Las luces de Valle

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No es asunto menor un montaje de Luces de Bohemia auspiciado por el Centro Dramático Nacional. La mejor obra teatral española del siglo XX montada con largueza de medios y en escenario idóneo. No siempre se acierta en la preparación de un plato aunque se disponga de los mejores ingredientes. Y Lluis Homar no lo ha hecho; ha elaborado un montaje al que le falta cocción y le sobra prosopeya, estimable a ratos, pero insuficiente, sin la vibración profunda y la verdad esencial que demanda tan gran texto.

Ceci n’est pas une pipe, y tampoco una crítica. Solo un paseo por el paseo de Max Estrella a las luces de Valle. Ya lo he escrito en alguna ocasión, pero no me cansaré de repetirlo: esta obra es el compendio socio-cultural de una época, un inagotable repertorio de referencias cultas y populares que mezclan, por ejemplo, a madame Blavatsky, Hamlet, Espartero, Castelar, Calderón y otros personajes políticos y literarios del momento. Luces de bohemia es un itinerario escénico que amalgama lo procaz y lo elegiaco, la jerga tabernaria y las evocaciones clásicas, de tal manera que ese lenguaje elástico, deslumbrante, que conjuga la agudeza plástica, el humor y el desencanto,
se convierte también en protagonista de la epopeya miserable, convulsa y triste que viven Max Estrella y don Latino de Hispalis en su periplo alucinado por un Madrid “absurdo, brillante y hambriento”.

Aunque hayan cambiado muchas circunstancias desde aquel 1920 en que la obra apareció por entregas en la revista España (en 1924 se publicó el libro con su versión definitiva), los espejos del callejón del Gato siguen retratando en sus reflejos sonámbulos los rostros de una España en la que se adivinan los rasgos de la de hoy: cuestión de herencia genética. Resulta curioso constatar que los pasos delirantes de Max Estrella por ese Madrid alucinado y alucinante se acompasen en el tiempo con los de Leopoldo Bloom por Dublín (Ulises fue publicada en 1922). Dos paseos en los que cabe el siglo XX y en los que la ciudad adquiere un protagonismo decisivo como escenario vivo que el paladín inverso atraviesa convertido en reflejo grotesco de modelos nobles. Estrella se remite a la deformación de los héroes clásicos como génesis del esperpento, esa tragedia que no es tragedia, desgarrada y ridícula, y la peripecia del anodino Bloom es una paráfrasis doméstica y apocopada de la epoeya homérica: los grandes héroes desaparecieron junto con los viejos dioses, la vieja ética, los viejos principios; los modernos arribistas, esa especie insumergible, carecen de dimensión épica y seguramente de dimensión ética.

Juan Ignacio García Garzón es uno de los nombres que me habitan (o que habito, vaya usted a saber). Como tal espécimen, nací y vivo en Madrid, donde ejerzo la profesión periodística desde hace más de tres décadas, que ya son años. En tiempos pretéritos trabajé en Radio Exterior de España (RNE), la Agencia EFE y la cadena radiofónica COPE, no simultáneamente. En el diario ABC, he sido redactor jefe de la revista dominical Blanco y Negro, las secciones de Cultura y Espectáculos, y su suplemento cultural, además de crítico teatral.   He publicado dos libros biográficos: “Lola Flores. El volcán y la brisa” (2002 y 2007), y “Paco Rabal. Aquí un amigo” (2004), con el que obtuve el II Premio Algaba de Biografías, Autobiografías y Memorias, y el volumen de análisis cinematográfico “Cary Grant. RKO Films” (2009), además de alguna otra cosa sobre cine y teatro que se hace fatigoso enumerar. En 2009 fui agraciado con el premio Ciudad de Alcalá en su modalidad de Periodismo, que lleva el nombre de "Manuel Azaña", por el artículo “Si Hamlet fuera mujer”, publicado en ABCD las Artes y las Letras.   A veces, aunque hace ya tiempo que se hace el remolón, me visita un tipo que escribe poesía y firma como Juan Garzón. Pese a su ánimo remiso, este holgazán de la escuela Bartleby ha publicado cuatro libros de poemas: “Ejercicios de estilo” (1979), “Figuras y descripciones” (1984), “Imán” (1989) y “Principio de viaje” (2000).