Luis Loayza era una mezcla de Bartleby y Benno Von Archimboldi. Bartleby piensa que su trabajo no tiene sentido y no tiene futuro, y la única opción que le queda es dejar de escribir. Muy a pesar de que Bartleby parece necesitar el dinero, Melville nos dice que con las justas se alimenta de galletitas de jengibre, y que es un tipo flaco y pálido y sin techo. Este acontecimiento se puede ver como la negativa del escritor a producir literatura, aunque este rechazo le podría significar la muerte.
Cuando apareció el breve volumen de prosas El avaro (1955), Luis Loayza tenía apenas 21 años, luego vino una novela titulada Una piel de serpiente (1964), un libro de ensayos El sol de Lima (1974) y uno de relatos Otras tardes (1985). En estos libros se vislumbra a un escritor inteligente, de una prosa fina y concentrada. Después, Loayza desapareció entre las aguas y la luz.
Benno Von Archimboldi, el personaje creado por Roberto Bolaño en la novela 2666, desprecia cualquier canon literario que intente tragarlo, y es una entidad casi fantasmal, cuya elusividad, frustra por completo, los esfuerzos de los cuatro académicos –Pelletier, Moroni, Espinoza y Norton– que andan tras sus pasos, para tomarlo y monopolizarlo en beneficio de sus carreras profesionales. Y en ese sentido, Luis Loayza se parece también al Archimboldi de Bolaño, un novelista fantasmal, misterioso y escurridizo.
Cuando crecía en la Lima de los ochenta se decía que Luis Loayza era el secreto mejor guardado de la literatura peruana, pero también existía la versión de que era un producto de la invención del crítico literario Abelardo Oquendo y de Mario Vargas Llosa.
La gran pregunta era, si esto último era cierto, cómo este escritor había logrado cierta credibilidad ante los medios de comunicación, pero sobre todo ante la intelectualidad peruana. Años atrás lo habían publicado editoriales independientes y los tirajes de sus obras habían sido de pequeñas cantidades, no más de doscientos ejemplares, lo que hacía imposible de encontrar su obra y leerlo.
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La primera vez que leí a Luis Loayza fue a principios de los noventa. Encontré un ejemplar de El sol de Lima en la biblioteca de una universidad gringa, era una segunda edición del Fondo de Cultura Económica, publicada en enero de 1993. Tenía un sol incaico en la portada, coloreada de amarillo y rojo. El libro, ahí en mis manos, resplandecía como un meteorito brillante y seductor. Alfredo Bryce Echenique cuenta que en los sesenta Vargas Llosa cogió cuatro libros, se los puso bajo el brazo sin ocultarlos ni nada y, tras haber ignorado por completo a la cajera de la librería, abandonó el local con pasmosa serenidad. Luego se dio cuenta de su distracción y regreso a pagar y pedir disculpas. Sabía que tenía que imitar a Vargas Llosa y actuar sereno, pero en los noventa ya existían los códigos de barras en librerías y bibliotecas, sobre todo en las norteamericanas. Esta estaba pegada en un plástico rectangular pequeño en la segunda página. Caminé entre los anaqueles llenos de libros y mientras fingía ojear unos tomos de filosofía logré despegar el código y lo introduje en otro texto. Ese día, con mi libro bajo el brazo y el corazón dándome vuelcos, crucé la puerta de salida de la biblioteca, más eléctrico y excitado que la guitarra de Jimmy Hendrix, pero con suerte, sin despertar el ulular de la alarma. Por un momento creí estar robándole la Excalibur al Rey Arturo. Una vez fuera del campus universitario arranché la página que tenía el estampado y la advertencia en mayúsculas: Este libro es propiedad de la universidad, que estaba inscrito en tinta azul. Ya con el libro en mi poder y la cabeza en alto, corrí gritando: ¡Luis Loayza existe!
A mi regreso a Lima compré El pez en el agua, libro autobiográfico de Vargas Llosa. Para mi sorpresa, había allí unos párrafos dedicados a Luis Loayza. En el libro El sol de Lima no había foto de autor como es costumbre y, por aquella época, internet y el buscador de Google eran inexistentes. Las primeras imágenes que tuve de Luis Loayza fueron a través de Vargas Llosa, que lo describía: “Alto, de aire ido y desganado, dos o tres años mayor que yo, y aunque estudiaba Derecho, sólo le importaba la literatura. Había leído todos los libros y hablaba de autores que yo no sabía que existían –como Borges, al que citaba con frecuencia, o los mexicanos Rulfo y Arreola– y cuando yo saqué a relucir mi entusiasmo por Sartre y la literatura comprometida su reacción fue un bostezo de cocodrilo”.
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En esas semanas, el padre de un compañero de la universidad me mostró un recorte de periódico viejo, la hoja amarillenta, mortecina y ajada por el tiempo. En la noticia informaban que Luis Loayza le había ganado al campeón mundial, Bobby Fisher, una partida de ajedrez en Nueva York en 1965, en sólo veintitrés movimientos:
Esta noticia sirvió para acrecentar mi asombro y aumentar mi curiosidad por el autor peruano, que era un terrible enigma fantasmal. Loayza era para mí, en ese entonces, como un nadador olímpico que se lanza a la piscina, se sumerge con estilo, va en delantera, bracea con una técnica y agilidad impecable, va cortando el agua como un delfín azul e inmortal. De pronto, un aleteo remoto, a cámara lenta, una braceada corta en mitad de la competencia; hasta que sale, toma aire y se zambulle, para no aparecer jamás, para desaparecer en medio de la ovación.
Años más tarde, piso Europa, Londres para ser exacto. El padre de mi compañero de clase en la universidad tiene un amigo madrileño que trabajó con Luis Loayza en Nueva York. Me hace llegar una dirección en Suiza, lo anoto en mi moleskine con letra negra y ésta se confunde con las ideas de cuentos que voy bosquejando en esas páginas, y con algunos datos y citas de escritores famosos que por aquella época pienso que son imprescindibles en mi formación.
Un día me animo y compro un billete de avión a Ginebra. Se rumorea que Luis Loayza trabaja de traductor para las Naciones Unidas en esa ciudad. Todo lo que tengo es una dirección y la certeza de que voy a darle caza al misterio más grande de la literatura peruana. Llego en invierno y la nieve cubre las calles de la ciudad. Almuerzo tarde un snack en el puesto de un libanés, hablamos en inglés, me sirve un shawarma de cordero, con abundante tomate y lechuga picada. Le pido que me ponga poca salsa blanca, no quiero oler a ajos cuando me presente ante la puerta de Luis Loayza. Luego camino por el barrio de Le Paquis, donde tengo reservado una habitación en un albergue barato; cruzo cafés, mini markets y cabarets donde unas muchachas rubias me entregan unos volantes en el que anuncian las horas de las funciones de striptease. De cuando en cuando me meto en una que otra tiendecita, con la sola intención de aprovechar la calefacción; en la calle el frío es insoportable. En el albergue me baño, visto y cojo un taxi a la casa de Luis Loayza. El taxista es un italiano melenudo, cruza la embajada australiana y el cementerio Du Petit-Saconnex y luego me deja en unos edificios de corte Le Corbusier, enormes, grises, construidos para la vivienda colectiva. Busco el número del departamento, toco la puerta y me recibe una mujer. No habla español ni inglés, por supuesto, tenemos muchas dificultades para comunicarnos hasta que aparece una muchacha. Ella me saluda en inglés con un leve gesto de aburrimiento, le pregunto por Luis Loayza, el escritor peruano. Para mí, es la hija, la escucho hablar en francés con la mujer mayor, cuchichean unos minutos entre ellas; la mujer mayor me observa, creo que es la madre. Me da la sensación de estar en una novela policíaca, interrogando a un par de pobres mujeres despistadas. Luego la muchacha me dice, con una voz triste y fantasmal, que antes vivía un señor peruano pero que no saben a dónde se mudó.
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En el avión de regreso a Londres releo el cuento de Herman Melville, Bartleby el escribiente, en la traducción de Jorge Luis Borges: “Al día siguiente noté que Bartleby no hacía más que mirar por la ventana, en su sueño frente a la pared. Cuando le pregunté por qué no escribía, me dijo que había resuelto no escribir más.
—¿Por qué no? ¿Qué se propone? –exclamé–. ¿No escribir más?
—Nunca más.
—¿Y por qué razón?
—¿No la ve usted mismo? –replicó con indiferencia”.
Bartleby, como Luis Loayza, es un escritor. Ambos insisten en escribir solo cuando algo los mueve a hacerlo. Enfrentándose al mandato de la sociedad capitalista de que escriban a pedido, bajo contrato y ciertas condiciones. Ellos se niegan a ceder y, en lugar de escribir a demanda, no escribe en absoluto. En el tren a la ciudad, me pregunto si con esa actitud, Luis Loayza, se ha convertido en una pérdida irreparable para la literatura.
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El pequeño grupo que protegía a Luis Loayza eran Mario Vargas Llosa, Abelardo Oquendo y Julio Ramón Ribeyro. Con este último tuvo una serie de intercambios de cartas, exquisitas e inteligentes, que posteriormente fueron publicadas.
En 1993 Julio Ramón Ribeyro presentó en Lima el segundo tomo de sus diarios, titulado La tentación del fracaso, en la Estación de Barranco. En la mesa lo acompañaban el poeta Antonio Cisneros, el escritor Fernando Ampuero y su editor Jaime Campodónico. Hablaron de la apología al fracaso en la obra de Ribeyro, todos sus personajes naufragan estrepitosamente. Pensé en lo que le decía Alejandra a Martín, de Sobre héroes y tumbas, de Ernest Sabato: “¿Será que el éxito tiene algo de repugnante?”. “¿Será por eso que preferimos a los fracasados?”. Eso dice Alejandra para argumentar, indirectamente, de que hay mayor autenticidad en eso de tocar fondo y estrellar el aeroplano como un kamikaze.
La Estación de Barranco es un local pequeño, pero los hinchas de Ribeyro la habían llenado a tope. Más de ciento veinte personas estaban contenidas en el espacio. Y fuera había más jóvenes esperando entrar. Cuando acabó la presentación se formó una cola enorme y Ribeyro empezó a autografiar los libros, a veces, entablaba pequeños diálogos, intercambios fugaces de palabras con sus lectores, algunos lograron sacarse una foto con él. Yo estaba en la fila, casi el último, resistiendo el aburrimiento, heroicamente. Después de un largo tiempo estoy frente al maestro, se ve flaco y pálido y majestuoso. “Te parece si lo dejamos para la próxima, estoy algo cansado”, me dice afectuosísimo y cortés. Y yo cojudo, acepto y me guardo el libro sin firmar, meses después fallece. En el bus a casa, leo una entrada de su diario del 24 de enero de 1978, Ribeyro escribe: “Apropósito de Luis Loayza, volví a verlo esta vez desanimado, desencantado de su propia obra y contagiosamente escéptico de la ajena. Por alguna razón psicológica que sería interesante indagar cada vez se distancia más de lo que escribe en español y de lo que se escribe en nuestro tiempo”. Cierro el libro, miro las calles de Lima a través de las ventanas y pienso que, sin duda, Luis Loayza sí me hubiese regalado un autógrafo. Al cabo de poco tiempo me doy cuenta de que yo mismo soy un personaje ribeyriano.
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El director de Stories From Peru es un académico en un departamento de Latin American Studies en una universidad norteamericana. Me llama y me dice que tiene un proyecto entre manos, una antología del cuento peruano. Relata que está ocupado revisando tesinas y me encarga conseguir el permiso de un relato de Luis Loayza para su traducción al inglés y su publicación. Me parece que es una misión casi imposible, rechazo el encargo. “Tú vives en Europa, seguro estás más cerca de él”, dice intentando persuadirme, como si Europa fuese un continente en miniatura. Termino aceptando. La probabilidad de encontrar a Luis Loayza en un mes de búsqueda intensiva disminuye un diez por ciento. Cuando pasan las horas, los días, las semanas, pienso que mis posibilidades son remotas. El segundo mes desespero. Luego paso a la impaciencia y esta me lleva a la irritación. En los seminarios o coloquios de literatura se especula sobre el paradero de Luis Loayza. Alguien dice que vive en San Petersburgo, donde escribe poesía clandestina y de vanguardia. Otros cuentan que está en Francia y que ahora escribe obras de teatro, pero no se da con él porque firma con seudónimos diferentes y nunca se queda más de una temporada en la misma ciudad. Lo último que logro escuchar es que se ha refundido en la selva amazónica peruana, que hace un trabajo de campo, recolecta los mitos orales de varias tribus indígenas. Cuando creo que todo está perdido, un email del escritor Fernando Ampuero me levanta la moral.
Re: Contacto
Querido Gunter. Hablé con Abelardo Oquendo, que es gran amigo de Luis Loayza, y que te puede conseguir sus datos. A él le parece muy buena idea, y ciertamente muy merecida.
Su email es xxx
Abrazos, Fernando.
Intercambio tres emails con Luis Loayza. Es preciso, no dice más de lo que tiene que decir. Yo me despido con gran abrazo, abrazo grande, fuerte abrazo, en las correspondencias. Él se limita a “Cordialmente, LL”. Quiero hacerle una cantidad de preguntas, por ejemplo: “¿Existe un motivo esencial por el que se deja de escribir?”. Cada día aparecen más preguntas en mi libreta de notas, pero sé que no preguntaré y no obtendré respuesta alguna. Luis Loayza no da cabida, no cede ni una esquina, he amagado, driblado, cabreado, gambeteado, pase corto, pase largo y Luis Loayza no parece querer tocar la pelota.
Un día le envío por correo postal el libro impreso con su cuento Otras tardes en inglés. No acompaño carta o postal, sólo mi tarjeta de presentación. Al cabo de una semana recibo una llamada justo cuando el metro de la ciudad me expectoraba. El código era Francia. Pienso que es un familiar, pero del otro lado de la línea está Luis Loayza con una voz pausada, serena. Agradece el envío. Me siento relajado, victorioso y a la misma vez ilusionado, como cualquier otro mortal que habla en línea directa y privada con el mismo Benno Von Archimboldi. Pienso que tenemos mucho que contarnos, que tenemos muchas cosas en común, la literatura, el exilio; no ha dado una sola entrevista, no ha regresado a Perú desde hace treinta años, y yo hacía siete años que andaba fuera del país. Pero me equivoqué. Luis Loayza me preguntó por mi apellido, su padre se apellidaba Loayza Silva. Le conté de mi padre y de mi abuelo Mateo Silva y de los orígenes norteños de mi familia, pero perdió el interés en el acto. Al parecer su familia no partía de las ciudades que yo mencionaba. Podemos haber tenido un antepasado en común hace doscientos años, dijo, y desvió el tema al cine, mencionó a Fellini y comentó algo original sobre el filme Psicosis, de Alfred Hitchcock: que la escena de la ducha con Vera Miles era impresionante. La mano de Vera parece una estrella de mar melancólica a punto de morir, contra las mayólicas blancas. “Unas de las tomas más bellas”, dijo. Recordé que Luis Loayza había traducido al español Murder considered as one of the fine arts, de De Quincey. Hice la asociación rápidamente. Pensé que los asesinatos y la violencia le interesaban. Le comenté de las películas de Tarantino que había visto, pero tampoco pareció interesarle. Al poco rato se despidió amablemente y cortó.
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Cada vez que podía entraba a Google Maps, introducía la dirección de Luis Loayza y miraba su calle. Frente a su casa había un café o pub que tenía un letrero grande: The Lucky Bastard, decía. Parecía un lugar moderno, de esos que frecuentan los hipsters en Shoreditch. Pensé si Luis Loayza pasaría sus tardes ahí, con una copa en la mano, en medio de gente joven. Desde las ventanas colgaban algunas plantas, que brotaban de maceteros diminutos color ocre. La calle tenía una hilera de motocicletas estacionadas y la terrible belleza de cuatro fresnos desnudos, que parecían agitarse por el viento. En su edificio, en la primera planta, había una especie de comedor: Les succulents cactus. Juzgué que era un restaurante donde vendían cactus suculentos, yo había probado un cactus de nombre San Pedro en el desierto de Atacama en Chile y también peyote en México, pero hasta donde llegaba mi conocimiento era ilegal. Después imaginé que había enviado el libro a su restaurante favorito. Luis Loayza había ido allí, recogido el libro y regresado a casa, un lugar totalmente secreto.
Contacté con un amigo peruano en París. Por suerte era dentista y soltero, no tenía idea de literatura peruana y disponía de mucho tiempo libre. Él me confirmo que sí, una familia apellidada Loayza vivía en ese edificio, pero no en Le succulents cactus, eso era una florería, especialistas en todo tipo de cactus, dijo. La familia Loayza vivía en el tercer piso.
En abril del 2017 llegué a París. Iba a un coloquio sobre literatura peruana organizado por la École Normale Supérieure. El poeta Jorge Tafur me recogió muy entrada la noche en Gare Du Nord y me llevó a un hotel en el centro de la ciudad donde tenía reservada una habitación en el quinto piso. Por la mañana me dirigí al ENS, después del desayuno. El escritor Luis Hernán Castañeda, o Ludo, como lo llaman sus amigos, estuvo sentado a mi lado en las mesas traseras, y en las pausas entre una intervención y otro nos pusimos a conversar sobre Luis Loayza. Ludo había escrito un artículo muy interesante titulado Luis Loayza y el canon de la literatura peruana: condición colonial, ética literaria y forma ensayística en ‘El sol de Lima’. ¿Qué le preguntarías a Loayza si lo tuvieses cerca?, dije. Ludo se quedó pensando un rato, luego contestó: “No sé, nunca se me ocurren buenas preguntas en esas situaciones. A lo mejor sólo le doy las gracias por sus textos. Creo que el gran misterio para mí, en cuanto a Loayza, es su relación con el campo literario. Esa indiferencia con varias capas”.
El coloquio en el ENS terminó tarde. Luego el embajador peruano en Francia nos invitó a una recepción en la embajada, donde, muy precavidos y sabiendo que iban escritores, nos esperaron con galones de Pisco Sour y otras bebidas alcohólicas, finísimas y deliciosas. Ahí se nos unió el escritor Jorge Cuba Luque. Jorge comentó que en El pez en el agua Vargas Llosa refiere que: “En una época, Loayza, contrajo una divertida –pero incomodísima– somatización ética y estética: todo lo que le parecía feo o le merecía desprecio le provocaba náuseas. Era un verdadero riesgo ir con él a una exposición, una conferencia, un recital, un cine, o, simplemente, pararse en media calle a conversar con alguien, pues si la persona o función no calificaban, ahí mismo le venían las arcadas”. Un instante después opinó que quizás debíamos buscar peruanos vomitando en las calles de París, esa sería la única manera de dar con él.
Nos preguntamos acerca la razón por la que Luis Loayza dejó de escribir. Barajamos varias alternativas un buen rato, pero no quedamos satisfechos. Para mí, la escritura era una necesidad, un acto de desobediencia; como la tauromaquia, en que tanto el escritor como el torero ponen en riesgo su propia vida. Debido a la borrachera, en un momento de debilidad, confesé que tenía la dirección de Luis Loayza en el moleskine que había dejado en el hotel. Quedamos Jorge, Ludo y yo en encontrarnos al día siguiente para el desayuno y luego ir en busca del misterioso, escurridizo y fantasmagórico Loayza.
Cuando arribé al hotel el poeta Jorge Tafur me esperaba en el lobby, bajo los tenues reflejos de un racimo de chandeliers que colgaban del techo cóncavo de la mansión. Estaba sentado en un sofá de cuero negro, en compañía de dos muchachas rusas que no pasaban los veintisiete años. Eran rubias, medio anoréxicas y con pinta de bohemias. Una era bailarina de ballet y la otra poeta. Me habían estado esperando desde las siete de la tarde con varias botellas de vino ya vacías. Me excusé, les dije que tenía una cita en la mañana, que ya era media noche, pero no me dejaron subir a mi habitación. Terminamos en una salsoteca a unas cuadras de mi hotel. Regresé a descansar a las cinco de la madrugada. Yo estaba más movido que maraca de brujo, producto del alcohol. La luna alumbraba una luz azulina y fría sobre las calles y techos de la ciudad. Cuando me levanté era medio día. Mi tren partía a Londres en media hora, corrí a la estación y abordé con las justas.
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Una noche soñé con Loayza. Lo tenía frente a mí, ahí estaba él, con un blue jeans, una camisa a cuadros tipo cowboy y un saco de corduroy. He querido hacerle una pregunta sencilla que tenía pensada, pero he visto que, por muy simple qué ésta fuera, la había olvidado por completo. Además, tenía el libro robado bajo el brazo. Pedirle un autógrafo no era una idea brillante. Yo había quedado traumatizado desde que Ribeyro me había negado una. Pero en mis sueños tomé fuerzas de no sé dónde y le pedí al maestro que me firmara mi copia. Me sorprendió que me contestara con las mismas palabras de Bartleby: “Preferiría no hacerlo”, dijo amabilísimo. Luego desperté, sobresaltado, sabiendo que Ludo y Jorge nunca me perdonarían que no haya llegado al desayuno ese, en París. Yo tampoco me perdono.
Gunter Silva Passuni (La Merced, Perú, 1977) es autor de la colección de cuentos Crónicas de Londres (Lima, 2012) y Pasos Pesados (Fondo Editorial UCV, 2016). Estudió en la facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Santa María La Católica. Además, obtuvo un BA en Artes y Humanidades, y un MA en Creatividad Literaria en la University of Westminster. Ha colaborado en diversas revistas literarias y culturales y sus textos han aparecido en diferentes antologías e idiomas. En Twitter: @GunterSilva9