
“Would you tell me, please, which way I ought to go from here?»
«That depends a good deal on where you want to get to.»
«I don’t much care where –»
«Then it doesn’t matter which way you go. Any road will take you there.”
Lewis Carroll, Alice in Wonderland
Ayer hablamos de La decisión de Sophie, una película que aborda el dilema de las decisiones extremas. Sophie es una judía polaca que vivió una tragedia: tuvo que elegir entre mandar a la muerte a su hija pequeña o a su hijo. Sophie se decidió finalmente por la niña, pero no tras un proceso de deliberación o algo parecido, sino en el mismo momento en que un soldado nazi la amenazaba con matar a los dos si no se decidía por uno.
Ante eso surge la pregunta: ¿cómo una madre puede ser capaz de tomar una decisión sobre algo tan atroz, tan antinatural? ¿Puede en realidad ocurrir eso? ¿Por qué escogió a la niña y no al chico? Estas mismas cuestiones atormentan a la protagonista y dejan impactado al espectador. Porque ante determinadas situaciones no hay respuesta y me aventuro a pensar que no hay decisión. Sophie actuó sobre la marcha, anteponiendo el instinto a la razón. Probablemente creyó que un chico tenía más posibilidades de sobrevivir a la larga que una chica. Recuerdo también otra espeluznante película, El buen hijo, con Macaulay Culkin y Elijah Wood. En ella, una madre está en el borde del precipicio y tiene agarrados de cada una de sus manos a dos niños: a su hijo, un diabólico y macabro niño, o a su sobrino, que es pura bondad. Tiene que escoger a uno o a otro. Es cierto que en este último caso la decisión tiene algún tipo de sentido: elegir entre el bien y el mal.
Pero en el caso de Sophie ¿hay una decisión buena y otra mala? Me pregunto qué ocurre con este tipo de decisiones que repelen cualquier tipo de raciocinio, de humanidad. Deberíamos llamarlas no-decisiones.
Tomamos decisiones continuamente: té o café, blanco o negro, cenar en un japonés o en un mejicano, ir de vacaciones o ahorrar. Ciertamente tenemos un poder de decisión. Sin embargo, dicen los psicólogos que desde el shock no se puede decidir. Por ejemplo, si ahora entra un tipo en mi casa a robar y yo me quedo parada y sin saber qué hacer: ¿estoy decidiendo no llamar a la policía o simplemente hago lo que puedo? ¿Tiene algún sentido que me culpabilice luego por ello?
Existen dos posiciones fundamentales en psicología: una que dice que en última instancia siempre decidimos y otra que afirma que muchas veces las decisiones son fruto del pánico y no de la deliberación, con lo cual decide el pánico y no nosotros. Conozco a mucha gente atormentada por decisiones que creen haber tomado y por las que se responsabilizan. No quiero echar balones fuera y culpar a las circunstancias pero sí, creo que hay momentos difíciles, de miedo y de angustia, en los que lo único que se puede hacer es salir del paso como sea. Momentos en los que no existe la decisión.
Nos han repetido millones de veces que en la vida tomar las decisiones correctas es lo más importante. Pero se olvidan de comentarnos que para tomar una decisión tiene que haber un espacio para hacerlo. De eso no nos hablan, claro. En ocasiones pienso en Alicia en el país de las maravillas. En la pregunta que nos hacemos todos continuamente: ¿dónde se supone que debería ir a partir de aquí? Y la respuesta mágica; que eso dependerá de dónde queramos ir, porque si no lo sabemos cualquier camino nos llevará ahí, a ningún lugar.
«Ningún viento es favorable para quien no sabe dónde va».
Séneca