“One must maintain a little bittle of summer, even in the middle of Winter”
Henry David Thoreau
Los últimos días del verano me recuerdan siempre a los del fin de una relación. Es como una separación lenta. El sol se va yendo poco a poco, cada día amanece un poco más nublado y de repente, al volver a casa, uno se da cuenta de que debería haber cogido una chaqueta. Se divisa el frío, se sabe que llegará. Por eso, los finales de agosto me entristecen: me hacen pensar en una serpiente que empieza a mudar la piel.
En agosto, todas las ciudades son parecidas. Son como animales adormilados. Están vacías de sus ritmos habituales, como en un letargo, en un shock. No hay cláxones ni niños que se arremolinan en la puerta de las escuelas. Hace un tiempo leí en Algún día este dolor te será útil –gran título donde los haya-, algo que me hizo pensar en esto:
“Nueva York es extraña en verano. La vida sigue su curso normal, pero no es así, es como si todo el mundo fingiera, como si fueran los protagonistas de una película sobre su vida y estuvieran un poco al margen. Y entonces, en septiembre, todo vuelve a la normalidad.”
Los veranos están para vivir al margen de muchas cosas, sobre todo de la normalidad. Uno vive como si hubiera otra vida, y de hecho la hay, pero en ocasiones pesa más la otra; la del despacho, la adicción al email y las videoconferencias. Agosto es un mes de tregua para todos, pero para las ciudades también. Pensaba en esto mientras paseaba esta tarde por Barcelona y todo estaba extrañamente tranquilo, como en esa paz que solo existe en los ocasos. El cielo plomizo anunciaba la muda de piel y me recordaba que la semana que viene amaneceremos ya en septiembre con la temida vuelta al cole que anuncia el Corte Inglés, tan fiel como cada año.
He bajado andando hasta la playa. Pretendía sentarme a leer a Sharon Olds. Tengo aquí aún sin terminar El padre y como el día estaba tan gris he pensado que ya de perdidos al río: que un poco más de melancolía tampoco vendría mal. Al llegar a la playa me he comprado un helado y me he quedado mirando a un tipo que paseaba a un perro. Al final no he sacado el libro de Sharon Olds. En lugar de eso he seguido a aquel hombre que le tiraba una pelota amarilla al perro y me ha venido a la cabeza unos versos de un poema maravilloso de Ben Clark. Vuelvo a menudo a esos versos, en los días grises, claro. Pero tiene que haber de todo. Se llama La hora del paseo y en él, el joven poeta no habla de nada fuera de lo común, solo de un hombre que sale a pasear con su perro. Un hombre como todos los demás.
«…Un sitio sin correas. Eso piensa
el hombre que pasea con su perro,
el hombre que ha salido tan temprano
porque le aterroriza que otros hombres
puedan interrogarle con preguntas
sobre la raza y sobre las costumbres
del animal que tiene amordazado,
mientras sale a la calle con su perro
aburrido del mundo, junto al mar,
y piensa que ha vivido muchos años
y que ha sido feliz, muy pocas veces,
y que ha tenido varios perros buenos
pero sólo un amor, y ese fue malo.»
Me he acabado el helado y he perdido de vista al hombre, a la pelotita y al perro. De vuelta a casa ha empezado a llover. Nada de fuertes aguaceros, solo pequeñas gotas que anunciaban lo mismo que el Corte Inglés, que quedaban pocos días de verano y que había que aprovecharlos bien.