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Mientras tantoLas bondades de 'Sirat'

Las bondades de ‘Sirat’


Hay al menos dos clases de verdad en los intérpretes de Sirat: los que aparentemente no se interpretan y aparecen incluso con sus nombres verdaderos y los que hacen de otros y para ello entran en contacto con un mundo del que lo desconocen todo y en el que intuyen que se ha disuelto su hija/hermana. La naturalidad de ese padre y ese hijo es notable, otro logro del director. Pero serán ellos los que experimenten una transformación radical: el niño, antes de protagonizar una de las escenas más duras y desconcertantes del cine contemporáneo, ya había empezado a ser otro, o a ser uno mismo distinto proyectado en la pantalla del futuro. El adulto, azuzado por la desaparición de su hija, será el personaje que se atreva a mirar a los ojos del abismo, enterrar a los muertos, vencer el miedo, cruzar al otro lado.

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Antes de lanzarme a destripar emocional, artística y argumentalmente el mayor logro cinematográfico de Oliver Laxe que espero poder abordar, dos aportaciones.

Pepe Alcalá aceptó mi sugerencia y vio Sirat. Quiere volver a verla. Pero sólo me escribió: “Hay mucha bondad en esta película”. Y es una observación que me sorprende tanto como agrada, ante un filme objetiva y ostensiblemente áspera. (Le Canard enchâiné dirá semanas después, tras su estreno en Francia, que se trata de una película “luminosa”). Porque ante la desgracia hay dos grupos de seres perdidos en el desierto de la vida que sacan lo que tienen para compartir y consolar cuando parece que ya no se puede perder más.

(Simone Weil confesó que no buscó conscientemente la desgracia. Pero no la apartó de su camino. Y no sólo porque hubiera sido una cobardía).

En El País, Leila Guerriero habla de la “música bestial de Kangding Ray”, “música química”, habla de una road movie (lo es literalmente), de una “película de aventuras” (es imposible sustraerse a la fascinación que esta historia insospechada te propone desde que afloran las primeras imágenes: los bafles como agujero de gusano) y una constatación religiosamente compartida: “Las emociones que procura el cine, a veces, son emociones con las que no se podría sobrevivir”.

Y un colofón que también suscribo: “que asunto tan misterioso es el arte que logra que una persona, después de ver una película terrible, se sienta capaz de todas las cosas de este mundo. Incluso de ser invenciblemente feliz”.

Esta película nos recuerda que estamos vivos mientras lo estamos, mientras tomamos conciencia de que lo estamos y que en nuestra mano está que lo que hacemos sea honesto, concreto, bueno, que no incremente por acción u omisión el dolor o la estupidez en el mundo, el poder del mal.

En Sirat no se habla de una guerra concreta. Pero sí que circulan por Marruecos y se dirigen hacia Mauritania, casi con toda seguridad (por lógica geográfica y geopolítica) a través del antiguo Sáhara Español, ese Sáhara Occidental que es territorio ilegalmente ocupado y explotado por Rabat. Y el campo de minas que juega un papel crucial como realidad y como metáfora existe como hecho incontrovertible y peligroso: minas que han sido sistemáticamente sembradas en el desierto para proteger el gigantesco muro que Marruecos ha levantada para evitar las incursiones del Frente Polisario. Yo sé, como muchos españoles, dónde está la razón y dónde la justicia, y cuántos gobiernos (desde Franco) han traicionado las promesas hechas a los saharauis y nuestras obligaciones como antigua potencia colonial. Pero ninguna traición tan obscena, copernicana e inexplicada como la del ejecutivo socialista de Pedro Sánchez.

Oliver Laxe no especifica quién combate ni por qué en una guerra que bien podría ser la Tercera Guerra Mundial. Y cabe imaginar que la colaboración de las autoridades marroquíes hubiera sido inviable si el en el filme hubiera trascendido la más leve mención al conflicto. Pero yo no podía dejar de tener en cuenta esa verdad oblicuamente insinuada mientras aceptaba las premisas de los guionistas y del director: de elevar el punto de vista, de no ceñirse a una guerra específica.

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“Medita en medio del tornado. De tu boca nace el viento que convierte tu rostro en desierto de arena. Antes de llegar al propio oído, la bocanada de auxilio cambia tu mensaje. Meditar es formar parte de la columna salomónica que sostiene el mundo borrado.

Si antes leías de izquierda a derecha, ahora debes invertir la dirección de las letras: lee de derecha a izquierda, si quieres entender el sentido del viento, si quieres llevarle la contraria para completar la fuerza del giro”. Menchu Gutiérrez/Pedro Pertejo, Huésped del otro.

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Nos gusta pensar que el arte nos hace mejores. Su aureola nos favorece. Nos hace aparentar como sofisticados, sensibles, distintos, cosmopolitas, profundos, enterados. El arte nos permite posar con todo tipo de atuendos y sin restar un ápice a nuestra inveterada condición de majaderos.

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Oliver Laxe tiene un don y lo está sabiendo aprovechar para convertir el arte cinematográfico en una vía láctea que todos podemos leer y compartir para darle sentido a nuestra existencia en esta era de tantos estímulos y falta de atención, en el que tantos parecen perdidos y el ruido ensordecedor reina por doquier.

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“En un dibujo de Reiser, se ve, de espaldas, a un hombre que conduce a un niño cogido de la mano por un largo puente estrecho, sin pretil, sobre un abismo. Detrás de ellos, a la derecha, el puente esta roto, abierto sobre el abismo. Delante de ellos, a la izquierda, del lado del niño, una abertura idéntica. Al observar las huellas de los pasos –las del adulto, encuadradas por las de dos niños– se comprende que el padre ha soltado ya a un primer niño en el aviso y que se dispone a hacer lo mismo con el segundo un poco más adelante, mientras que él continúa tranquilamente su travesía hasta el final. Reiser ha titulado su dibujo El puente de los niños perdidos”. Annie Ernaux, La otra hija.

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En la oscuridad del cine Tamberlick de mi ciudad natal, esta vez solo, tomé notas a oscuras la segunda vez que entré en Sirat sabiendo lo que iba a ver, pero no lo que iba a sentir ni a entender. La caligrafía es otra forma de reconstruir el curso de Sirat en el flujo sanguíneo:

hace mucho que es el fin del mundo

roncar: la conversación íntima y cómplice entre pare e hijo

el niño mira a su perro, Pipa, como solo un niño puede mirar a un perro y viceversa

cómo no llorar

y la música y la boca y el agujero negro de los bafles y lo inexpresable del dolor intolerable

perforar la noche con los faros del camión y el autobús, las luces horadando el muro de la oscuridad, antracita pura, como orugas (caterpillares) de luz

la desesperación

el grito que se come el teatro sin paredes del desierto

la búsqueda con todo el cuerpo

la tormenta de arena como el lenguaje de una naturaleza que no podemos domesticar

a la hora de la verdad las mujeres son las primeras que se arrodillan para acoger y a la hora de dar de beber: como María y María Magdalena

linternas como luciérnagas que dibujan palabras en un idioma ininteligible en la pizarra de soledad del desierto yaciendo con la noche

los raíles y la locomotora como la escopeta en las obras de Antón Chéjov, anticipo de lo que vendrá: para que los ojos lo pueden ver (reconocer) cuando finalmente aparezcan

el despertar

quien se encarga de enterrar a los muertos es quien menos tiene miedo de la muerte

sin que nadie lo decida los supervivientes duermen juntos para conjurar la desgracia y el miedo cuando son más vulnerables y con la ayuda de una droga vegetal: “nos puede hacer bien”

el tresillo y los grandes bafles en el cuarto de estar del desierto como una parodia del emblemático hogar burgués, el piso por el que nos deslomamos y desesperamos porque pensamos que así podremos sobrevivir al desastre cuando en realidad estamos en un campo de minas

los dos bafles como un guiño al monolito de basalto negro del arranque de 2001: Una odisea del espacio.

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Tren de mercancías. Los materiales, la escoria, el carbón, son ellos. La materia prima. Seres humanos como productos desechables, con fecha de caducidad. Tres blancos (solos, cada uno consigo mismo) en medio de la otra humanidad (el sur global) que viene a nuestras costas atraída como polillas por nuestro modo de vida. O como se pregunta Jaume Portell en ¿Por qué no se quedan en África?: “¿Es posible el bienestar europeo sin el malestar africano?”.

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El desertor, de Boris Vian. Negarse a combatir y convertir la prótesis en guitarra y el muñón en cabeza. Los internacionalistas acabaron abandonando sus ideales fraternos en la Primera Guerra Mundial envenenados por el nacionalismo.

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Esta tenía que haber sido una noche de conclusiones para Sirat, pero la lúcida y realista conferencia de Robert Kaplan en la Fundación Ramón Areces nos proporcionó una suerte de brillante colofón para nuestros peores vaticinios.

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A estas alturas tenías que saber a qué atenerte sobre la pertinencia de Sirat para considerarla como la película de una generación.

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Me pregunta Carla de qué voy a escribir esta noche en la casa de Alfredo Cáliz y Cathy en Zarzalejo si no he visto ni una obra de teatro, ni una película, ni una exposición. Y se me ocurre que tal vez podría referirme al resplandor de la luna entre los chopos o al brillo súbito de los relámpagos sobre las sierras de las Machotas y los Tres Ermitaños, que protegen al pueblo. Podría referirme a lo que contó Alfredo de lo que el teatro le ha permitido descubrir. Y tal vez de cómo contar el estado de embrutecimiento y escapismo en que vivimos ahora mismo en Europa, mientras en algunos lugares del mundo parece como si la Tercera Guerra Mundial hubiera estallado ya, que es en parte lo que la película de Oliver Laxe plantea. ¿Cuándo y como vamos a despertar?

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“Los bordes de la realidad han comenzado a sangrar, y muchos tenemos la sospecha –una sospecha que confirmamos todas las noches al soñar, o cada vez que prendemos el televisor– de que esta pequeña ciudadela, el castillo de razón y orden que hemos construido, está rodeada por todos lados, y que sus muros, sin importar cuán altos los elevemos, pueden ser fácilmente derrumbados, no sólo por quienes los asaltan desde fuera, sino también por las fuerzas que los embisten desde adentro. Desde que apareció mi libro, me han hecho muchas veces aquella pregunta que figura en uno de sus capítulos: ¿cuándo dejamos de entender el mundo? ¿Alguna vez comprendimos la realidad? ¿Podemos siquiera aspirar a ello, o acaso se trata de algo que está completamente fuera de nuestro alcance, un sueño infantil, un resabio de la Era de la Razón que ahora está cabalgando desbocadamente hacia su fin? Estas preguntas, que se han vuelto tan urgentes, fueron, hasta hace muy poco tiempo, si no impensables, fácilmente ignoradas, porque el planeta entero parecía viajar sobre rieles, hipnotizado por una sola forma de hacer las cosas”. Benjamin Labatut, La piedra de la locura.

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Apuntes de Chus Molina sobre Sirat 

Ocurre lo que ocurre, lo terrible, porque en la vida ocurren cosas terribles.

Y en la película no queda como impostado lo que ocurre.

—Ocurre porque puede ocurrir, y en esas circunstancias es factible.

—Lo que quiere es que las personas sufran un shock brutal y eso les obligue a mirar hacia dentro.

—Los raveros son escapistas (ellos dicen que meten la cabeza en los altavoces para no oír el ruido del mundo). Y el otro es un hombre normal y corriente buscando a su hija. Lo que el director quiere provocar en esos personajes es que sufran una transformación.

—Oliver Laxe cree que siempre hay que mirarse dentro para cambiar.

—No hay que huir de nuestras heridas. Por eso tenemos que conocernos. Sanar, transformarse.

—Él dice que hay que arrojarse al abismo, porque siempre hay una red debajo.

—Yo también veo tirarse al abismo como una liberación.

—Por eso no creo que sea gratuito lo que pasa, lo que hace que pase.

—Por eso también dice una de las chicas que cuando el personaje que interpreta Sergi López despierte de lo que ha a pasado va a sufrir una conmoción espantosa. Y es lo que pasa cuando se pierde en el desierto. Por eso tiene también ese actor admirable que enterrar a los muertos, que es lo que no pudo hacer por quien más quería. Y es el único que echa a andar. Porque tiene fe. Encuentra la fe y ya no tiene miedo y no le pasa nada.

—Los que se quedan paralizados han acabado también por experimentar un electrochoque que les ha cambiado y cada uno acabará viajando consigo mismo en un convoy hacia la nada.

—Hay quien necesita cosas así de fuertes para enfrentarse a uno mismo, a sus fantasmas. Esa es su filosofía.

—Lo que yo le critico es que se lanzada a conceder decenas de entrevistas.

—Él tiene esa manera conceptual y simbólica que plasma a través de imágenes.

—Él es un creyente, que tiene un maestro y está inmerso en un proceso de cambio, de ir matando a su ego, y quiere que sus personajes experimenten y hagan lo mismo.

—Él hace cine y ve el mundo en imágenes, que son potentísimas. A mí no me parecen en absoluto un truco.

—Lo que quiere es que a través del cine despiertes y seas tú mismo. El fuego puede ser sanador.

—Es necesario que ocurra lo que parece insoportable para que el protagonista ya no pueda volver atrás.

—El director cree que este mundo apocalíptico se puede salvar. Aunque le parece horrible lo que ocurre en Gaza, y que se debía haber parado el festival de Cannes, no ve aquello como nosotros. Él piensa en los gazatíes en términos de santidad, y que sus muertes son como una liberación.

—También en Sirat la muerte es una liberación, un puente a un lugar mejor.

—Y con respecto a los adictos a las raves, hay una indudable fascinación por los que renuncian a esta sociedad consumista y aburguesada, sin que por eso deje de criticar su escapismo.

—Lo cierto es que posee un gran don. Es un verdadero cineasta, y lo que hace nos toca a todos, aunque no veamos el mundo como él. Y es evidente que lo que pretende es remover conciencias y en muchos casos lo consigue. Aunque también es cierto que hay quien prefiere no llegar a conocerse, y rechaza de plano exponerse a imágenes dolorosas y perturbadoras.

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Sirat sigue desatando controversia en las mesas y sobremesas de este verano. A favor y en contra. A veces en el seno de parejas capaces de celebrar lo que Oliver Laxe ha sido capaz de concebir o de acusarle de manipulador de las emociones, ventajista moral que juega con los espectadores haciéndoles sufrir de manera gratuita, en busca más de efecto que de afecto.

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La última película de Oliver Laxe me parece la apuesta más conscientemente radical concebida por el cine español desde hace años, un filme que se sirve de la ambigua y turbadora fascinación de las imágenes para hacer que se tambaleen los códigos racionales y nuestra manera de aproximarnos a una realidad contemporánea que nos aturde, nos abruma, nos desconcierta, nos agota, y nos culpabiliza de no ser capaces de aguantar un ritmo inhumano, y nos hace creer que la lucha no da resultados, que no hay otra vida posible, al tiempo que nos persuade de comprar mercancías que no nos dan la felicidad e ideologías que no sirven para entender ni mucho menos para cambiar el mundo y desde luego para cambiarnos, porque no estamos dispuestos a renunciar a nada, a sufrir, a perder lo que nos parece lo más valioso, entregados al becerro de oro del dinero. Sirat no es una película más. No quiere serlo. Oliver Laxe no quiere que la veamos y olvidemos como un mero artefacto de la sociedad del espectáculo, de la industria del entretenimiento y de la alienación, mientras se sirve de algunas de las estrategias de la sociedad de mercado y de la distracción: utiliza sus instrumentos contra ella misma. Así consigue que el mensaje se nos atragante, nos deje heridos, molestos, sin palabras.

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Una propuesta de sesión continua de cara a las depravadas navidades: ver primero Sirat y después Una batalla tras otra, la última película de Paul Thomas Anderson, inspirada en Vineland, novela de Thomas Pynchon, uno de los más irónicos, vitriólicos y lúcidos críticos de nuestro absurdo y desquiciado mundo contemporáneo.

 

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