados por la obediencia de Abraham aunque confundieran su aplicación subjetiva y personal.
Tampoco debemos descartar sin más la protesta de Sánchez Ferlosio, ya que la demanda de Dios es a todas luces aberrante desde una perspectiva humana, solo justificable a la luz de los eventos de Getsemaní y el Gólgota a los que apunta. La razón por la que el sacrificio de Isaac va en línea recta hacia la Cruz es evidente: Jesús es el «autor y el consumador de la fe» (He. 12:2), es decir, el Creyente por antonomasia en cuya persona confluyen todas las soledades de todos los hombres y mujeres de fe.
El valor de las historias del Antiguo Testamento queda patente: dan calor y color a los eventos que el Nuevo Testamento relata con parsimonia y discreción. Hegel, en su Fenomenología del espíritu, emplea una metáfora ingeniosa que nos sirve para ilustrar la unidad orgánica de los dos Testamentos. El brote que da paso a la flor, y la flor que da paso al fruto, forman parte imprescindible de un proceso:
«El brote desaparece cuando la flor se abre paso, y podríamos decir que la primera es refutada por la segunda; de la misma manera, cuando llega el fruto, la flor puede explicarse como una falsa forma de la existencia de la planta, pues el fruto aparece como su verdadera naturaleza en lugar de la flor. La actividad incesante de su propia naturaleza inherente hace de estas etapas momentos de unidad orgánica, donde no sólo no se contradicen entre sí, sino que una es tan necesaria como la otra; y constituye así la vida del todo».
Así es cómo las historias del Antiguo Testamento no resultan caducas u obsoletas, sino contributivas a la realidad suprema de Cristo. San Agustín lo expresó a su manera, en su memorable dictum: Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet. Nadie lo ha dicho mejor.
Una maravillosa ilustración de este fenómeno se encuentra en el Mesías de Händel, donde llama la atención el hecho de que el sesenta por ciento de los textos escogidos por Jennens para su libreto proceden del Antiguo Testamento, y la razón no es difícil de encontrar.

El propio título del Oratorio nos remite a la promesa largamente anunciada por los profetas hebreos de la venida de un Ungido (Masiah en hebreo, Christos en griego) que sería enviado por Dios para redimir a su pueblo. De ahí que la sobrecogedora aria que inicia la Tercera Parte tras el apoteósico Aleluya con el que concluye la Segunda, Yo sé que mi Redentor vive, tomada del libro de Job, esté perfectamente legitimada, ya que la angustia y soledad de Job prefiguran como ningún otro libro del A. T. la soledad y angustia de Cristo.
Al testimonio de los hombres y mujeres de fe que pueblan las páginas de la Escritura acudiremos para sondear sus silencios y soledad, pero termino este artículo con la queja de Teresa de Ávila en un texto tan característico de una mujer ávida de la presencia de Dios:

«Es cierto que yo me he regalado hoy con el Señor y atrevido a quejarme de su Majestad y le he dicho: ¿cómo, Dios mío, que no basta que me tenéis en esta miserable vida y que por amor de vos paso por ello y quiero vivir adonde todo es embarazos para no gozaros, sino que he de comer y dormir y negociar y tratar con todos y todo lo paso por amor de vos, pues bien sabéis, Señor mío, que me es tormento grandísimo y que tan poquitos ratos como me quedan para gozar de vos, os me escondáis? ¿Cómo se compadece esto en vuestra misericordia? ¿Cómo lo puede sufrir el amor que me tenéis? Creo yo, Señor, que, si fuera posible poderme esconder yo de vos como vos de mí, que pienso y creo del amor que me tenéis, que no lo sufrierais. Mas estáis vos conmigo y veisme siempre, no se sufre esto, Señor mío; suplícoos miréis que se hace agravio a quien tanto os ama».
Sobre el Deus Absconitus, el Dios que se encubre, volveremos a hablar en su momento.
Posdata:
¡Albricias! Los mirlos que fracasaron en su primer intento de criar prole ahora alimentan dos o tres polluelos que reclaman comida sin cesar. La madre es quien se dedica de sol a sol a su nueva responsabilidad, mientras el padre de las criaturas la regala el oído con voz potente, y da la señal de alarma cuando aparece una urraca en el jardín. ¡Chapeau!