
A mi los doscientos metros me producen un miedo insuperable. Me refiero a los doscientos metros en el agua. La prueba de la natación más emocionante de ver y más dura de pasar. Cuando yo nadaba, todo lo que fueran más de cien metros me causaba insomnio la noche anterior y ganas de vomitar en los momentos previos. Pero especialmente los doscientos metros, donde uno parece nadar como reculando. Los cuatrocientos son malos, pero en ellos hay ritmo y el ritmo siempre ayuda. Mucho más ritmo hay en los ochocientos y en los mil quinientos, donde también hay tiempo para pensar. En los doscientos no hay ritmo ni tiempo para pensar. En los doscientos uno no sabe si tiene que reservarse o tirar. Si uno tira puede caer al final en el abismo, y si uno se reserva igualmente puede despeñarse viendo como se va quedando atrás. Los doscientos son una carrera de equilibrio, de resistencia y de velocidad ahí colocados en la frontera, una frontera de Río Grande, inhóspita y desierta. Sobre todo en la mariposa y en el crol. Los doscientos son un cuento de Juan Rulfo. Son El llano en llamas de los campesinos entre los que están los que alcanzan el río y los que se quedan sobre el terregal endurecido de sus doscientos metros. Mireia Belmonte es una de los primeros. Ya como Pellegrini o Phelps entre mis favoritos. Mireia alcanzó las vegas al límite de sus fuerzas con la australiana Groves y la japonesa Hoshi devorándole centímetros de terror en las últimas brazadas. El horror, el horror tras cuatro años de esfuerzo asomándose entre tinieblas como el rostro de Marlon Brando. Mireia dice que no miró a los lados en esos últimos metros y yo me imaginaba lívido detrás de una cocina como los niños de Parque Jurásico cuando se les acercan los velocirraptores. A Phelps también se le acercaron en sus doscientos y también resistió hasta alcanzar las casuarinas y las paraneras donde está la tierra buena. Pellegrini, en cambio, se quedó en el camino sin orillas. No iba a llegar primero y lo sabía pero ni siquiera oyó a los perros cuando su ladrido lo acerca el aire, que es el silencio que todo lo envuelve cuando se toca la pared en cuarta posición donde no quieren estar ni los zopilotes. Es triste la cuarta posición. Y más para una maggiorata como la Pellegrini. Cuando uno llega el cuarto sólo se ven huizaches trespeleques y alguna que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas, que es lo que debe de estar mirando una Federica crepuscular desde la villa, y lo único, lo contaba Rulfo, que había en el llano.