Las dos Españas de Virginia Cowles

1749

 

Seguro que el resultado de un estudio arrojaría datos reveladores, además de ofrecer una sutil radiografía, de la sociedad española a propósito de su mayor catástrofe del último siglo: la Guerra Civil. En 1964, los 25 años de Paz se conmemoraron en plena eclosión tecnócrata, intentando humanizar la rocosa figura del dictador. En 1986, los 50 años del inicio de la contienda, con el PSOE a velocidad de crucero, aportaron una avalancha de publicaciones, pero la movida, la imagen de una España moderna y de diseño en la que reinaba Almodóvar casaban mal con las batallas de los abuelos y el recuerdo de una nación bárbara, irreconciliable y sanguinaria. El PP no tuvo especial interés en un tema que, según la doctrina oficial, ¡nos divide!, hasta que de nuevo los socialistas, recuperado el poder, descubrieron la memoria histórica a los 70 años, y 2006 fue un aniversario pletórico para  los memorialistas. Sin embargo, llevamos unos meses de este 2011 y no parece que los 75 (fecha tradicionalmente más redonda) del inicio de la Guerra Civil hayan levantado, por el momento, mucho ruido mediático.

       Pero lo que nos importa son las nueces, por lo que, además de apuntar estas curiosidades dignas de mejor análisis, nuestra pretensión es dar cuenta de la aparición de un libro singular y muy oportuno. Además, estos días hemos sido sacudidos por el retorno de una polémica clásica –faction o fiction–, endémica, podría decirse, sobre la que tan interesantes aportaciones teóricas y prácticas hicieron los enviados especiales al conflicto español de 1936 y que no vendría mal repasar. Herbert L. Matthews, de The New York Times, uno de los mejores, consideraba que el lector puede exigir que se le proporcionen todos los datos en torno a un hecho, pero no que el redactor esté de acuerdo con él, y añadía que una buena crónica se escribe tanto con la cabeza como con el corazón (The Education of a Correspondent, Nueva York, 1946).

       Entre la irrepetible pléyade de corresponsales que cubrieron la Guerra Civil española –Hemingway, Dos Passos, Saint-Exupéry, Ehrenburg, Matthews, Kazantzakis, Koltsov, Montanelli, Philby, Orwell, Langston Hughes– se coló una joven corresponsal estadounidense, Virginia Cowles (1910-1983), cuyo apasionante testimonio traduce por primera vez y publica en este olvidado aniversario la editorial Siddharth Mehta (Desde las trincheras, 2010; son los dos primeros capítulos, los referidos a España, de su libro Looking for Trouble, 1941). El propósito de Virginia Cowles era internarse en las dos zonas y escribir un relato sobre la vida cotidiana en ambos bandos, y lo logró. Su visión fresca y original, desideologizada, de alguna manera virginal de lo que estaba ocurriendo ha ido interesando cada vez más y ninguna de las grandes monografías sobre el tema escapan de su influjo.

       Según el diccionario Oxford de biografías, “Virginia raramente mencionó su pasado”. Cierta leyenda, alimentada con maledicencia por Josephine Herbst (The Starched Blue Sky of Spain and Other Memoirs, 1991), la sitúa vestida de negro, elegante, luciendo pulseras de oro y haciendo equilibrios sobre unos “increíbles tacones altos” por la derruida Gran Vía. Ernest Hemingway, que nunca se caracterizó por su compañerismo, contó que, viajando juntos por el frente, se toparon con un grupo de alegres y cantarines milicianos, y ella exclamó: “¡Qué bonita melodía!”, a lo que repuso: “Se trata de la Internacional”.

       Virginia Cowles siempre negó ser la autora de semejante comentario, pero la imagen de una ingenua y algo alocada niña bien metida a corresponsal de guerra caló, alentada además por el lanzamiento que tanto su periódico como la editorial en la que publicó sus correrías como reportera (Looking for Trouble, 1941, un best-seller de la época) hicieron de ella: “The first great book by an american girl (subrayado) correspondent”. Descendía, en efecto, de una familia entre cuyos ancestros se contaban cuatro firmantes de la Declaración de Independencia, que es lo más parecido a cuatro títulos nobiliarios, y un Cowles había llegado al continente junto al mítico John Smith en 1607; su padre era un eminente médico y psicoanalista con consulta privada en Park Avenue y se codeaba con la mejor sociedad de Boston y Nueva York. Pero su infancia no fue un camino de rosas. Separada muy joven con dos niñas, de tres y cuatro años, la madre de Virginia no logró sonsacar un dólar al padre tras una escandalosa ruptura, y se tuvo que abrir paso ejerciendo las tareas más duras del periodismo: no solo escribía la columna de sociedad del Boston Herald sino que la componía, letra a letra, a pie de imprenta.

       Cuando Virginia y su hermana Mary –un año mayor– tenían poco más de veinte años, su  madre murió, joven y posiblemente agotada de intentar sacar adelante a sus hijas con tan pocos recursos. Lejos de arredrarse, las Cowles cobraron el seguro de vida y decidieron conocer mundo; Virginia llevaba algún tiempo buscándose la vida en Nueva York, colocaba anuncios en Harper’s Bazaar y redactaba pies de fotos. Envió informaciones y reportajes desde la India, China y Japón. A su vuelta decidió que había encontrado su vocación y que iba a conseguirlo a cualquier precio: echó un vistazo al periódico y comprobó que en España había una guerra en curso.

 

 

       Su intención era buscar una perspectiva original y se propuso escribir sobre la vida cotidiana visitando los dos frentes. Convenció a un directivo de la cadena Hearst y emprendió viaje al Viejo Continente: “No conocía a nadie en España y no tenía la menor idea de cómo llevar a cabo tal misión”, escribe. Sus amigos de París intentaron hacerla desistir de semejante locura, pero a finales de marzo de 1937 se subió a un avión en Toulouse que, con una escala en Barcelona, habría de conducirla a Valencia, capital de la República. Su llegada a buen seguro tuvo que causar conmoción. Joven, guapa, elegante, haciendo equilibrios sobre sus tacones, sin conocer el idioma ni tener siquiera moneda local, por lo que ningún taxi quería llevarla. Echó a andar cargando en una mano con su Remington y en la otra una maleta… con los colores del enemigo.

       A los pocos días, y en compañía de un inquisitivo sacerdote que termina metiendo la mano en las provisiones, entra en Madrid, una ciudad sitiada, fría y oscura. Llega a la guerra y se instala en el mítico Hotel Florida de la Plaza del Callao. La descripción que hace de la vida y las condiciones de trabajo de los corresponsales extranjeros es la más completa de las que se escribieron por parte de los que estuvieron allí. Virginia visita los frentes en compañía de Sefton Delmer, de Ernest Hemingway o de algún estrafalario personaje como el profesor J. B. S. Haldane, y traba amistad con otra corresponsal norteamericana, Martha Gellhorn, que había llegado a Madrid poco antes tras los pasos de Hemingway y se convertiría en su tercera mujer.

       Virginia no cubría la información diaria, había otros corresponsales de la cadena de Hearst en ambas zonas (sobre todo el polémico H. R. Knickerbocker, en la nacional, a la que el grupo era afín), por lo que pudo dedicarse a escribir sus reportajes sin la presión de la urgente crónica de actualidad. Habla del hambre, de los bombardeos y de la población resignada. Algunas de sus descripciones, como la visita con Delmer a una tienda de capas –“¡Quedan tan pocos caballeros en Madrid!”, dirá el apesadumbrado dueño– han sido muy utilizadas para ambientar la vida cotidiana durante la guerra. Todo tiene “un curioso aire de decorado de teatro”. Nos describe las calles devastadas, pero también apunta a qué huelen, qué música suena, qué películas están en cartel en la Gran Vía, qué venden las tiendas (por ejemplo un exquisito abrigo de zorros plateados que admira con Martha). La visita de la duquesa de Atholl al frente de una delegación de parlamentarias inglesas provoca una discusión entre el encargado del restaurante y los milicianos sobre si se les debe dar de comer pollo o la ración habitual de embutido y arroz.

       Se sumerge la reportera en el inframundo de los espías y los confidentes. Las autoridades –cada día con más presencia comunista– están obsesionadas con el quintacolumnismo, término que hará fortuna gracias a los corresponsales. José Quintanilla, un oscuro personaje que decía manejar los hilos de la represión, se sienta a su mesa e intenta seducirla. Hemingway recuerda a Quintanilla que está casado, a lo que éste responde que su mujer puede cocinar para ellos dos. Virginia, ágil, añade: “Hasta que te canses de mí y yo cocine para la siguiente”.

       Muy unida a Martha Gellhorn, con la que mantendrá una amistad de por vida –juntas firmarán la pieza teatral con trasfondo de corresponsales Love goes to Press, estrenada en 1947–, Virginia es una más del grupo. El 22 de abril de 1937, a las seis de la mañana, un bombardeo despertó a los habitantes del Hotel Florida y provocó una desbandada de prostitutas chillando, de milicianos buscando sus armas, de corresponsales a medio vestir: Dos Passos, Saint-Exupéry, Hemingway… mientras, Martha y Virginia observan lo que ocurre e intercambian confidencias. Su arrojo la llevó a aceptar la invitación del general Gal, comandante de las Brigadas Internacionales en el frente de Morata. Lo que se planteaba como una oportunidad periodística terminó en un secuestro, pues el incompetente militar soviético de origen húngaro se había propuesto educarla en la fe comunista, y no la dejó volver en tres días. Al regresar a Madrid, Ilse Kulczak, a cargo de los corresponsales y pareja de Arturo Barea, estaba furiosa por su desaparición. En contra de los consejos, Virginia decide viajar a Valencia y salir de España, cuando ya pesaba sobre ella la sospecha y tal vez una orden de detención. José Robles, amigo de Dos Passos, había sido detenido por los soviéticos y había desaparecido sin dejar rastro y sin que se conozcan, hasta ahora, los cargos que había contra él.

       Virginia llega a París y desde allí envía sus primeros reportajes. A finales de junio se publica en el New York American de la cadena Hearst su primera crónica (“American Girl Says Life Goes on Placidly In Shell-Swept Madrid”), a la que seguirán otras dos en las que narra su experiencia con las Brigadas Internacionales en Morata, especialmente con los voluntarios americanos. En Francia se encuentra con su hermana Mary, y juntas pasan unas vacaciones en Italia, pero en julio de 1937 está de vuelta en San Juan de Luz moviendo sus hilos para entrar en España. Su primer intento fue temerario: se subió a la avioneta del aventurero y playboy Rupert Bellville, que se había ofrecido en un bar a llevarla a San Sebastián, y efectivamente la llevó, aunque al aterrizar fueron detenidos. En un segundo intento logrará pasar la frontera y asistir en Salamanca, capital de los nacionales, al acto de toma de posesión del embajador italiano en el más puro estilo fascista el 1 de agosto. De la mano de Cowles conoceremos a muy diversos y casi siempre disparatados personajes. El capitán Aguilera, responsable de los corresponsales, un señorito prepotente y cruel que odia, más que a los rojos, “a las periodistas sentimentaloides”; nobles que parecen vivir en el Medievo, millonarios que intentan sacar partido y hasta un orador que afirma que para la nueva España la recuperación de Gibraltar y Marruecos es sólo un primer paso hacia más altas miras: Suramérica.

 

 

       A lo largo de su relato, la autora nos descubre su punto de vista: “No había tomado partido por ningún bando en España. Me interesaba mucho más el lado humano: las fuerzas que urgían a las personas a semejantes pruebas de resistencia y la mezcla paradójica de fiereza y ternura que emergía de su sufrimiento. No dejaba de sorprenderme lo impersonal de las guerras”. Sus observaciones carecen de la carga ideológica que lastran a la mayoría de los escritos de los corresponsales. Su mirada es directa, de alguna forma virginal, y su relato es una ventana abierta a la realidad de España. “Escribía sobre las cosas que había visto y oído, pero no intentaba interpretarlas”.

       Tras su aparente levedad va surgiendo, sin embargo, una periodista de enorme raza y talento. De camino hacia Santander, donde asistirá a la entrada de los italianos, hace una escala en Guernica y pregunta por lo ocurrido a un anciano que desescombra pacientemente. Le contesta que fueron aviones, alemanes e italianos, los que arrasaron la localidad vasca. Intentan convencerla de que el testimonio no tiene entidad, pero ella insiste y pregunta a los oficiales de Dávila poco después. La respuesta que obtuvo está en todos los libros de historia y constituyó en su momento la confirmación de la verdad de los hechos: “Pues claro que fue bombardeada. La bombardeamos y bombardeamos y bombardeamos y, bueno, ¿por qué no?”.

       Una nota de The New York Times del 9 de enero de 1938 dice que Virginia Cowles ha dejado España después de cinco meses en la guerra, tiempo que dividió entre los dos territorios. En marzo vuelve, enviada por el Times de Londres y Nueva York, y cubre los bombardeos sobre Barcelona. El 10 de abril, publica en The New York Times Magazine un magnífico reportaje en el que demuestra su dominio de la crónica periodística. “La paz”, afirma, “es ya la única victoria”. No volvió a Estados Unidos, después de cubrir también la Segunda Guerra Mundial. Se instaló en Londres, se casó con un periodista de izquierdas y parlamentario inglés, Aidan Crawley, y llevó una vida apacible escribiendo libros de éxito sobre los Rothschild o los Romanov. Le gustaba pasar sus vacaciones y largas temporadas en la costa española y, en 1983, regresando a Inglaterra, falleció en un accidente de tráfico cerca de Burdeos.

       Desde las trincheras es un relato directo, sincero y ameno del discurrir cotidiano de la Guerra Civil española. Un revelador prólogo de Harriet Crawley, hija de Virginia, nos presenta a la autora y nos desvela por fin sus misterios. La traducción de Cristina Mimiaga ha sabido captar a la perfección el ritmo de la narración y el estilo desenfadado de una periodista que supo dar el salto desde la crónica banal de sociedad hasta situarse como una de las mejores corresponsales del conflicto español. Vale la pena disfrutarlo, entre tanta conmemoración del 23-F.

 

 

* Carlos García Santa Cecilia, escritor y periodista, es el comisario de la exposición ‘Corresponsales en la Guerra de España’, coproducida por el Instituto Cervantes y la Fundación Pablo Iglesias. Su último artículo publicado en FronteraD fue El grano de Herbert Matthews