Se puede decir que cuando se va a ver La traviata se va a ver una más en la carrera de todo aficionado a la ópera. Los hitos los marcarán, habitualmente, las voces. Es decir, los cantantes. Y, puede que el director de orquesta que cuando es bueno hace sonar a Verdi con excelencia. Lo demás se deja al folletín de principios del siglo XX y a las decoraciones, es decir, el vestuario y las escenografías bonitas. Cuanto más bonitas mejor, aunque se está ante un dramón de telenovela, que en estos tiempos sería de telenovela turca.
Y es que se está ante la historia de una cortesana de lujo, lo que hoy sería una escort, de la que se enamora el hijo de un aristócrata. Amor al que ella corresponde, incluso rechazando a este amor y sus propios sentimientos para que la familia del amado, en concreto su hermana pequeña, pueda casarse con el hombre que le tienen destinado. Algo que acríticamente se puede aceptar, pero ¿para qué rechaza Violeta, la protagonista, su amor para que una persona que no conoce de nada pueda disfrutar del suyo? ¿Qué necesidad personal cubre? ¿Qué necesidad pedida por Alfredo cubre? En las propuestas tradicionales es difícil de entender esta decisión y más difícil que las poblaciones educadas en democracias occidentales no se hagan y se hayan hecho esa pregunta.
Por supuesto, esta mujer de mala vida y peores compañías, juerguistas irredentos, fiesteros, atendiendo a la moral de su época es condenada a una enfermedad mortal. Que en aquel entonces era la tuberculosis que estaba diezmando Europa, lo que si fueran los ochenta y noventa del siglo XX sería el sida. No solo eso. No tiene pareja estable, no está casada, así que siempre está acompañada en las alegrías, pero, al no mediar matrimonio por la iglesia, no tiene compañía en las adversidades.
Aunque, como había que dar una buena imagen de la burguesía y clases altas, que llenaban los teatros, había que agradarles, como antes los dramaturgos tenía que agradar a los reyes. Por eso, Violeta, nuestra díscola protagonista (atención spoiler para los que no conozcan la ópera) no morirá sola. Su amami Alfredo y el padre de este, que le está eternamente agradecido por su renuncia, acudirán para acompañarla en sus últimos momentos.
Hasta ahora, así se contaba la historia. A partir de la dirección de escena de Barbora Horáková Joly la cosa va a cambiar radicalmente. Decir que ese cambio es por la incorporación de la mujer a la dirección de escena, es, quizás, recurrir al argumento más fácil y débil. Creo que tiene que ver más con el cambio que se está produciendo en la sociedad, es decir, de hombres y mujeres. Un cambio que está moviendo el punto de vista sobre la tradición. Si es un clásico, de la ópera o de lo que sea, es porque permite contar lo que pasa y lo que nos pasa en el mundo actual, como lo hicieron en su momento.
Esto hace, al menos en la versión que se puede ver en la Semperoper de Dresden, que desde una visión contemporánea, se entienda mucho mejor lo que pasa en la ópera. Y no haya que aceptar acríticamente esa más que endeble trama, tal y como se representaba hasta ahora.
Porque a Violeta, la traviata protagonista, que se ha puesto el mundo por motera, el mundo que le tocó vivir, le pasan dos cosas que ha sabido ver. La primera, se extraña de que sea capaz de sentir por Alfredo algo distinto de lo que ha sentido por otros hombres. Un momento muy bien marcado tanto en el canto como en las acciones que se ven en escena. Y es que esta directora de escena ha sido fraile antes que monje. Es decir, ha sido soprano.
Por si fuera poco, esta directora de escena además ha sido ayudante de dirección de Calixto Bieito. Nombre que es como nombrar a la bicha para muchas de las personas aficionadas a la ópera, sobre todo en España. Y una vez que se sabe esto, se entiende mucho mejor lo que ha hecho. Y, no, no es la versión femenina de Calixto Bieito. Es una directora de escena con personalidad propia que se ha formado en las mejores escuelas, cantando y trabajando con los mejores y en los mejores cosos operísticos, pero, sobre todo, con ese director de escena.
Así que Violeta disfruta de su vida y, tiene dudas razonables de que la vida en pareja sea lo suyo, por mucho tilín y tolón que le haga Alfredo. Por eso, cuando el padre de Alfredo viene a pedirle que deje a su hijo para que su hija pequeña se pueda casar bien. Ella, que es una señora libre e independiente, sabe que esa vida que el conde le cuenta que va a tener su hija no es para ella. Y, no rechaza por amor a Alfredo, sino por amor a sí misma. El amor romántico, de princesas Disney, no es lo suyo. Aunque no lo rechaza ni para otras ni para otros.
¿Cómo es entendida esa libertad por el resto de la sociedad? Mal. No pueden por menos de reírse de ella. Fantástica esa escena en la fiesta de casa de la amiga, esa música y coros de tema español con toros y toreadores, en la que se burlan de sus amores con Alfredo donde a Violeta la representa una drag, en una de esas versiones exageradas de lo que es una mujer dadas desde el punto de vista masculino de hombres que subliman tanto a las mujeres que sienten la necesidad de ser la versión más extrema de ellas.
Y, Alfredo, no puede por menos de arrasar con la que piensa es su propiedad. Despojándola de cualquier dignidad delante de todos, que para algo es un hombre. Aunque haciéndolo es él, el que se despoja de cualquier seniority o clase que pudiese tener. Porque ser rechazado, que te digan que no te quieren, aunque sea una escort de lujo, es duro y doloroso. Pero la mejor defensa no es un buen ataque, pues, en estos casos, a la burla, totalmente injusta, le sigue la condena social y porque la persona amada es libre no de amarte, algo que hay que aceptar.
Y mientras los humanos están a estas cosas de cómo “una señorita bien señoreada” tiene que comportarse para ser una señora, algo totalmente banal que se impone (igual que se impone un modelo de ser “hombre de provecho” en la sociedad), se olvida una pequeña cosa. Una cosita que en escena se representa con un enano, siempre presente, que habitualmente tiene su cara cubierta con una careta de calavera. Sí, la muerte que se haga lo que se haga, espera a todo humano y ser viviente por el simple hecho de serlo.
Y cuando uno muere, muere siempre como Violeta. Es decir, más solo que la una. Ah, que no. Que en esa falsificación de la vida de La traviata en el que conscientemente se ha educado al público de ópera el bueno de Alfredo y su padre la acompañan en sus últimos momentos. Por cierto, lejos ya de la vista de la sociedad parisina, donde no corren ningún riesgo de manchar su nombre con asociaciones poco recomendables.
De nuevo, la directora de escena da un vuelco. No cambia ni un ápice lo que dice el libreto y menos la música. Pero el espectador habituado a un finale que considera canónico es enfrentado a una verdad. Cuando te mueres, te mueres solo, sobre todo si los que mandan te han dado la puntilla social. Eres tú quien te enfrentas a ese enano, ese temor, que tratabas de ocultar en las fiestas, y debajo de la cama y las alfombras, como una pelusilla. Entonces se agranda, te mira y le miras a los ojos. Si eres como Violeta, que quieres vivir la vida, eso da pánico, da terror.
Todo eso y mucho más se ve y se oye en esta producción. En la que Verdi y sus libretistas son clásicos porque son capaces de hablar de lo que nos preocupa y ocupa en el presente. Como unos más en el debate público. Y esas Vanitas que se proyectan en los entreactos en los telones y en el hermosísimo video final en el que una calavera y una mariposa se acaban convirtiendo en dos bocas besándose con deseo y, por último, en un cuerpo desnudo sobre la tierra adquiere todo su sentido, un sentido artístico.
Mucha gente al leer esta crítica dirá que se habla poco de la música en todo lo anterior. Hay que decir que nada de lo anterior se podría decir sin ella. Que la orquesta de la Semperoper dirigida por Stefano Ranzini junto con la acústica de la sala hace sonar muy bien esta traviata, hasta el punto de que como espectador uno se puede desentender de su ejecución y estar a comerse el turrón, es decir a lo que se cuenta. Y, si bien es cierto que los cantantes no tienen nombre, se les conoce poco o nada fuera de la profesión, todavía, tienen voz y, lo que es mejor, saben para que usarla, como accionarla con el cuerpo para que suene en la cabeza del espectador no una agradable emoción, sino un sentimiento. No para ver algo bonito, agradable mientras uno se toma un vino espumoso y canta libiamo, sino algo bello. Por tanto, atención a Barbora Horáková Joly, que parece dispuesta a dar la batalla de la belleza en escena.