Libélula de cristal viviente

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La libelulilla nocturna revoloteaba por el cuarto, alterando la concentración del hombre que escribía en su ordenador.  Llegó a dar varios manotazos en el aire para espantarla, pero ella continuó pertinaz su danza aérea alrededor de la lámpara. Cuando la vio posada sobre su mesa, (con la nitidez que le permitían sus lentes,) se quedó hechizado mirando a aquel ser alado, completamente transparente, como un cristal de Swarosky que hubiese tomado vida de repente. Aún tuvo el atrevimiento el insecto de posarse sobre el brazo desnudo del hombre; quien se quedó clavado mirando a aquel ser alado perfecto, que lo observaba con sus grandes ojos polifacéticos.

 

Al día siguiente, cuando fue a instalarse en su tajo laboral informático, percibió la presencia extraña de un pequeño celofán sobre la parte posterior de la mesa. Debía ser un precinto de tabaco, pensó confiado el hombre. Pero cuando lo cogió para tirarlo, el presunto celofán se dobló por la mitad, como si se le fuese la vida en ello. Era la libelulilla que estaba muriéndose por el foro. La depositó sobre el tablero negro, para que saliese de la vida, digna y serenamente.

 

No le vio dar ninguna otra muestra de vida; por la tarde, se resistía a tirarla. Allí había habido un ser vivo que lo había conocido, y que había compartido con él unas horas de vida. No se lo pensó dos veces, tomó al insecto muerto y lo depositó dentro de una caja de plástico que había estado llena de gominolas. Su libelulilla de cristal viviente se merecía un féretro transparente, tan dulce y azucarado como el de la mismísima Julieta de Shakespeare.