
Hace apenas unos años, este mismo camino al mercado tenía sentido: lo recorría con mi madre. El aire era espeso por el sol que envejecía el día. Todo parecía igual. Todo, excepto ella.
Frente a un pequeño puesto de artesanías, la vi: María. Sus manos transformaban hilos y metales en joyas mínimas. Su nombre colgaba de un cartel discreto, y desde entonces, quedó grabado en mí. No era su belleza, sino algo en su forma de habitar el mundo lo que me inquietó. Había en su calma una especie de excepción, una pausa del tiempo.
Volvía cada semana. Al principio, solo miraba. Compré una pulsera negra con un dije de luna. Al entregármela, sus dedos rozaron los míos, y quise hablarle. No lo hice. Afuera, el sol hería los adoquines de la calle.
Días después, regresé. No lo sabía, pero ya no iba para hacer las compras; iba por ella. María era mayor, tal vez cuarenta, la piel curtida, el cabello largo como una noche de verano. Tenía un aire de haber vivido cosas que el resto apenas imaginábamos. Vestía sin adornos, con una simplicidad desarmante.
Yo era un joven estudiante de Letras. Llevaba bluyines gastados, mochila con libros que no bastaban para entenderla. Hablábamos poco al principio. A veces le preguntaba de dónde venía esa habilidad. De mi abuela, decía. Y luego: Las manos nunca mienten. Esa frase me dejó callado durante días.
El mercado tenía su propio pulso. Frutas brillando bajo plásticos, gritos de vendedores, carretillas chirriando por sus pasadizos. Ella era lo contrario, puro silencio y precisión. Su voz tenía una gravedad que no era solemnidad, sino certeza. Volví a insistir. Quería entenderla, qué había detrás de esos hermosos ojos negros.
A veces, me dejaba quedarme cerca a su puesto. Veía cómo armaba cadenas finísimas, cómo doblaba el metal con un cuidado que parecía ajeno a todo. Me hipnotizaba verla trabajar.
Una mañana me buscó con la mirada, era martes y no había mucho movimiento, solo algunas madres con sus enormes bolsas. Con un leve gesto, me llamó.
—Siempre vienes solo –dijo.
—Sí, no tengo con quién venir –mentí.
—Mejor así.
La forma en que lo dijo me dolió. ¿Era un consejo, una advertencia?
Empecé a ayudarla. A veces, llegaban cajas pesadas con cerámicas de la selva y platos de barro pintados de los andes. Cargaba lo que hiciera falta, y me quedaba más de lo que debía. Ella hablaba de materiales, de proporciones, de cómo un solo error podía romper la armonía de una pieza. Yo le contaba de mis lecturas. En el fondo, hablábamos de lo mismo, del arte. De crear algo que dure más que nosotros.
Un día, apareció una niña. De ojos grandes, falda deshilachada, zapatillas viejas. La vi acercarse al puesto, mirar con la atención de quien aún no sabe lo que busca. María le dijo algo y ella sonrió, cubriéndose las mejillas como si le sorprendiera tener risa.
—Es mi hija –dijo María.
—¿Cuántos años tiene?
—Ocho.
No explicó más. No dijo si tenía padre, ni a qué colegio iba. Pero en su tono había un peso que no necesitaba detalles. El silencio entre ellas era más fuerte que cualquier conversación. Me sentí intruso.
Después de ese día, habló menos de la niña. Pero sonreía más, como si al callar, algo se hubiese aligerado. Yo escribía poemas sin decírselo. Hablaba de sus manos, de su forma de mirar los objetos. No sabía si era amor, pero sí que no podía dejar de pensar en ella.
Una mañana, su puesto estaba cerrado. Pregunté por ella. No vino hoy, dijo un vendedor de al lado, debe estar haciendo algunos trámites, señaló. Me preocupé. Sentí una falta física, regresé a casa caminado, mi mente no paraba de pensar en ella. Esa noche escribí ‘Refugio’, un poema muy malo, de juventud, al que le guardo cierto cariño:
Eres el centro del aire,
un fulgor entre los muros.
Solo queda el hueco:
tu ausencia me habita
como un espejo ciego.
Camino en círculos de luz roja
por el mercado;
y todo se alarga, María,
menos tu nombre.
A los pocos días, regresó a su puesto. Estaba allí como siempre, con la cabeza inclinada. Me acerqué.
—Pensé que no volverías.
—Siempre vuelvo.
Sonrió, sus labios eran perfectos. Esa sonrisa me sostuvo por semanas. Algo se había instalado dentro de mí, algo callado, denso. Algo sin nombre.
Los meses pasaron. Al cerrar el mercado, me dejaba acompañarla. Caminábamos por calles desiertas. A veces le tomaba la mano. Empecé a sentir culpa: ¿le robaba tiempo a su hija? Pero también veía en sus ojos algo nuevo. Cierta alegría.
Una tarde, sus dedos dejaron un anillo de plata en mi mano.
—Es un regalo –dijo–. Para que no te olvides de mí cuando te vayas.
—¿Me estás echando?
María no respondió. Volvió al trabajo. Guardé el anillo. Sentí, por primera vez, que nuestra historia tenía un fin esperando.
A partir de ese día, algo cambió. Los silencios entre nosotros se volvieron más densos. No incómodos, sino plenos. Como si supiéramos que hablar demasiado podía estropear algo frágil.
La rutina nos envolvió. Yo me sentaba cerca mientras ella trabajaba. Otras veces, la observaba desde lejos, con mi cuaderno abierto, incapaz de escribir una línea. Su presencia bastaba para saturar el aire.
Un domingo, mientras le leía un poema, noté que sonreía más de lo habitual.
—¿Qué es tan gracioso? –pregunté.
—Nada. Es hermoso. Solo que… –dudó– nunca pensé que alguien escribiría sobre una mujer como yo.
—¿Cómo te definirías?
—Una mujer mayor, que ha vivido demasiado.
Quise decirle que era justamente eso lo que me fascinaba: su historia invisible, el peso detrás de cada gesto, su experiencia. Pero ella desvió la mirada. Su forma de negar era siempre una defensa suave. Me pedía silencio sin decírmelo.
Esa tarde, al despedirnos, había inscrito mis iniciales en el anillo de plata. Me lo llevé puesto. Luego, en casa, lo colgué en una cuerda de cuero. Dormí con él suspendido en el pecho.
Los días siguieron. Las conversaciones perdieron ligereza. Algo se preparaba en el fondo. A veces la sentía ausente incluso mientras hablábamos. Como si parte de ella se estuviera alejando, sin que supiera por qué.
Una tarde, cuando cerraba su puesto con prisa, le pregunté si pasaba algo. Me miró con esa gravedad que no decía todo, pero tampoco mentía.
—Ven conmigo –dijo.
La seguí sin preguntar. Caminamos calles que no conocía, luego subimos a una línea de bus público hasta llegar a una casa humilde, de muros agrietados. Adentro, había orden, pero luego noté la pobreza en que vivía. Observé fotos antiguas, herramientas colgadas, plantas que crecían en latas oxidadas. Un lugar que respiraba resistencia.
—Esta es mi casa –susurró.
Me mostró cada rincón sin hablar demasiado. Me contó que su abuela y Luisa habían viajado unos días. Estaba sola. En su mirada había algo quebrado, pero firme. No era vulnerabilidad, era entrega.
Esa noche, nos tocamos como si cada caricia fuera una pregunta que por fin hallaba respuesta. Su cuerpo hablaba un idioma que mis manos entendieron sin estudiar. Nada fue rápido. Nada fue tibio. Fue piel y aliento, gravedad compartida, como si nuestros cuerpos completaran un mapa secreto.
La escuché gemir, un sonido breve y hermoso que quedó sujetado en mi memoria. Su piel sudaba, tibia, salada, viva. La observé unos segundos. Temblaba, pero no se apartó. Sus dedos se cerraron en mi nuca, y su cuarto, por un momento, se redujo a su respiración.
Desde lejos, la radio encendida de algún vecino dejaba escapar a Chacalón. ‘Un muchacho provinciano’ flotaba en el aire, canción que estaba prohibida entre mis amigos de barrio.
Después de aquello, todo pareció calmarse. Nos movíamos con una intimidad silenciosa. María regresó al mercado, trabajaba como siempre. Yo la veía desde una banca, escribiendo versos que nunca le leía, o estudiando las asignaturas de la universidad.
Hasta que el calor de primavera trajo algo diferente. Una tensión muda. El mercado seguía igual, pero ella no. Había algo triste en su forma de mirar. No lo dije. Lo sentí.
Esa tarde fuimos a cenar. Subimos al mirador de siempre. Ella, envuelta en su chalina morada, contemplaba Lima como si se despidiera. No de mí. Del mundo.
Después, comenzó a desaparecer. Primero, ausencias. Luego, un cansancio que ni ella podía ocultar. Un día la hallé en casa, encogida en su cama. Luisa, al pie de la puerta, me dijo sin rodeos:
—Robaron el puesto de mamá.
Entré. María no hablaba. Jalaba de un botón del colchón como si fuese un ancla. Su cabello estaba suelto, desordenado. El brillo en sus ojos se había ido. Me senté a su lado.
—He ahorrado para publicar mi poemario –le dije–, pero puedo darte el dinero si quieres volver a empezar.
Ella soltó el botón. Lo dejó caer. Rodó por el suelo con un ruido tenue.
—No te preocupes. Sé cómo afrontar mis problemas, Joaquín.
Su voz era un susurro sin fuerza. Aun así, no pedía compasión. Solo distancia.
Pronto enfermaría. Primero fue la fatiga. Luego, el abandono total. No quiso médicos. No quiso respuestas. El silencio fue su única forma de expresarse. Me había dicho que las personas de la selva eran habladoras, ruidosas y bailaban sin descanso, ella no. Yo no supe cómo pelear contra eso.
Los días finales fueron lentos, como si el tiempo se negara a correr. Me sentaba a su lado, observaba su respiración apagada, casi invisible. Afuera, Lima seguía igual. Adentro, todo se deshacía.
Llegué una tarde, directo de mis clases de simbolismo francés, ya no respiraba. Su cuerpo estaba quieto. Por fin en paz.
El entierro fue sobrio. Un puñado de personas. Su abuela, su hija, y yo. El viento barría hojas secas por el cementerio, como si el mundo se resistiera a detenerse.
Luisa se aferró a mi mano. Su rostro no lloraba; parecía una estatua en miniatura, apenas contenida. Yo no dije nada. Lo que sentía no cabía en palabras. Cada intento de nombrarla era traicionar lo que fue: imposible de encerrar en una definición.
La abuela se me acercó. Me agradeció por cubrir los gastos, y sin explicaciones, me entregó un cuaderno viejo, de cuero desgastado. No dijo nada más. Sus ojos brillaban con algo más denso que tristeza: necesidad de que supiera. De que cargara con eso.
Abrí el diario en el bus de regreso a San Isidro, un página al azar. Las palabras de María me rasgaron desde la primera línea:
“La selva nunca deja de gritar. Tiene esa forma de respirar entre los árboles, como un animal agazapado. Nunca está en silencio de verdad. Siempre observa, siempre espera. Hoy, en la madrugada, bajo una luna ploma, tomé la decisión. La orden era clara. Él estaba ahí, sentado junto a la caseta, tranquilo, sin saber lo que venía. Lo vi como si fuera la primera vez. Lo vi sin verlo. Miré el machete. La hoja brillaba, y por un segundo, la luna se dobló en el filo. Todo a mi alrededor se borró. Las voces de los demás se hicieron lejanas, como si alguien hubiera bajado el volumen de la montaña. El aire me pesaba en el pecho. Sólo escuchaba mi respiración, áspera, desacompasada.
Tenía las manos sudorosas. No era miedo. No exactamente. Era algo más denso, más frío. Una mezcla de furia y algo que no sé cómo nombrar. Pero estaba ahí, empujándome desde adentro. Me acerqué. Él no lo vio venir. Un solo movimiento. El corte fue limpio. Su rostro se quedó inmóvil, incrédulo. Como si aún estuviera esperando que la escena se corrigiera, como si no creyera que eso estaba ocurriendo de verdad.
Y entonces, el silencio. La selva volvió a cubrirlo todo, pesada, áspera, como si se hubiera metido en mi sangre.
¿Por qué lo hice? ¿Por qué maté al soldado? Porque me dijeron que debía hacerlo, porque una camarada obedece, no cuestiona. Porque ya no quedaba espacio para preguntar”.
Me atraganté. María había matado a un hombre. Un soldado. Sin juicio. Sin defensa. Abrí la ventana del bus, necesitaba aire, sentía que había perdido la capacidad de respirar.
Cerré el diario. Todo lo que creía saber de María se desmoronaba. La mujer que había amado, acariciado, había sido otra. ¿Era posible? ¿Pueden convivir la ternura y la violencia en una misma persona?
Esa noche caminé por mi barrio. Entré a la cinemateca y encendí un cigarro. La película frente a mí era irrelevante. Pensaba en la cámara de fotos que me regaló: Para que captures el mundo como lo ves tú, me dijo. Yo la miré, sonriendo, creyendo entender. Qué lejos estuve.
Jamás le pregunté qué veía ella cuando disparaba y apuntaba el lente. Nunca supe qué trataba de fijar en las imágenes que tomaba, o qué intentaba borrar.
Después de su muerte, volví una última vez al mercado. Su puesto estaba vacío. Nadie preguntaba por ella, quizás ya nadie la recordaba. El bullicio seguía igual que siempre. Dejé una manzana sobre su mesa, sin saber por qué. Como una ofrenda absurda.
No escribí más poemas sobre ella. Todo sonaba falso. Seis meses después, encontré un rollo fotográfico entre mis cajones. Al revelarlo, vi su rostro, su sonrisa, en una docena de tomas. Una felicidad que parecía no pertenecerme ya. Fui a buscar a Luisa y a la abuela, quería regalarle las fotografías de su madre, pero la casa estaba vacía. Abandonada. Nadie sabía nada.
Por suerte, varios minutos después, una vecina me invitó a pasar. Me habló de María, del caserío donde nació, del ejército. Me habló de un capitán: bajo, brutal, temido. Tenía un dedo sin uña, ennegrecido, dijo. Ese hombre violó a María. Luisa fue el resultado de todo eso. No lo contó con ira. Solo con un desconsuelo que lo abarcaba todo.
—¿Sabe dónde está ese hombre?
—Olvídelo, joven. Es como buscar fantasmas.
Guardé silencio. Ella me miró largo rato. Luego se perdió en su cocina. Trajo una taza de café y habló de los deseos de María, quería ser maestra, era muy buena en Literatura y Lenguaje, dijo. Todo se truncó por culpa de ese maldito, balbuceó, una lágrima se deslizó lentamente en su mejilla. Me despedí, dejando mi número telefónico por si algún día sabía algo.
En el taxi, pensé en muchas cosas. María no fue víctima ni heroína. Fue algo más complejo: una mujer que resistió sin endurecerse, que cruzó los escombros sin volverse piedra. No necesitó gritar para sostener su historia. No se dejó tragar por el dolor. Lo contuvo, lo moldeó. Desde mi lugar seguro, donde todo era limpio y ordenado, el universo de María parecía un paisaje distante, borroso. Sentí que todo estaba donde debía estar, salvo yo, que no sabía dónde encajaba. Ella, en cambio, conocía su posición, no luchaba contra la corriente de la historia; la había atravesado con una ligereza casi inaudita. Y al hacerlo, me mostró cómo resistir sin amargarme, cómo mantenerme entero, sin permitir que el dolor me quebrara. Aprender a respirar bajo las ruinas que iba descubriendo se convirtió, poco a poco, en la forma en que comencé a entender mi país.
Yo, con mi educación privilegiada, mis libros y mis poemas, nunca la había entendido del todo. Ella sí. Desde ese mundo áspero al que yo apenas me asomaba, me enseñó a mirar distinto. A reconocer, en el silencio de otro, la forma más cruda de la verdad.
Con los años, todo se desvaneció. Ya no supe más de ellas, ni de la niña ni de la abuela. Terminé la carrera, me fui al extranjero para un posgrado, regresé y conseguí un buen trabajo gracias a los contactos de mi madre. La ciudad me esperaba, pero algo había cambiado en mí. Compré un departamento en Miraflores, con una vista que besa el horizonte y las olas del Pacífico. María se convirtió en un recuerdo frágil, como una foto vieja que empieza a borrarse. Pero aún hoy, en los días más inesperados, la veo en las calles de Lima: en el rostro fugaz de una mujer que pasa, en el sonido de un martillo diminuto golpeando el metal, en unos ojos negros en duelo, en la luz del atardecer filtrándose entre los edificios. María está en todas partes, y a la vez, en ningún lugar.




