En casa los reyes nunca fueron los padres porque los padres nunca fueron los padres. Era una ecuación rara, pero la entendíamos y punto. Pero es cierto que los reyes son los padres. Lo comprendí por fin ayer, como si volviera a tener diez años y algún niño del colegio me descubriera el secreto en el patio, viendo a vuestra majestad hablando con ese señor que se ha convertido en el mejor imitador de sí mismo. No quería verlo. No tenía intención de pasarme la noche del viernes frente a la pantalla plana viendo al rey hinchado. Pero un terrible dolor de estómago me hacía retorcerme en el sofá, incapaz de pensar siquiera en combatirlo a base de lingotazos de gintonic, que es como me curo las enfermedades sin prescripción y automedicándome, que para eso soy española.
Así que allí estaba, con la televisión encendida, con la boca abierta, viendo cómo ni siquiera propaganda saben hacer en algunas casas, con dos viejos contando batallitas que no lo son, hablando de orgullo y satisfacción cuando lo único que queda alrededor es un campo de cadáveres y desafección. Y me prometí que no diría nada. Que me sentía tan ofendida de que hubieran dejado fuera de la foto a mi queridísima Corinna, que es espía, rubia, lista y vive donde habitan el olvido y el dinero, que no quería saber nada más del discurso del rey. Que para eso me pongo a Colin Firth, que está más joven y más jugoso.
Pero me tocó la fibra sensible, que aun la debo tener, ver a nuestro monarca hablando de su padre. Contando cómo le guió y le llevó desde pequeño por el buen camino. A pesar de que eso pensaba yo hasta ayer que lo había hecho el señor de los salmones. Que solo faltó que entrara la maquilladora para pegarle unos lagrimones en las mejillas y la papada para darle más dramatismo y así restarle protagonismo a su interlocutor, que competía en cada frase por ver si hacía más genuflexiones dialécticas o corporales. Que ni a mí me han echado tantos piropos de madrugada en un bar. Y eso que muchos me han llamado reina y todo.
Y después lo remataron hablándome de nuestro príncipe azul, que es un portento, mire usted. Tan listo, tan preparado, tan honesto. Que hasta habla inglés y tiene informática en el currículo y que ahí está, a la espera, en posición de firme, por si un imprevisto se cruza en el camino. Los reyes son los padres, por supuesto. No sé yo ya si magos, que no están los tiempos para fuegos de artificio. Pero sentí envidia de que mi padre no sea rey y hable de mí en la televisión pública. Igual que la sentiré mañana cuando vea a los niños estrenando patinetes en el Retiro en el telediario, con sus padres corriendo tras ellos, sofocados y escupiendo los pulmones por la boca.
Lo peor de todo es que si pienso esto fue por quedarme en casa. Por las palabras de un don Juan Carlos que ya no es tan don Juan y el especial Transición que me tragué después. Al principio sentí nostalgia de una infancia en blanco y negro. Después lo entendí bien y me fui a la cama con el estómago aun más revuelto. TVE lo hizo por nuestro bien. Nos explicó tan bien y con tanto detalle los años setenta para que nos vayamos acostumbrando al futuro. Al menos, me consuela, algún servicio público nos queda.