
Pontevedra, 21 de abril de 2023
Naturalmente, de los poetas puede uno extraer hermosas citas, pero del gran poeta americano Rubén Darío, origen de la moderna poesía española, especialmente: «¿Quién que Es no es romántico?», del poema «La canción de los pinos», con su admirable y alambicada sencillez y esa sublime, definitoria y muy intencionada mayúscula en la primera forma verbal. Segundo hemistiquio del primer verso de una estrofa que avanza, holgadamente, rematando en humor: «Aquel que no sienta ni amor ni dolor, / aquel que no sepa de beso y de cántico, / que se ahorque de un pino: será lo mejor…»
Rubén gozó mucho del vino, lo exaltó justamente, pero malogró su vida de una manera terrible por abusar tantísimo del dorado néctar. Nueva espléndida y resuelta cita (los dos últimos versos del soneto «El ánfora»): «El vino rojo tiene mi luz, mi poesía: / quien lo hace, son los dioses, y quien se embriaga, yo.» Pero la cita que prefiero del genial nicaragüense, por su cabalísima exactitud, es ésta: «La vida es dulce y seria», del poema «Mientras tenéis, ¡oh negros corazones!», perteneciente al libro Cantos de vida y esperanza.
Para muchos, los desdichados, los infelices, los desafortunados, no digamos los suicidas, la primera consideración de Rubén sobre la vida sería extremadamente problemática. Sin embargo, la vida es dulce, sin duda alguna. Lo es no en las circunstancias que el tiempo de la vida pueda hacer derivar sino en el puro proceso de su origen. La vida parte de un placer, el placer sexual, placer de los placeres. Placer movido por el mayor empeño abarcador: el deseo. Lo que mueve verdaderamente el mundo no son las religiones, ni los programas ideológicos, ni siquiera el dinero, sino el deseo, el deseo sexual, principio inexcusable de todo lo que vive.
«Sólo lo original es verdadero -escribe Cioran-. Todo lo que la mente inventa es falso». Dulce es el tictac primigenio, necesario, por el que se encamina la existencia. El ritmo acompasado del corazón de los animales. El mesurado flujo de la savia vegetal. Las circunspectas dosis de los elementos componentes del aire y de las aguas. Los sentidos, en su sentido primitivo, son diversas apreciaciones siempre dulces. En un entorno virginal y no contaminado, es sumamente agradable el ver, el tocar, el oler, el gustar el oír.
La acción que conforma esa dulzura vital consiste en el amor. Palabra tan versátil que expande su significado desde una raíz del vocablo «madre» en la remota lengua indoeuropea («mama», quizá, es la expresión más antigua del habla). En ese enigmático idioma, para nosotros sólo manifestable en su reconstrucción lingüística, amar quería decir, específicamente, acariciar la madre a su bebé. Como vemos, acto relacionado con el principio de la vida, sin ambages mostrada dulce.
Si declaras amar a alguien, te conviene no usar sólo ese verbo ambivalente, difuso (la Iglesia lo utiliza en su rechazo a la sexualidad), y emplear la variopinta batería de sus matices: estimar, admirar, comprender, respetar, venerar, apreciar, etc., etc. Se puede amar el saber, encarnado en los libros; o el paisaje, la montaña, el arroyo, el mar, es decir, la Naturaleza; o la paz del hogar, subiendo el tono, incluso, la decoración. En definitiva, el amor es un plácido acuerdo con la vida. Un gran gozo en el espléndido y prolijo escenario que la vida ha dispuesto.
La vida, con ser dulce, su dulzura esencial siempre está amenazada por durísimas leyes. A esto se refería Rubén Darío al proclamar que la vida, a pesar de ser dulce, también es seria. El bienestar respiratorio, bienestar inconsciente y tranquilo las más de las veces, cesaría con tragedia al faltar el aire. La soledad, sin aceptación, sin su posible y rico aprovechamiento, debilitaría, conminatoriamente, el dinamismo vital. No sólo la falta de salud física, sostén alegre de la vida, sino un grave deterioro sentimental hace peligrar la siempre anhelada sucesión en un ámbito sano, duradero, vitalista. La vida se doblega a duras leyes. Aunque, ¡no digamos la muerte! La vida tiene la capacidad de bandearse, de caer y recuperarse, de saber cuál es el problema y corregirse. Sin embargo, la muerte muestra enseguida, de forma irremediable, ignorancia, putrefacción, nada.
Para concluir, exclamemos efusivamente, como acostumbra a decir con salero mi buen amigo Agustín Porras: ¡VIVA RUBÉN DARÍO!