Cuenta Chimamanda Ngozi Adichie en una TED Talk que cuando era niña fue una lectora voraz. Leía a escritores británicos y en esas novelas, los personajes eran niños blanquitos de ojos azules. Eran personajes que hablaban del tiempo: qué lluvioso se ha puesto de repente, Fred. ¿Crees que mañana hará sol? Y cuando Chimamanda empezó a escribir lo hizo sobre aquellos mismos querubines que poblaban las páginas de los libros que leía. Así que, aunque en su país natal, Nigeria, no hubiera necesidad de hablar de las inclemencias del tiempo, aunque tampoco se tomaran las galletitas del té de las cinco, sus personajes sí lo hacían. Y no comían mangos, claro, comían manzanas. Y tomaban también cerveza de jengibre. Porque en su mundo literario, los habitantes de las novelas eran otros. La literatura no estaba en Nigeria.
Manzanas podridas
Cuenta Chimamanda Ngozi Adichie en una TED Talk que cuando era niña fue una lectora voraz. Leía a escritores británicos y en esas novelas, los personajes eran niños blanquitos de ojos azules. Eran personajes que hablaban del tiempo: qué lluvioso se ha puesto de repente, Fred. ¿Crees que mañana hará sol? Y cuando Chimamanda empezó a escribir lo hizo sobre aquellos mismos querubines que poblaban las páginas de los libros que leía. Así que, aunque en su país natal, Nigeria, no hubiera necesidad de hablar de las inclemencias del tiempo, aunque tampoco se tomaran las galletitas del té de las cinco, sus personajes sí lo hacían. Y no comían mangos, claro, comían manzanas. Y tomaban también cerveza de jengibre. Porque en su mundo literario, los habitantes de las novelas eran otros. La literatura no estaba en Nigeria.
Llevo un rato pensando en Chimamanda Ngozi Adichie y en la razón que tiene. En el peligro que a veces tiene la literatura con esos miles de páginas que definen modos de ver, modos de sentir. Lo que leemos determina un mundo, el nuestro, y en ocasiones lo llena de unos prejuicios que posteriormente repetimos en una especie de bucle infinito. Y el problema de los prejuicios no es que no sean ciertos –que pueden serlo– sino que son incompletos. Siguiendo este esquema, los pobres solo son pobres y nada más. África no es más que un lugar en el que hay dengue y malaria. Un continente tratado como un inmenso e indiferenciado país en el que Namibia y Chad pasan por ser lo mismo: africanos, que quiere decir pobres. Eso son las historias únicas. Supongo que en cierta medida, crecer es abandonarlas. Sustituirlas por las que nos brinda la experiencia.
Mientras escuchaba la historia de Chimamanda he sonreído al recordar que a mí –salvando todas las distancias posibles– me ocurrió lo mismo. De niña también leía a autores ingleses aunque sospecho que no a los mismos. Devoraba las novelas románticas de mi madre, sobre todo las de Rosamunde Pilcher. Así que los primeros relatos que escribí ocurren en Cornualles y están protagonizados por mujeres jubiladas que se reencuentran con su pasado en un maravilloso cottage inglés entre los escarpados acantilados de Dover. Que si yo había estado en Cornualles: no. Que si sabía lo que era un cottage: no. Que si sabía la diferencia entre las magnolias y los ruibarbos: tampoco. Y sigo sin saberlo. A veces ocurre: uno piensa que la literatura siempre tiene que estar llena de “lo otro”, lo ajeno. Por eso, aún hoy, me cuesta mucho incluir en mis relatos, en mis ficciones, incluso en estos posts, un poco de nuestra realidad. En ocasiones, vivir lo propio como ajeno resulta más fácil. Y a Chimamanda, cuando era una niña, Nigeria le parecía estar fuera de la literatura. A mí, con España, me ocurría lo mismo.
A quien no le ocurre lo mismo es a Elvira Navarro. Ayer terminé su libro La trabajadora y más allá de todas esas críticas negativas que he estado leyendo –si este libro es representativo o no de lo que ocurre en España, si la suya es una historia ingenua, bla, bla, bla– hay que reconocerle un mérito: que sabe de lo que habla. Y que no se va a buscar mangos fuera y le da una vuelta a las manzanas que tenemos por aquí. Elvira Navarro cuenta la historia de un desencanto, el de los jóvenes españoles de hoy. Nos relata la historia de Elisa, una joven correctora y editora freelance al borde de la bancarrota que sobrevive a base de tranquimazines, capeando los impagados y ninguneada por una industria editorial que la obliga a vivir a la sombra de su propio talento.
Desgraciadamente, la de Navarro no es una de esas historias únicas de las que habla Chimamanda Ngozi Adichie. Años atrás, cuando España era poco más que un sinónimo de siesta, flamenco y sangría, me indignaba que nos vieran así. No es más que un absurdo prejuicio, me decía. Al terminar La trabajadora pensé que ojalá esta vez también me hubiera vuelto a indignar. Pero aquí no hay ni rastro de prejuicios. Tampoco de mangos. Solo hay manzanas podridas.