“Atención, señoras y señores pasajeros. Abróchense los cinturones, estamos sobrevolando Afganistán”, anunció la azafata.
Con la caída del régimen de los talibanes, se reanudaron los vuelos internacionales a Afganistán. La compañía afgana Ariana empezó a volar a Kabul desde Irán, Turkmenistán e India, y las Naciones Unidas desde Pakistán. El vuelo desde Islamabad a la capital afgana duraba solo unos cuarenta minutos, pero la ONU cobraba 600 dólares por trayecto.
Viajé de nuevo a Kabul en marzo de 2002 con un vuelo de las Naciones Unidas. Esa vez me acompañaron Sàgar Malé, entonces delegado en Cataluña de la ONG Asamblea de Cooperación por la Paz, con la que ASDHA firmó un acuerdo de colaboración, y Elisabet Montserrat, técnica del Fons Català de Cooperació al Desenvolupament, que quería ver in situ cómo nuestra asociación gastaba el dinero que dicha institución nos había dado.
Desde el aire, la capital afgana tenía aspecto de manchón de café con leche, como si la ciudad solo la formaran casas de adobe. Kabul se encuentra en un valle a unos mil ochocientos metros de altitud, y la rodean altas montañas.
En el aeropuerto de la capital aún resultaban visibles los estragos de la intervención estadounidense para derrocar el régimen de los talibanes a finales de 2001. Helicópteros y aviones de combate descansaban abatidos a los lados de la pista de aterrizaje. El techo de la terminal estaba medio hundido y varios operarios trabajaban en su reparación, colocando planchas de aluminio. Los cristales de los ventanales también habían sido renovados. Aún tenían la marca de recién estrenados.
“Por favor, no pisen fuera de la pista de aterrizaje. Es peligroso. Hay minas antipersona por todas partes”, advirtió un trabajador del aeropuerto a los pasajeros del avión cuando tomamos tierra.
En el aeropuerto no había electricidad y los agentes de aduana se servían de una pequeña linterna para revisar uno a uno los pasaportes de los viajeros. La cinta transportadora de equipajes tampoco funcionaba, y un empleado sacaba las maletas y los bultos por el hueco de donde en teoría debían salir de forma mecánica.
En el exterior, dos grandes fotografías de Ahmad Sha Masud, el líder asesinado de la Alianza del Norte, presidían la entrada del aeropuerto. Su retrato también estaba por todas partes en la capital afgana: en fachadas, tiendas, restaurantes e incluso en los parabrisas de los coches. Estaba claro que, tras la caída de los talibanes, la Alianza del Norte se había hecho con la batuta en Kabul.
Kabul continuaba tal y como la encontré en 2000: en ruinas. Era difícil saber si los bombardeos estadounidenses habían causado algún daño, pues la ciudad ya estaba tan destruida antes del inicio de la intervención norteamericana que resultaba complicado apreciar alguna diferencia. Más allá de su aspecto, muchas otras cosas sí que habían cambiado en la capital afgana, tantas que aquella ciudad de principios de 2002 no tenía nada que ver con la que había conocido hacía un año y medio. La música, prohibida por los talibanes, estaba presente en todas partes. Los comerciantes ponían música a todo
volumen en el interior de sus tiendas para que se oyera desde el exterior, e incluso algunos instalaban los altavoces fuera, en la calle. Parecía que esa fuera su manera de vociferar que ellos nunca habían comulgado con el régimen fundamentalista. Lo mismo ocurría con las fotografías, que causaban furor. En las calles había fotógrafos ambulantes con cámaras antiguas de fuelle para retratar a aquellos que así lo deseaban.
Los niños volvían a jugar con cometas, algo que los talibanes también habían prohibido, argumentando que su vuelo distraía a los los extranjeros como salvadores fieles durante la oración. Y en los autobuses urbanos ya no había una cortina para delimitar el espacio destinado a mujeres y a hombres. Ellas y ellos continuaban viajando separados —las mujeres, sentadas en la parte delantera del autobús, y los hombres, en la trasera—, pero sin necesidad de ninguna barrera física en medio.
“Hello! How are you?”, saludaban los afganos así, en inglés y con una sonrisa de oreja a oreja, a cualquier extranjero que veían por la calle. A todos los venidos de fuera, ya fueran militares o civiles, nos trataban como a liberadores. De hecho, había tantos detalles que habían cambiado en Kabul y en tan poco tiempo que parecía en efecto que la ciudad se hubiera liberado. Como si se hubiera despertado de un largo letargo en el que todo el mundo había estado obligado a mantenerse adormecido y a acatar sin rechistar unos preceptos y prohibiciones que no parecían propios de la sociedad afgana.
Había algo, sin embargo, que seguía igual: las mujeres continuaban llevando el burqa, la prenda de vestir que internacionalmente se había convertido en el símbolo de la represión de los talibanes. Tras la caída del régimen radical en noviembre de 2001, muchos medios de comunicación occidentales mostraron imágenes y fotografías de afganas con la cara al descubierto, como si en Afganistán se hubiera producido el gran destape. Pero lo cierto era que en Kabul las mujeres continuaban paseándose cubiertas de pies a cabeza, y solo algunas, poquísimas, mostraban el rostro. Muchas, sin embargo, llevaban zapatos de color blanco, lo que no dejaba de ser revelador. Los talibanes prohibieron el calzado de ese color al considerarlo una ofensa, porque la bandera que identificaba a su régimen también era blanca. Con el gobierno de Hamid Karzai, la bandera de Afganistán pasó a ser tricolor, verde, roja y negra.
Quienes sí se destaparon, y mucho, con la caída del régimen de los talibanes fueron los hombres. Por la calle había que ir con cuidado para que los afganos no te tocaran o te pellizcaran el trasero. Años más tarde aprendería que, como mujer en Afganistán, más que cubrirme la cabeza con un velo, era mucho más importante taparme el culo y no marcar las formas.
* * *
“Vuelta a la escuela”. Así bautizó el gobierno afgano una campaña que, como su nombre indicaba, tenía por finalidad fomentar el regreso al colegio de los niños y sobre todo de las niñas, tras cinco años de régimen talibán en el que ellas lo habían tenido completamente prohibido y ellos se habían dedicado principalmente al estudio del Corán. En muchas oficinas gubernamentales colgaban carteles de la campaña.
A finales de marzo de 2002, los colegios reabrieron sus puertas y dos millones de alumnos y alumnas se incorporaron a las aulas. Ese, tal vez, fue el mayor cambio y también el mayor éxito del nuevo gobierno de Hamid Karzai. A pesar de ello, las escuelas de HAWCA continuaron operativas en casas particulares, aunque ya no eran clandestinas. Las mujeres y niñas entraban y salían libremente, sin grandes preocupaciones, y tanto las alumnas como las profesoras parecían exultantes con la nueva era que empezaba. El objetivo de la asociación a partir de entonces fue crear centros de alfabetización para chicas que durante la época de los talibanes no hubieran tenido ningún acceso a la educación y que ya estuvieran lo bastante creciditas como para estudiar en escuelas de educación primaria. Además, HAWCA también consiguió que el Ministerio de Educación convalidara a sus alumnas las asignaturas que habían cursado de forma clandestina durante el régimen talibán y que, por lo tanto, pudieran incorporarse a cursos superiores en escuelas convencionales.
El Ministerio de Educación, de hecho, era cada día un hervidero de gente haciendo trámites. Fui allí a informarme de la situación de las escuelas para niñas, para saber así si, desde ASDHA, podíamos ayudar de alguna manera. Me atendió un tal John Quick, que no solo tenía nombre sino también aspecto de extranjero, y que se presentó como “el secretario del ministro”. A partir de entonces, la administración afgana se llenaría de asesores extranjeros, sobre todo estadounidenses.
La actividad también era frenética en la Universidad de Kabul. Su rector, el profesor Mohammad Akbar Popal, explicaba con orgullo que veinte mil estudiantes, de los que siete mil eran mujeres, se habían presentado a las pruebas de selectividad para cursar una carrera.
“Nunca habíamos tenido tantas solicitudes de ingreso. Espero que podamos aceptarlas todas y distribuir a los estudiantes por las diferentes universidades del país”, dijo entusiasmado. La educación pública en Afganistán es gratuita.
Las clases en la universidad no habían empezado todavía. Se habían tenido que interrumpir en octubre del año anterior como consecuencia de los bombardeos estadounidenses contra el régimen talibán. A principios de 2002, los estudiantes se dedicaban primero a recuperar las clases a las que no habían podido asistir a finales de 2001 y, tras unas semanas de paréntesis, tenían previsto iniciar el nuevo año académico. En Afganistán las vacaciones escolares son en invierno, de diciembre hasta finales de marzo, porque hace demasiado frío para asistir a clase. Solo en las provincias del sur de Afganistán, como Kandahar, las aulas también se vacían en agosto por la razón contraria: porque hace demasiado calor.
La Universidad de Kabul se fundó en 1932, como primer centro de estudios superiores del país. Está dentro de la ciudad, en un extenso campus con zonas verdes y arboladas que en el año 2002 no tenía nada que envidiar a los campus universitarios de otros países, si no fuera por que estaba completamente descuidado, tras años de guerra y desidia talibán. En la biblioteca de la universidad había una gran pancarta que rezaba “Bienvenidos al rincón americano” y que llamaba la atención a cualquiera.
“Personal de la embajada estadounidense vino y la colocó”, explicó uno de los trabajadores de la biblioteca sin darle mayor importancia. La embajada también había llenado las estanterías con un montón de libros, y eso, decía, era lo que importaba. Todos los libros eran en inglés, y con títulos como Los genios de la pintura estadounidense, Nixon en la Casa Blanca o La invención de los partidos políticos de América. O sea, sobre la historia de Estados Unidos.
“No entiendo inglés y, por lo tanto, no sé de qué van, pero todas las donaciones son bienvenidas”, insistió el hombre, que lamentaba que la biblioteca estuviera como estaba, casi sin libros, y que la mayoría fueran de las décadas de 1960 y 1970, cuando en el pasado había sido una de las mejores bibliotecas de Asia.
“Con los muyahidines, muchos libros fueron robados, y con los talibanes, las mujeres que trabajaban en la biblioteca tuvieron que dejar de hacerlo y solo nos quedamos cuatro empleados, que difícilmente podíamos gestionarla”.
El hotel Intercontinental, donde me alojé durante mi primer viaje a Kabul, también había cambiado. Se había modernizado y parecía que tuviera bastante clientela. Al menos el aparcamiento del hotel estaba lleno de coches y en el vestíbulo había movimiento de gente. Lo más impactante de todo, no obstante, era una gran foto de Ahmad Sha Masud que presidía la entrada. El retrato también colgaba en muchas paredes del hotel. Detrás del mostrador de la recepción no reconocí a nadie. Los empleados que nos habían atendido a Ana, Mercè y a mí ya no estaban.
En el vestíbulo también habían abierto las tiendas de recuerdos que en agosto de 2000 estaban cerradas, y la pequeña librería que ya había entonces continuaba allí, pero no parecía la misma. Ya no había libros con fotos tachadas con rotulador negro como en la época de los talibanes, sino que muchos libros hablaban de los propios talibanes, analizando su nacimiento y sus características como movimiento, como si fueran algo del pasado que ya perteneciera a la historia del país. En la librería también había muchas postales del Kabul de la década de 1960, cuando a la ciudad se la consideraba una de las más cosmopolitas de Asia y tenía árboles, parques con flores y avenidas bien arregladas.
“A usted la conozco. Usted es la española que estuvo aquí durante la época de los talibanes”, afirmó el librero, dejándome de piedra. Que yo supiera, a ese joven no lo conocía de nada ni su cara me sonaba. ¿Cómo sabía que yo había estado allí? “Sí, sí, usted estuvo aquí con otra mujer, que después escribió un libro sobre Afganistán”.
Aquel chico resultó ser el mismo librero que nos había atendido en el año 2000, pero su aspecto había cambiado tanto que estaba irreconocible. Ya no llevaba barba ni el shalwar kamiz —el vestido tradicional afgano—, sino tejanos y camiseta ajustada, e iba muy bien afeitado.
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En mi segundo viaje a Kabul no me alojé en el hotel Intercontinental, sino en el Mustafá, que estaba situado cerca del centro de la ciudad, a escasos metros del Ministerio del Interior. Decían que era uno de los hoteles más seguros de la capital, y muchos extranjeros se hospedaban allí, sobre todo periodistas.
El Mustafá, sin embargo, más que un hotel parecía una cárcel. Tenía rejas en todas las puertas y ventanas, hasta el punto de que las habitaciones se asemejaban a jaulas. Su propietario, un afgano que había vivido durante años en Estados Unidos, aseguraba que el hotel había sido en el pasado un centro de detención. De ahí que hubiera tantas rejas. Las habitaciones eran cutres y caras. Una habitación de unos nueve metros cuadrados, con una cama estrecha, una pequeña mesa de escritorio y una percha en la pared, costaba 50 dólares la noche. El retrete era comunitario y estaba especialmente sucio, y la ducha era un grifo clavado en la pared, situado entre la taza del inodoro y la pila para lavarse las manos. La única estancia común del hotel era el comedor, cuya decoración y mobiliario —mesas y sillas destartaladas— también dejaban mucho que desear. Allí se concentraba una fauna humana de lo más variopinta.
Un día se presentó un extranjero cuadrado como un armario, con sombrero de vaquero y camiseta blanca ajustada de manga corta, marcando bíceps. Parecía sacado de las Grandes Llanuras o de alguna película de Rocky, y se convirtió en el blanco de las miradas de todo el mundo. En Afganistán los hombres no suelen llevar manga corta, ni siquiera en verano, y lo de marcar cuerpo en 2002 era casi como ir desnudo.
“Venga, chicos, venga, daos prisa. Tenemos que acabar con esto rápido”, vociferaba el extranjero, mientras un grupo de afganos escuálidos se afanaban en descargar de una camioneta un montón de baúles metálicos y llevarlos a cuestas hasta la última planta del hotel. Se decía que aquel extranjero traía todo tipo de equipos para montar una cadena de televisión que emitiría para todo Afganistán, después de cinco años de régimen talibán en los que la pequeña pantalla había estado prohibida. Parecía que en pocos meses el país iba a experimentar una metamorfosis nunca vista.
* * *
El teniente coronel español Felipe Quero también se alojaba en el hotel Mustafá, a pesar de la diversidad de personajes que había allí y de que España ocupaba la presidencia de la Unión Europea durante el primer semestre de 2002 y él, se suponía, desempeñaba un papel clave en Afganistán como jefe de la Oficina de Enlace del Ejército de Tierra en Kabul. Tenía el despacho en la misma habitación del hotel, y a veces se presentaba en el comedor vestido con impecable uniforme militar. Verlo así en lugar tan cutre imponía. A pesar de ello, era un hombre campechano y servicial, además de francamente agradable.
El 14 de diciembre de 2001 el gobierno español, bajo la presidencia de José María Aznar, aprobó el despliegue de unidades españolas en Afganistán, inicialmente para participar en la denominada Operación Libertad Duradera. Así es como Estados Unidos bautizó su intervención en Afganistán, que en principio tenía como objetivo derrocar al régimen de los talibanes, capturar a Osama Ben Laden y desarticular los campamentos de entrenamiento de la red terrorista Al Qaeda. Además, también se pretendía, o al menos eso se dijo, ayudar a las mujeres afganas, cuyos derechos habían sido tan pisoteados por los talibanes. Conseguir todo eso en escasas semanas parecía imposible, y pronto empezaron los excesos.
En enero salieron a la luz fotos del modo en que Estados Unidos transportaba a los presos que detenía en Afganistán hasta su base militar de Guantánamo, en Cuba, y en qué condiciones los mantenía allí. En algunas imágenes, los detenidos aparecían encapuchados y atados con cadenas al suelo de un avión militar, y en otras, en Guantánamo, encerrados en pequeñas jaulas al aire libre, vestidos con uniformes de
color naranja, y con una venda en los ojos, una mascarilla en la boca y auriculares en las orejas para que no pudieran oír nada. Algunos países de la Unión Europea acusaron a Estados Unidos de estar incumpliendo las convenciones de Ginebra sobre el trato a prisioneros de guerra, e incluso el Comité Internacional de la Cruz Roja visitó el centro de detención de Guantánamo para investigar qué estaba pasando. Ante la polémica que todo esto desató, el gobierno estadounidense aseguró que mejoraría las condiciones de vida de los presos.
España participó en la Operación Libertad Duradera con helicópteros Superpuma y varios equipos de operaciones especiales, según informó el diario Heraldo de Aragón el 20 de febrero. Asimismo, aportó una unidad médica, que se desplegó en la base militar de Bagram, a unos sesenta kilómetros al norte de Kabul, y se dedicó a ofrecer asistencia médica a los efectivos de las fuerzas de la coalición, o sea, a las tropas estadounidenses y a las de otros países como el Reino Unido y Canadá, que desde el principio se sumaron a la llamada guerra contra el terrorismo. De hecho, tras los atentados del 11S, la OTAN invocó el artículo V del Tratado del Atlántico Norte, según el cual un ataque contra un miembro de la OTAN se considera un ataque contra todos sus países miembros.
España también envió dos helicópteros a la base militar de Manás, en la república ex soviética de Kirguizistán, para transporte y rescate aéreo, y una unidad de transporte aéreo táctico, con 45 personas y un avión Hércules, para transporte de personal. Todos esos efectivos se retiraron después, paulatinamente, entre el 22 de septiembre de 2002 y el 20 de junio de 2003.
Aparte de las tropas de la Operación Libertad Duradera, el 20 de diciembre de 2001 el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó por unanimidad el despliegue en Afganistán de otro contingente, la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad en Afganistán (ISAF, en sus siglas en inglés), cuyo objetivo sería garantizar la seguridad del nuevo gobierno interino y el orden en Kabul y sus alrededores. En principio la misión duraría seis meses y el Reino Unido dirigiría las operaciones.
Estados Unidos no participaría en esa fuerza, pero, en caso de conflicto o problema, asumiría el mando e incluso se encargaría de coordinar una posible evacuación. Además, las tropas de la ISAF también podrían hacer uso de la fuerza, si así lo consideraban necesario, para mantener el orden y la seguridad, ya que se desplegaron
bajo el capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, que así lo autoriza. De esta manera, la ONU pretendía no repetir los errores que ya había cometido en el pasado, como en el caso de Bosnia, donde más de ocho mil personas fueron asesinadas en Srebrenica en julio de 1995, cuando se encontraban bajo la supuesta protección de cuatrocientos cascos azules holandeses.
La ISAF se empezó a desplegar en Kabul en enero de 2002, con un contingente inicial de tan solo cinco mil efectivos, de los que mil quinientos eran británicos. El resto lo aportarían veintiún países más, entre ellos España.
El 27 de diciembre de 2001, el Consejo de Ministros aprobó la participación española en la ISAF, y casi un mes después, el 25 de enero, la Agrupación ASPFOR I, con 442 militares, inició su despliegue en Kabul con una unidad de ingenieros, otra de desactivación de explosivos, una de apoyo al despliegue, además de mandos y otros apoyos nacionales.
El ministro de Defensa, Federico Trillo, aterrizó en Afganistán, y allí estaba Bashir Hamdollah, que parecía el hombre elefante pero en pequeño. Era un niño afgano de diez años que sufría cáncer linfático y que las tropas españolas se encontraron por casualidad en la provincia de Kapisa, al este de Kabul. Los tumores se habían adueñado casi por completo del raquítico cuerpo del pequeño, hasta tal punto que, de sus treinta kilos de peso, seis eran masa tumoral. Tenía el cuello, las axilas y la ingle deformados.
Los soldados españoles trasladaron a Bashir a la base militar de Bagram, y allí fue intervenido quirúrgicamente. Cuando Trillo lo vio, no dudó en llevárselo consigo a España. El niño necesitaba quimioterapia tras la operación, y eso no era posible en Bagram. Bashir llegó a España el 5 de marzo en el mismo vuelo militar que Trillo, fue tratado en el hospital Niño Jesús de Madrid, se curó completamente del cáncer, estudió hasta segundo de ESO y vivió en España durante cinco años, aunque cada seis meses viajaba a Afganistán para visitar a su familia, aprovechando los vuelos militares de los relevos españoles.
Conocí a Bashir en Afganistán en el año 2011. Ya no era el niño deforme al que daba miedo mirar, sino un joven guapetón, de diecinueve años, que trabajaba como conductor para el entonces agregado de Defensa español en Kabul, el coronel Luis Herruzo. El muchacho mostraba adoración por Herruzo, y se le ponían los ojos vidriosos cuando hablaba de España y de Nader Mehrpuya, el intérprete iraní que había trabajado para el ejército español y que le ayudó durante todo el tiempo que estuvo en Madrid. Primero haciéndole compañía noche y día mientras estuvo ingresado en el hospital, después siendo su tutor y, a partir de 2004, cuando José Luis Rodríguez Zapatero llegó a la Moncloa, alojándolo en su propia casa, ya que Bashir dejó de recibir ayudas del gobierno. El niño regresó a Afganistán en 2007. Engañado, asegura.
“Viajé en un vuelo militar, como siempre lo había hecho para ir a visitar a mi familia, y me llevé una mochila pequeña, con un par de pantalones y una camisa, porque pensaba que al cabo de dos semanas regresaría de nuevo a Madrid”, recordaba. Pero no fue así. Ya no volvería más a España.
Bashir se quedó en su pueblo natal, Morat Khoyá, y allí se las tuvo que apañar como pudo. Por una parte, adaptándose de nuevo a las condiciones de vida afganas; el agua le producía diarreas, y allí no había electricidad ni otras comodidades occidentales. Y, por otra, espabilándose para ganarse la vida; inicialmente abrió una modesta tienda de ropa. Tres años más tarde, el coronel Herruzo le ofreció el trabajo de conductor, y para él eso fue como un nuevo regalo caído del cielo.
“Me habría gustado que me lo hubieran explicado todo mejor. Al menos, si hubiera sabido que no regresaría más a España, me habría despedido de los amigos y me habría llevado lo que tenía allí: mi radiocasete, mis libros de texto…”, se lamentaba.
Bashir sirvió al PP para mostrar la cara humanitaria de la intervención española en Afganistán. El PSOE lo devolvería a su país, pero continuaría asegurando que lo que las tropas españolas iban a hacer en Afganistán era básicamente ofrecer ayuda humanitaria. (…)
Mònica Bernabé (Barcelona 1972) trabaja en Afganistán como periodista freelance para el diario El Mundo. La primera vez que viajó a este país asiático fue en el año 2000, durante el dominio talibán. A su regresó fundó la Asociación por los Derechos Humanos en Afganistán (ASDHA), que ella preside. Desde 2006 vive en Afganistán. En 2010 fue galardonada con el premio Julio Anguita Parrado de periodismo internacional.
Este texto es un fragmento de un capítulo del libro Afganistán. Crónica de una ficción, de Mònica Bernabé, que la editorial Debate publica esta semana.