Vaya día. Ahí estaba yo en el Casino de Madrid de la Calle Alcalá rodeado de la flor y nata del mundo financiero español como si fuera uno más de ellos: traje de dos mil euros y mi coche de cuarenta y siete mil en la puerta, que se lleva el "aparca" feliz y orgulloso de servirme.
La vida misma
Vaya día. Ahí estaba yo en el Casino de Madrid de la Calle Alcalá rodeado de la flor y nata del mundo financiero español como si fuera uno más de ellos: traje de dos mil euros y mi coche de cuarenta y siete mil en la puerta, que se lleva el «aparca» feliz y orgulloso de servirme. No me cuesta nada mimetizarme con el paisanaje porque llevo haciéndolo quince años y mis jefes dicen que lo hago de puta madre; me pagan bien por ello y me dan palmaditas en la espalda, aunque algunas parecen más bien puñaladas. Intercambio de tarjetas, apretones de manos, calurosos abrazos como si fuéramos amigos de la infancia, todos encantados de conocernos porque la vida nos va viento en popa y a chuparnos las pollas un buen rato. La comida insulsa, el discurso un peñazo… En esa clase de situaciones mi mente vuela sin control y realiza un rápido ejercicio de introspección: «Este no soy yo, ¿qué coño hago aquí? No, yo soy el que camina con chandal y sudadera por la Gran Vía de domingo a miércoles por la noche, sin afeitar, sin que nadie repare en mí, no me piden dinero ni los «homeless» porque tengo pinta de perdedor y con las pocas monedas que llevo me tomo un agua en la Fábrica de Pan». Ahora tengo que darle conversación al gilipollas que se sienta a mi lado al que luego le voy a sacar cien mil euros y está que no mea en la silla; con sus treinta y poco parece que levita el muy imbécil porque le hemos invitado a esta mamonada y se siente el no va más. Lo peor es que se cree que yo sí soy un tío importante en la empresa… ¡Pobre comemierda!
Termina el paripé y me voy a tomar algo al Café de las Letras, entre Clavel y Caballero de Gracia. ¡Hay que joderse! Aparece el consejero delegado (el conse para los pelotas) rodeado de su corte de amiguetes. No son de la empresa salvo la chica que me suena su cara: es una de nuestras altas ejecutivas que quiere pillarlo como sea porque padece el síndrome del «pene quitapenas» o el «mal de Brigitte Jones», es decir, treintañera avanzada a la que se le pasa el arroz y «a ver si me caso y tengo hijos ya». Estoy sentado en la barra y les doy la espalda; hago como que leo el periódico y que la cosa no va conmigo. El conse me echa ojeada como quien mira a un perro, le suena mi cara; no, me conoce a la perfección, pero nos ignoramos discretamente. Yo sigo a lo mío, leyendo y tomando un zumo. De pronto entra Bibiana Aído que es una asidua del local. Apenas recuerda a la chica de hace siete u ocho años cuando lucía orgullosa pinta de marujilla progre, niña de barrio venida a más, ahora viste ropa muy cara y peinado Cheska. ¡La hostia, hasta tiene un buen polvo la muy roja! El conse se levanta, la saluda con dos besos, hay confianza, ella se deja querer, está encantada, charlan un ratito, coquetean y la escena me parece muy familiar. De hecho, se repite en España desde hace varios siglos: la derecha intentando follarse a la izquierda.
Siete de la tarde, casi he terminado, pero hoy voy a tener que volver a las tres de la madrugada para revisar un trabajo importante que tiene que presentarse al día siguiente a las diez de la mañana y esa es la excusa perfecta. Llamo a M. que está en Santander y montamos un plan para acabar bien el día. Quedamos en Tordesillas, pueblo encantador que tenemos trillado como casi toda la A-6, y cenamos en un bonito restaurante del centro. M. aparece con una amiga, Marianna, que me asegura es una putita de lujo a la que conoce desde hace varios años. A mí más bien me tiene pinta de zorrita revoltosa porque es salada, agradable, limpia, charladora sin ser charlatana y menudita, como me gustan ahora las mujeres porque son muy manejables en la cama, requieren menos esfuerzo físico y uno ya, con los años que tiene y el día que lleva, no está para grandes trotes. Efectivamente, Marianna no defrauda. No habían pasado un par de minutos desde que entramos en la habitación y ya tenía el rabo metido en su boca. Esa mujer era un bola de fuego. Insaciable. M, que tenía mucha confianza con ella, la manejaba como una muñeca de trapo y ella se dejaba hacer en todas las posturas: a cuatro patas, uno se la follaba mientras al otro se la chupaba y así nos intercambiamos varias veces; uno acostado y ella, sentada a horcajadas sobre la polla de uno, se la chupaba al otro; y cambio. De pronto M. la cogió por las axilas y la arrastró hasta que dejó su cabeza colgando por un extremo de la cama y me dijo: «Zar ponte de pie, abre las piernas y que su cabeza quede entre ellas». Así lo hice y me encontré con Marianna comiéndome los huevos y el culo. La cara de M. estaba a un metro de mí y no me pude contener, se me escapó. Ha sido la única vez que le he faltado el respeto a una puta. Le dije medio muerto de placer y con un ataque de risa floja: «¡Joder M., que guarra es esta puta!». M, me puso cara de cabreo reproche y murmuró: «¡Hostia tío, como te pasas!» Pero Marianna no se enteró o hizo que no se enteró y siguió a lo suyo. Así que, cambio…
Otro rápido ejercicio de introspección: «Este sí soy yo».
Espectacular. Ah!, la dulce y buena Marianna, desde aquel día la recordamos entrañablemente como la «comeculos». Salí zumbando para Madrid a las dos y cuarto de la mañana. Llegué a las tres y media. Repasé el trabajo y pa casa. Al día siguiente, la presentación salió perfecta.