Leyendo a Camus: campaña electoral francesa

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Cuenta Miguel Mora -corresponsal de El País en Francia- que el lema de campaña del aún presidente francés Nicolas Sarkozy –La France Forte, La Francia Fuerte- parece calcado de uno los lemas patrióticos y nacionalistas del régimen de Vichy comandada por el mariscal Pétain: France Plus Forte.

 

Sarkozy y su equipo de campaña han intuido que los franceses, tan desorientados y descontentos como el resto de europeos, quieren algo seguro a lo que aferrarse entre tanta incertidumbre globalizada. Las encuestas parecen darles la razón. Si observamos la intención de voto que acapara Marine Le Pen, el presidente y su equipo no se estarían equivocando con el planteamiento de su campaña. Escorándose hacia la extrema derecha, Sarkozy estaría tratando de arañar a Le Pen los votos que necesita si quiere hacer frente a François Hollande, el candidato con más opciones de victoria a día de hoy.

 

La campaña francesa se está disputando en el plano de lo simbólico emocional: Hollande con sus evocaciones a Mitterrand y su llamada a la adopción de la tasa Tobin, arrebato populista -ya mostrado por Sarkozy hace años- que sumar al régimen alimentario y de ejercicio que siguió el candidato socialista para dinamizar su embotado perfil de político burócrata; Sarkozy con su nacionalismo de cartón piedra y su bonapartismo casi esperpéntico y Marine Le Pen con sus bravatas xenófobas y nacionalistas, aún más cavernarias que las de Sarko pero mucho más refinadas sin duda que las de su padre Jean-Marie Le Pen.

 

La política -entendida como debate de ideas, algo necesario sobre todo en tiempos de crisis- parece ser lo de menos en la campaña francesa. El marketing político se impone. Aunque antes que marketing sería preferible utilizar el término usado en sudamérica: mercadeo. Es decir: el mercadeo de viejas ideas que la luz y los focos presentan como las brillantes hojas de rutas de unos estrategas sin estrategia. El discurso fluido y lisonjero siempre ha sido la mejor herramienta de los mercaderes: de los tratantes de ganado que trataban de vender vacas viejas como terneras lechales y caballos desdentados haciéndolos pasar por briosos y jóvenes corceles, de los charlatanes vendedores de crecepelo, de los predicadores del agua en público y practicantes del vino en privado.

 

El ágora, el espacio público, siempre ha sido lugar de encuentro para la discusión elevada (el ideal griego), pero también para el comercio (que servía para financiar el ideal griego). Que se termine vendiendo el discurso como si se tratase de una mercancía más no debería extrañarnos tanto. Y, mucho menos, escandalizarnos.

 

Asusta, sin embargo, pensar que el panorama político de Francia sea el que es. Al fin y al cabo, la Unión Europea encuentran su primera y última razón de ser en la voluntad y el acuerdo de Francia y de Alemania, el resto es tierra conquistada (por los mercados: es decir, por los discursos y por el comercio).

 

En principio, no es necesariamente malo que se rescaten viejas recetas para solucionar nuevos problemas. Siempre que los principios activos de las viejas recetas sirvan para curar las nuevas afecciones. Pero da la impresión que los políticos franceses, al echar mano de esas viejas recetas, tratan únicamente de apelar al sentimiento como sustituto de la inteligencia. Se evocan viejos tiempos, los tiempos pre crisis – cuando todo era mejor, más auténtico -en el plano económico y en el plano identitario. O se proponen medidas cuyo brillo anticapitalista se diluirá, casi seguro, pasadas las elecciones: cuando se deban aplicar medidas al dictado de los poderes financieros. El mercadeo lo hace periódicamente: lo viejo, lo vintage, se consigue poner de moda evocando seguridad, tradición, protección. La política adopta las mismas técnicas de venta. Los discursos se simplifican para lograr que el elector-consumidor compre. ¿O acaso no son los males de nuestro tiempo la inseguridad, la pérdida de valores tradicionales, la desprotección del ciudadano frente a poderes incontrolables, la fría estadística? Os ofrecemos la salvación a través de viejas recetas, se nos dice: la magdalena que evoca un mundo perdido a través de su sabor. Poco importa que para conseguir el mismo sabor de las magdalenas se empleen conservantes cancerígenos a medio y largo plazo. Lo que no mata (políticamente) durante las semanas de campaña, permite ganar elecciones. El populacho (electorado), ya se sabe, nunca ha tenido el paladar fino. Sobre todo en tiempos de hambre. Vale más un granuja vivo que un emperador muerto, dijo Napoléon.

 

Ningún tiempo pasado fue idéntico a los tiempos que vivimos. Es ley de vida. Pero sí pueden reproducirse actitudes, respuestas -equivocadas o no- frente a preguntas e incertidumbres que parecen eternas: el eterno retorno es una ilusión tan lograda que consigue engañar primero a nuestros sentidos y luego a nuestra inteligencia. Los titulares: Xenofobia, Grandeur, Fuerza, Desempleo, Campesinos…No son los años treinta. Y, sin embargo, lo parecen: los sentidos vacilan, la inteligencia duda.

 

Repaso la prensa francesa e internacional -con un sensación entre el bostezo irreprimible (Hollande) y el asco (Le Pen, y muy a menudo Sarkozy)- y a pesar de mi escasa francofilia -resultado de una anárquica combinación de ignorancia, datos irrefutables y prejuicios- siento que necesito reconciliarme con Francia. Eso no puede ser Francia, me digo. Porque de ser así: pobre Europa (es decir, pobre España: el egoísmo, ya se sabe, es un elemento indispensable en cualquier justificación sensata del altruismo).

 

Hojeo entonces los Carnets de Camus y encuentro una anotación realizada en marzo de 1942. El país galo vivía por aquel entonces tiempos de una incalificable indignidad política. Ocupación, colaboracionismo, guerra, escasez… Camus piensa en los discursos propagandísticos más obscenamente perversos de Petáin y sus secuaces y anota:

 

 

«La inteligencia moderna está en plena confusión. El conocimiento se ha dilatado a tal extremo que el mundo y el espíritu han perdido todo punto de apoyo. Es un hecho que estamos enfermos de nihilismo. Pero lo más sorprendente son las prédicas sobre «retornos». Retorno a la Edad Media, a la mentalidad primitiva, a la tierra, a la religión, al arsenal de las viejas soluciones. Para atribuir a estas panaceas una pizca de eficacia habría que hacer tabla rasa de nuestros conocimientos -hacer como si no hubiéramos aprendido nada-, fingir, en suma, que borramos lo que no puede borrarse. Habría que tachar de un plumazo el aporte de varios siglos y las innegables conquistas de un espíritu que finalmente (en su último progreso) recrea el caos por su propia cuenta. Esto es imposible. La curación tendrá que conciliarse con esta lucidez, con esta clarividencia. Deberá tener en cuenta las luces que conquistamos desde el instante de nuestro exilio. La inteligencia no está confundida porque el conocimiento haya trastornado el mundo. Lo está porque no ha podido adaptarse a ese trastorno. No «se ha hecho a la idea». Que se haga a ella, y la confusión desaparecerá. El espíritu podrá enfrentarse al desorden con la clara conciencia de que existe. Hay que rehacer toda una civilización».

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Las dudas son las de siempre: cómo, cuándo y quién se encargará de recomponer lo que está roto.

 

 

La única variable que no podemos controlar del todo es el tiempo. Sigue corriendo con independencia de que nos pongamos o no de acuerdo sobre el cómo y el quiénes. Los síntomas, incluso los más graves, son para el optimista incurable y para el necio sólo nimios síntomas con vocación de inofensivos. Hasta que se convierten en una línea más del diagnóstico completo que anuncia una enfermedad grave inmune a las viejas recetas. En otras palabras: lo que hoy es todavía posible mañana se convierte en un intempestivo y patético intento por subvertir lo que ya ha devenido en absolument fatal.