Libros alterados

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Hay otros libros pero están en este. Esta paráfrasis de la famosa cita de Paul Éluard podría servir como eslogan para los Kindle, Papyre, y demás reproductores de textos digitales. El mensaje es claro: desaparece el libro como objeto y aparece un nuevo objeto que hace las veces de libro. Un libro único que contiene la posibilidad de todos los demás. La Biblioteca de Babel borgiana, en ceros y unos. Según se mire, el fin o la apoteosis de la bibliodiversidad.

 

Siempre me ha interesado lo que el libro tiene de artefacto seductor. Por el mero placer de gozar de una edición exquisita, he leído hasta el final textos profundamente aburridos, y en cambio he renunciado a obras maestras apestadas por editores sin escrúpulos. Disfruto contemplando los libros bien publicados. Solos, apilados o adosados en filas de contornos dentados como llaves. No hay, en mi opinión, pared más bella que la cubierta con libros. Que la Estética me juzgue.

 

Precisamente sobre la idea del libro como pieza única pretenden atraer nuestra atención los llamados libros alterados, altered books, libros cualquiera que alguien ha intervenido con intención creativa. Sobre la apropiación como táctica artística habla Nicolas Bourriaud en su ensayo Postproducción (2004): Ya no se trata de crear un objeto, sino de elegir uno entre los que existen y utizarlo o modificarlo según una intención específica.

 

La alteración de libros, muy popular en el mundo anglosajón –tanto en el ámbito de la creación doméstica como el de la alta cultura–, genera cientos de miles de entradas en los buscadores de internet y una notable cantidad de publicaciones en papel. Como en toda práctica de apropiación, la intensidad de la intervención y las técnicas empleadas son muy variadas. Así podemos encontrarnos con la anulación completa del libro para usarlo como mero soporte, con el homenaje adulador y retórico, o con la discreción de quién sólo busca un simple comentario creativo. En cuanto a técnicas, la pintura, el cosido, el collage, la reencuadernación, las radicales acciones escultóricas a golpe de bisturí de artistas como Georgia Rusell, Brian Dettmer o Robert The o los más sutiles hallazgos por obliteración de Meghan Scott o Kristen McQuillin, descubriendo poemas y textos anidados.

 

En el fondo, cualquier libro leído es ya un libro alterado. Eso lo sabe bien el lector de segunda mano. Como un niño recién adoptado, cada libro antiguo que llega a nuestras manos trae consigo una historia que se nos revela a través de su tacto, de su olor, de las manchas de sus páginas, de sus subrayados, marcas y comentarios.

 

Me gusta penetrar en los libros sintiendo que lo que estoy leyendo puede ser cartografiado como un territorio. Anotando hallazgos, consignando intuiciones sobre datos que tal vez nos harán falta más tarde, registrando pistas, estableciendo leyendas. Leer tiene mucho de dejar rastros y trazar mapas.

 

Tengo un amigo que contrata lectores para los libros que él no tiene tiempo de leer. Armados con tres rotuladores, sus empleados señalan las partes del texto que consideran destacables siguiendo un estricto código de colores según su importancia, y dejan sin marcar lo que encuentran irrelevante. Una vez terminado su trabajo, mezcla de crítica y censura, los lectores mercenarios entregan a su jefe una nueva versión del libro, un libro alterado según la cartografía de la eficacia. De esta forma mi confiado amigo, que odia el concepto de estilo, siente que rentabiliza mejor su atención cuando accede a él. En muchos casos no ha tenido ni que abrirlo.

 

En el fondo, el Kindle no ha inventado nada. Cada humilde y viejo libro de átomos contiene también la promesa de todos los demás, porque cada vez que es leído revela los posibles libros que pudo ser y no fue.

 

Javier Seguí suele hablar a sus alumnos de un ejercicio admirable y atroz: tachar en En busca del tiempo perdido de Proust, todo lo que no tenga que ver con las relaciones del protagonista con el espacio que le rodea. Tela.