No conocía a nadie que hubiera escrito acerca de lo que ocurre dentro de los gimnasios. Nunca había leído un relato que recogiera todas esas conversaciones tan fructíferas que se suceden entre la clase de cycling y la de body pump, entre la ducha y la crema anticelulítica o entre esas posturas inverosímiles que se inventaron para decir adiós a los michelines que asoman por encima del pantalón. Y quería hacerlo yo. Hace poco, sin embargo, me di cuenta que se me habían adelantado. Porque Alberto Marcos, en el que es su primer libro, La vida en obras, me ha robado el tema. Leí en el índice –casi enfadada– que uno de sus relatos se llamaba “¿De qué hablan los hombres en el gimnasio?”. Eso se avisa, Alberto.
Hace seis años que voy al mismo gimnasio y ya es casi como una relación de novios: los dos conocemos nuestros puntos débiles. Él sabe que soy de esas que deja de hacer abdominales cuando el monitor se despista, de las que sube la resistencia de la bici cuando el profesor pasa a controlar o de esas que se va de una clase si tiene coreografía. Sí. Vamos, que seis años dan para mucho. Pero sobre todo, para escuchar. Y supongo que Alberto Marcos ha pasado también mucho tiempo escuchando. Pero no solo en los gimnasios. Porque todos los relatos incluidos en La vida en obras denotan eso: que ahí detrás hay alguien que sabe escuchar en los lugares en los que aparentemente nadie dice nada.
Sus historias no están ambientadas en barrios marginales. En ellas no hay ni rastro de familias desestructuradas o de mujeres que no llegan a fin de mes y se prostituyen en las calles de Madrid. Nada eso. Su libro está lleno de buenas maneras, de familias que viven en suntuosas urbanizaciones y de niños que se van a Maryland en verano para aprender inglés. Porque la vida en la urbanización es fácil. Tener dinero es bueno y todos somos felices si tenemos dinero, ¿no?
Exacto. Eso es. Los protagonistas de sus relatos lo tienen aparentemente todo. Un chalé, un loft, partidos de tenis y asados con los amigos. Nóminas con muchos ceros y jarrones de porcelana china en el salón. Son la representación perfecta de la foto de perfil de Facebook. Sin embargo, cuando traspasamos las puertas de sus casas nos encontramos con preguntas sin respuestas. Adolescentes que se preguntan cuál es el precio que hay que pagar para ser adultos. Chicas que se operan para tener más pecho o chicos que no asumen su sexualidad. También hay manchas de humedad que aparecen de repente y crean un desacostumbrado paisaje de angustias en el techo. O unas increíbles medidas de seguridad que protegen a los habitantes de casas enormes, aunque nadie sabe muy bien de qué. Acaso de ellos mismos.
Hay muchas piscinas en este libro de Alberto Marcos. Mucho césped, pero sobre todo, mucha soledad. Y prostitución. Pero no de la que aparece en las páginas de contactos ni de la de Pretty Woman, sino de la otra: de esa que a menudo se camufla detrás de otros nombres. De esa prostitución tan aceptada que lanza destellos desde los brillantes perfectamente alineados de una sortija.
Últimamente, cuando paso por debajo de un andamio, desafiando las leyes de la superstición, se me viene a la cabeza La vida en obras. No por el título –que también– sino porque Alberto Marcos, con esta lucidez que le caracteriza, nos recuerda cómo a veces, todo se resquebraja a nuestro alrededor. Cuando no son los miedos, son las certezas. Y sus relatos son un modo de decirnos eso que nos cuesta tanto escuchar: que todos estamos en un permanente estado de obras. A veces, eso es cierto, agradecería que alguien nos lo advirtiera con uno de esos carteles de color amarillo chillón: “En obras. Prohibido el paso”. No sea caso que haya desprendimientos.