“Castilla es un frescor”.
Hay frases que, apenas leídas en una página u oídas en una conversación, se nos quedan grabadas para siempre. Como aquella primera, sorprendente y luminosa, del librito que hace mucho tiempo le dedicó Jiménez Lozano a Ávila, la Constantinopla de su infancia: “Castilla es un frescor”.
Y yo no sé lo que es Castilla, pero sé que Castilla es —sí— esa sorpresa: la sorpresa del agua y el verdor en mitad del páramo. La de la vida mínima y frágil que, a pesar y en contra de todo, se aferra a una grieta, a un paraje escondido.
Cada quien construye sus fantasías geográficas con materiales insospechados. Lo han movido siempre a uno la lengua, la toponimia, las historias y un puñado de sugestiones más o menos literarias. Será por eso tal vez por lo que yo, como Azorín, no puedo escribir la palabra Castilla sin emocionarme.
Pero también porque es Castilla, claro, un frescor: “un pequeño rincón de árboles” (Jiménez Lozano), “una leve umbría como un consuelo en medio de la estepa o de pelados alcores, un manantial que corre suavemente, sin mucho ruido…”. Yo di con él tras caminar por el árido barranco de un arroyo seco: en un frondoso verdegal, la maravilla repentina de aquella charca de agua transparente —el manadero del Aguisejo— que de la nada surgía.
Aunque si es algo Castilla, será también un temblor, la sorpresa renovada de la soledad y del silencio. Buscando refrescarme en ellos, me desvié del camino para llegar, por fin, a Madrigal de las Altas Torres: todo viene de la tierra y allí torna después. Visité la habitación de Machado en Segovia, y en Ávila, de noche, recorrí la calle de la Muerte y de la Vida. Tras una curva de la carretera, conocí la hermosa desolación de San Pedro de Arlanza. Desde el claustro de San Juan, fui despacio a San Saturio. Aquellas tardes de agosto, en Gredilla de Sedano, admiré el murmullo laborioso de los dujos y el quieto espejismo de una piscina perfecta. Caminé por la judería de Cuéllar: no se oían ya los gritos, ni el murmullo de las preces. En Valladolid (“a city becomes a world…”), la mirada de un adolescente melancólico me esperaba en la galería de orlas del caserón de San José. Para extremar las distancias, subí a la muralla de Urueña y a la torre de Moñux; a Urbión, Peñalara y el pico del Lobo. Me acogí a la sombra fría de San Baudelio, en una España que existe de puro milagro. Y en un cielo inmenso, una noche de julio, contemplé el Camino con ella, acostados al raso entre Frómista y Carrión.
“El viajero encuentra siempre lo que quiere encontrar”, dijo también Azorín. Aunque sea sorprenderse. Cuando vuelvo a Castilla, lo que busco sigue ahí: un horizonte lejano y la vibración de un aire increíble y verdadero; unas palabras sencillas, bien cortadas, significantes; y en la tierra parda, de improviso, un reducto verde de vida y frescor.