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Mientras tantoLa soledad de la fe

La soledad de la fe

La soledad del creyente   el blog de Stuart Park

Llegados a este punto en el ecuador de nuestro recorrido por el tema de la soledad del creyente, mis lectores se habrán dado cuenta hace tiempo de que hemos hablado de soledades propias y ajenas pero que no hemos definido qué quiere decir ser «creyente», es decir, qué entendemos por «fe», una falta imperdonable que intentaremos subsanar. Nos referimos, claro está, a la fe que se centra en Cristo.

El término «fe» se presta a múltiples y variadas interpretaciones, y la confusión no es nueva. El historiador carmelita Teófanes Egido, en un artículo titulado «Claves históricas para la comprensión de San Juan de la Cruz» (Salamanca 1991) habla de la irrupción de lo «sobrenatural» frente a la «palabra de fe» y describe la tensión entre el «espíritu evangélico» de Juan de Yepes y la religiosidad reinante de su entorno:

Erasmo de Rotterdam

 

«En aquel ambiente de ansiedad milagrera… San Juan de la Cruz fue una excepción llamativa y disonante. Su espiritualidad erasmista y depurada es tan racional como irreconciliable con cualquier asomo de superstición, de vulgaridad chocante con la dignidad de lo religioso. En su sistema espiritual el milagro no solo sobra; da la sensación de que estorba como si se tratara de añagazas tendidas al encuentro con Dios en la desnudez de fe. Como su espiritualidad es fuertemente cristocéntrica y parte de la teología de la Cruz, es comprensible que el misterio de la salvación culminase en el mayor desamparo y aniquilamiento del Señor: “en él hizo la mayor obra que en (toda) su vida con milagros y obras había hecho” (Subida 2, 7, 11). En consecuencia, tiene que desdeñar la afición colectiva a los milagros, muchos de ellos producto “de los secretos de la naturaleza” (hay que saber valorar estas posiciones preilustradas), cuando no instrumentos de engaño por falsos profetas o estímulos de conductas farisaicas, de vanidad, de codicia espiritual, y siempre “desarrimo del hábito sustancial de la fe”. Por formación humanista, por hondura espiritual, por la experiencia mística y el rechazo frontal del estilo religioso arraigado, llegó a establecer el principio tan hermosamente formulado como entonces desoído: “No es condición de Dios que se hagan milagros; que, como dicen, cuando los hace, a más no poder los hace”» (Subida 3, 30 y 31).

La espiritualidad «fuertemente cristocéntrica» de Juan de Yepes, «irreconciliable con cualquier asomo de superstición, de vulgaridad chocante con la dignidad de lo religioso» y su teología de la cruz frente al «engaño por falsos profetas o estímulos de conductas farisaicas, de vanidad, de codicia espiritual» nos invita a considerar las características de la fe en su desnudez y desamparo, encarnada en la figura de Cristo crucificado, centro de la predicación de Pablo (1 Corintios 2:1-5).

La fe bíblica involucra la mente y el corazón. No se impone, es fruto de la libertad. Se basa en evidencias, es racional. La evidencia en que se basa no es tangible, es moral e intelectual. No se trata de una experiencia mística o pasiva concedida solo a unos elegidos, y a los demás, no. No es un mérito, no hace al creyente más estimable que quien no cree. Tiene mucho de misterio, es imposible de definir adecuadamente o reducir a un sistema teológico abstracto, y se manifiesta por sus obras.

Las cosas no han cambiado mucho desde tiempos de Juan de Yepes, y frente al espectáculo religioso y el predominio del folclore conviene reivindicar la «palabra de fe», en apariencia débil, pero poderosa como el propio Saulo de Tarso constató.

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