Rasgo de la I Guerra Mundial fue la unanimidad a favor de la guerra. Para las élites la causa de su pueblo es la causa de Dios, de la libertad y del progreso. Arranque del libro editado por Nórdica y Capitán Swing, un manifiesto pacifista
Introducción
Un gran pueblo asaltado por la guerra no debe defender únicamente sus fronteras, sino también su razón. Hay que salvarla de las alucinaciones, de las injusticias y de las estupideces desencadenadas por esta plaga. A cada cual su oficio: el de los ejércitos es proteger el suelo de la patria, pero el de los hombres de pensamiento es, como su nombre indica, defender su pensamiento. No cabe duda de que si el pensamiento se pone al servicio de las pasiones nacionales puede convertirse en un instrumento útil para ellas, pero también se corre el riesgo de traicionar al espíritu, que no es una parte menos importante del patrimonio de dicho pueblo. Algún día, la Historia pasará factura a cada una de las naciones en guerra, y pondrá en su balanza la suma de sus errores, mentiras y odiosas locuras. Cuando ese día llegue, ¡intentemos que la parte que nos corresponde sea ligera!
A cada niño se le instruye acerca del Evangelio de Jesús y el ideal cristiano. El objetivo de su educación escolar es estimular en él la comprensión intelectual de la gran familia humana. La enseñanza clásica le hace ver que más allá de las razas están las raíces y el tronco común de nuestra civilización. El arte le hace amar las fuentes profundas del genio de cada pueblo. La ciencia le impone la fe en la unidad de la razón. El gran movimiento social que está renovando el mundo le muestra el esfuerzo organizado de las clases trabajadoras que luchan unidas por una esperanza que no entiende de fronteras nacionales. Los genios más luminosos de la tierra, como Walt Whitman y Tolstói, cantan a la fraternidad universal en la alegría y el sufrimiento. A su vez, el sentido crítico de nuestros espíritus latinos abre grietas en los muros de prejuicios que han levantado el odio y la ignorancia, y que son culpables de separar a los individuos y a los pueblos.
Como todos los hombres de mi tiempo, me he nutrido de estos pensamientos; he tratado, a mi vez, de compartir el pan de vida con mis hermanos más jóvenes o menos afortunados. Cuando la guerra llegó, no creí tener que renegar de ellos, sino que era hora de ponerlos a prueba. He sido ultrajado. Sabía que lo sería y me adelanté a ello, pero lo que no sabía era que me ultrajarían sin escucharme siquiera. Durante meses, mis escritos sólo han llegado a Francia hechos pedazos y reconstruidos por mis enemigos en frases artificialmente deformadas. Esta vileza ha durado casi un año. Si bien es cierto que algunos periódicos socialistas o sindicalistas consiguieron, aquí y allí, transmitir algunos fragmentos,[1] no fue hasta el mes de junio de 1915 cuando, por primera vez, mi principal artículo, el que era objeto de las peores acusaciones –‘Más allá de la contienda’–, escrito en septiembre de 1914, pudo ver la luz íntegramente (casi integralmente), gracias al celo malévolo de un torpe panfletario, a quien debo que mi palabra haya podido llegar por primera vez al público de Francia.
Un francés no juzga a su adversario sin escucharle. Quien lo hace se juzga y se condena a sí mismo, ya que demuestra su miedo a la luz. Por eso, someto los textos difamados a la mirada de todos.[2] No los defenderé. ¡Que se defiendan por sí solos!
Añadiré unas palabras más. Desde hace un año, mis enemigos se han multiplicado. A ellos van dirigidas estas palabras: pueden odiarme, pero no conseguirán enseñarme a odiar. No tengo nada que ver con ellos. Mi tarea es decir lo que considero justo y humano. Si esto gusta o irrita, es algo que no me atañe. Sé que las palabras pronunciadas recorren por sí mismas su camino. Yo sólo las siembro en la tierra ensangrentada. Tengo confianza.
Ya germinarán.
Romain Rolland
Septiembre de 1915
I. Carta abierta a Gerhart Hauptmann
Sábado, 29 de agosto de 1914[3]
No soy, Gerhart Hauptmann,[4] uno de esos franceses que tratan a Alemania de nación bárbara. Conozco la grandeza intelectual y moral de vuestra poderosa raza. Debo mucho a los pensadores de la vieja Alemania e, incluso en este momento, me acuerdo del ejemplo y de las palabras con que nuestro Goethe –porque es patrimonio de toda la humanidad– repudiaba todo odio nacional y preservaba la paz de su espíritu en un estado que le permitía “sentir la felicidad y la desgracia de los otros pueblos como propias”. Durante toda mi vida me he esforzado por aproximar los espíritus de nuestras dos naciones, y ni siquiera las atrocidades de la guerra impía que está arruinando la civilización europea conseguirán mancillar con odio mi espíritu.
Independientemente de las razones que me llevan a calificar como criminales los métodos con que la política alemana nos inflige tanto sufrimiento, quiero dejar claro que no responsabilizo en absoluto al pueblo alemán, que se ha visto convertido en su ciego instrumento y que también sufre sus consecuencias. A diferencia de vosotros, yo no veo la guerra como una fatalidad. Un francés no cree en la fatalidad. La fatalidad es la excusa de las almas sin voluntad. La guerra es el fruto de la debilidad de los pueblos y de su estupidez. Sólo podemos compadecerlos, no estar resentidos contra ellos. No os reprocho nuestro luto, porque el vuestro no será menor. Si Francia se arruina, a Alemania le pasará lo mismo. Ni siquiera alcé mi voz cuando vi que vuestros ejércitos violaban la neutralidad de la noble Bélgica. Este crimen contra el honor, que provoca el desprecio de toda conciencia recta, no se desvía ni un ápice de la tradición política de vuestros reyes de Prusia. Por ello, no me sorprendió en absoluto.
Sin embargo, el furor con que tratáis a esta nación magnánima cuyo único crimen es defender hasta la desesperación su independencia y la justicia, al igual que vosotros mismos, alemanes, hicisteis en 1813,[5] ¡es demasiado! El mundo, indignado, se rebela. ¡Reservad esta violencia para nosotros, los franceses, vuestros auténticos enemigos! Pero ensañaros con vuestras víctimas, con los desafortunados e inocentes belgas… ¡qué vergüenza!
Y no contentos con desafiar a la Bélgica de los vivos, le hacéis la guerra a los muertos, a la gloria de los siglos. Bombardeáis Malinas, prendéis fuego a Rubens. Lovaina no es más que un montón de cenizas, ¡Lovaina, la ciudad santa, llena de tesoros artísticos y científicos! ¿Quiénes sois, pues? ¿Y cómo queréis, Hauptmann, que os llamemos ahora que rechazáis el título de bárbaros? ¿Sois los nietos de Goethe, o los de Atila? ¿Vuestra guerra es contra los ejércitos extranjeros o contra el espíritu humano? ¡Matad a los hombres, pero respetad las obras! Son patrimonio de la humanidad. Vosotros, al igual que nosotros, sois sus depositarios. Saqueándolas de ese modo, os mostráis indignos de la gran herencia que habéis recibido, indignos de figurar en las filas del pequeño ejército europeo que es la guardia de honor de la civilización.
No me dirijo a la opinión mundial, Hauptmann, sino a usted. En nombre de nuestra Europa, de la que usted ha sido hasta ahora uno de los más ilustres campeones; en nombre de esta civilización defendida durante siglos por los más grandes hombres; en nombre del honor mismo de su raza germánica, Gerhart Hauptmann, le ruego, les pido a usted y a la élite intelectual alemana en la que cuento con tantos amigos, que protesten hasta el último suspiro por este crimen que recae sobre ustedes.
Si no lo hace, demostrará una de estas dos cosas: que usted aprueba los crímenes cometidos (¡y que entonces la opinión del mundo le destroce!), o que se siente impotente para alzar la voz contra los hunos que le gobiernan. Y, en ese caso, ¿con qué derecho puede usted sostener, como ha dejado escrito, que ustedes combaten por la causa de la libertad y el progreso? Ustedes los alemanes demuestran que, incapaces de defender la libertad del mundo, son también incapaces de defender la suya propia, y que la élite alemana está postrada ante el peor despotismo, un despotismo que mutila las obras maestras y asesina el espíritu humano.
Espero de usted, Hauptmann, una respuesta que sea un acto. La opinión europea también la espera. No olvide que, en un momento como éste, hasta el silencio es un acto.
Journal de Genève. Miércoles, 2 de septiembre de 1914
II. Pro Aris
Septiembre de 1914[6]
Entre tantos crímenes perpetrados durante esta guerra infame, todos ellos odiosos por igual, ¿por qué hemos elegido, como objeto de protesta, los crímenes contra las cosas y no contra los hombres, la destrucción de las obras y no la de las vidas? Muchos se han asombrado por ello y han llegado a reprochárnoslo, ¡como si nosotros no sintiéramos tanta tristeza como ellos por los cuerpos y los corazones de los millares de víctimas que han sido crucificadas! Nadie duda de que sobre los ejércitos caídos planea el amor a la patria por la que se sacrifican; sin embargo, esas vidas perdidas también llevan sobre sus hombros el arca sagrada del arte y del pensamiento forjados durante siglos. Sus portadores pueden cambiar, pero lo importante es que el arca se salve, ya que su custodia atañe a la élite del mundo. Y, ahora que una amenaza pende sobre este tesoro común, es el momento de alzarse para protegerlo.
Me enorgullece pensar que para nosotros, los latinos, este deber sagrado siempre ha sido el primero de todos. De ahí que esta Francia nuestra, que sangra por tantas heridas, no haya sufrido golpe más cruel que el atentado contra su Partenón: la catedral de Reims, Notre-Dame de Francia. He recibido cartas de familias y de soldados que desde hace dos meses soportan todo tipo de tribulaciones diarias, y esas cartas me dicen (y es algo que me hace sentirme orgulloso de mi pueblo) que ningún luto ha sido tan duro para ellos como éste. Para nosotros, sin duda, el espíritu está por encima de la carne, y en eso somos muy distintos a esos intelectuales alemanes que, al escuchar mis reproches por la sacrílega devastación causada por sus ejércitos, han respondido con una sola voz: “¡Que mueran todas las obras maestras antes que un solo soldado alemán!”.
Una obra como Reims es mucho más que una vida: es un pueblo, son siglos que se estremecen en la sinfonía de su órgano de piedra; son sus recuerdos de alegría, de gloria y de dolor, sus meditaciones, ironías y sueños; es el árbol de la raza cuyas raíces se hunden en lo más profundo de su tierra y que, en un impulso sublime, tiende sus brazos al cielo. Aún más: su belleza, que domina las luchas de las naciones, es la respuesta armoniosa que el género humano da al enigma del mundo; una luz espiritual que el alma necesita más que la del sol.
Quien destruye una obra como ésta asesina a más de un hombre: asesina el alma más pura de una raza. Su crimen es inexpiable, y Dante lo hubiera castigado eternamente con la agonía eterna de su raza. Nosotros, que no compartimos su espíritu vengativo, nos negamos a culpabilizar a todo un pueblo por los actos de unos pocos. Nos basta con observar el drama bélico que tiene lugar ante nuestros ojos, y cuyo desenlace casi inevitable será la quiebra de la hegemonía alemana. Lo que lo hace más desgarrador es que ni un solo miembro de la élite intelectual y moral de Alemania –ese centenar de espíritus elevados, esos miles de corazones valientes que jamás han faltado en nación alguna–, ni uno solo de ellos imagina los crímenes de su gobierno; ni uno solo sospecha las atrocidades que ha cometido en Valonia, el norte y el este de Francia durante las dos o tres primeras semanas de la guerra; ni uno solo (¡esto parece una apuesta!) sospecha la devastación deliberada de las ciudades de Bélgica, ni la ruina de Reims. Si llegaran a poner rostro a la realidad, sé que muchos de ellos llorarían de dolor y de vergüenza. Por eso, de todos los crímenes del imperialismo prusiano, el más vil es haber ocultado sus crímenes a su pueblo: porque, privándole de medios para protestar y abusando de su devoción, lo ha convertido en cómplice ante la Historia.
Desde luego, también los intelectuales tienen su parte de culpa. Una cosa es que admitamos que en Alemania, como en todos los países, haya buenas personas que se dejen embaucar y acepten las noticias que les ofrecen en bandeja sus líderes. Sin embargo, no podemos perdonárselo a aquellos hombres cuyo oficio es distinguir la verdad de la mentira y reconocer el valor relativo de los testimonios nacidos del interés o la pasión. Su deber elemental (deber de lealtad, de sentido común) era proveerse de información procedente de los dos bandos. Sin embargo, su lealtad ciega y su confianza culpable les han hecho caer en las redes del imperialismo. Han creído que su primer deber era defender con los ojos cerrados el honor de su Estado contra toda acusación. No han sabido ver que el medio más noble para defenderlo era reprocharle sus faltas y librar de ellas a su patria.
He esperado en vano un gesto de viril desaprobación que habría podido engrandecer a los espíritus más orgullosos de Alemania en lugar de humillarlos. La carta que escribí a uno de ellos al día siguiente de que la voz brutal de la Agencia Wolff proclamara pomposamente que Lovaina había sido reducida a un montón de cenizas fue interpretada por toda la élite alemana como un gesto de enemistad. No se dieron cuenta de que estaban desaprovechando una oportunidad para desligar a la nación alemana de los crímenes que el Imperio estaba cometiendo en su nombre. ¿Qué pedía yo a los artistas de Alemania? Simplemente que tuvieran el valor de condenar los excesos cometidos, y que se atrevieran a recordar a sus gobernantes desbocados que ninguna patria puede salvarse mediante el crimen, y que los derechos del espíritu humano prevalecen sobre los demás. Una voz, una sola voz libre pedía… pero ninguna habló. Y sólo escuché los aullidos de la manada, los ladridos de las jaurías de intelectuales lanzados sobre la pista que les había señalado el cazador. Dicha pista era una insolente carta en la que, sin la más mínima intención de justificar sus crímenes, declarabais al unísono que tales crímenes no habían existido en absoluto. Y vuestros teólogos, vuestros pastores, vuestros predicadores callejeros han corroborado vuestro sentido de la justicia y han declarado que bendecís a Dios por haberos hecho así… ¡Qué raza de fariseos! ¿Qué castigo azotará vuestro sacrílego orgullo desde las alturas?.. ¡Cuánto mal hacéis a vuestros compatriotas! La peligrosa megalomanía de Ostwald o de H. S. Chamberlain,[7] y la criminal cabezonería de los noventa y tres intelectuales que se han negado a ver la verdad le saldrán más caras a Alemania que diez derrotas militares.
¡Qué torpes sois! Creo que, de todos vuestros defectos, la torpeza es el peor. Desde el inicio de esta guerra no habéis dicho ni una palabra que no haya sido para vosotros más funesta que todas las palabras de vuestros adversarios. Las peores acusaciones que se hayan podido verter sobre vuestra actuación se han nutrido de pruebas y argumentos proporcionados gustosamente por vosotros. Del mismo modo, son vuestras agencias oficiales las que, en la ilusión estúpida de aterrorizarnos, han difundido antes que nadie los relatos más grandilocuentes de vuestras siniestras devastaciones. Mientras los más imparciales de vuestros adversarios se esforzaban por ser justos y atribuían a vuestros líderes y ejércitos la responsabilidad de dichos desmanes, habéis reivindicado con rabia vuestro papel en ellos. Creí que, al ver Reims reducida a cenizas, los mejores de entre vosotros se sentirían consternados en el fondo de su corazón. Sin embargo, llevados por un estúpido sentido del orgullo, os pavoneasteis en lugar de pedir disculpas.[8] ¡Sois vosotros, desgraciados; vosotros, representantes del espíritu, los que no habéis cesado ni un instante de celebrar la fuerza y de despreciar a los débiles, como si no supierais que la rueda de la fortuna gira y que algún día todo su peso caerá sobre vosotros! ¡Así sucedió en siglos pasados, cuando al menos vuestros grandes hombres conservaban el recurso de no haber renunciado a la soberanía del espíritu y a los derechos sagrados del Derecho!… ¿Qué reproches, qué remordimientos habrá de depararos el porvenir, oh líderes alucinados que conducís a la fosa a esa nación que sigue vuestros pasos como los torpes ciegos de Brueghel?
¡Éstos son los tristes argumentos que habéis esgrimido contra nosotros en los últimos dos meses!
1. La guerra es la guerra, decís, lo que equivale a decir que no puede medirse con el resto de las cosas y que se halla al margen de la moral, de la razón y de todos los límites de la vida cotidiana, en una especie de trono sobrenatural ante el que uno sólo puede inclinarse sin rechistar.
2. Alemania es Alemania, es decir, sin medida común con el resto de los pueblos; las leyes que se aplican a los otros no se aplican a ella, y los derechos que se arroga para violar el Derecho no pertenecen a nadie más que a ella. De este modo Alemania puede, sin delito alguno, incumplir sus promesas, traicionar sus juramentos y violar la neutralidad de los pueblos que un día juró defender. Sin embargo, esto no le impide ver a los pueblos que ultraja como “caballerescos adversarios”. Ahora bien, si dichos países osan defenderse por todos los medios y con todas las armas que les queden, ¡Alemania lo proclamará un crimen!
¡Bien reconocemos en estos principios las enseñanzas interesadas de vuestros maestros prusianos! Artistas de Alemania, no pongo en duda vuestra sinceridad, pero no sois capaces de ver la verdad; el casco puntiagudo del imperialismo prusiano os ha cegado los ojos y hasta la conciencia.
“La necesidad no entiende de ley”… ¡He aquí el undécimo mandamiento, el mensaje que lanzáis hoy al universo los hijos de Kant!… Ya lo hemos escuchado en más de un momento histórico: es la famosa doctrina del Comité de Salvación Pública, origen de innumerables heroísmos y crímenes.[9] Todos los pueblos pueden recurrir a él en momentos de peligro; pero sólo los más grandes mantienen su alma inmortal alejada de él. Hace quince años, con motivo de aquel famoso proceso en el que vimos a un solo hombre inocente oponerse a toda la fuerza del Estado, nosotros, los franceses, nos rebelamos contra el ídolo de la Salvación Pública, cuando vimos, como decía nuestro Péguy, que era una amenaza para “la salvación eterna de Francia”.[10]
Ahora que los vuestros acaban de matarlo, escritores que veláis por la conciencia de Alemania, ¡escuchad a un héroe de la conciencia francesa![11]
“Nuestros adversarios de entonces”, escribe Charles Péguy, “hablaban el idioma de la razón de Estado, de la salvación temporal del pueblo y de la raza. Y nosotros, movidos por un profundo sentimiento cristiano, por un impulso revolucionario impregnado del conjunto tradicional del cristianismo, no nos colocábamos en otro lugar que no fuera el de la salvación de Francia… En el fondo, no queríamos que Francia se constituyera en pecado mortal”.
No es ésta vuestra inquietud, pensadores de Alemania. Dais vuestra sangre valerosamente para salvar la vida mortal de vuestra patria, pero no os preocupáis por su vida eterna. Desde luego, es un momento terrible. Vuestra patria, como la nuestra, lucha por su supervivencia; y comprendo y admiro la borrachera de sacrificio que empuja a vuestros jóvenes, como a los nuestros, a convertir sus cuerpos en una muralla contra la muerte. “¿Ser o no ser?”, decís vosotros… ¡No, no es suficiente! Una Alemania y una Francia grandes, dignas de su pasado y que sepan respetarse a sí mismas y entre ellas, incluso en el combate: he ahí lo que deseo. Rugiría de victoria si mi Francia lo lograra a cambio del precio que vosotros pagáis por vuestros éxitos sin mañana. Mientras se libran las batallas en las llanuras de Bélgica y en los cerros rocosos de Champagne, otra guerra tiene lugar en los campos del espíritu; y a veces una victoria aquí abajo es una derrota en las alturas. Tras la conquista de Bélgica, Malinas, Lovaina y Reims, los carillones de Flandes tocarán a muerto en vuestra historia con un sonido más lúgubre que el de las campanas de Jena;[12] y los belgas vencidos os arrebatarán la gloria. Lo sabéis. Estáis furiosos porque lo sabéis. ¿Qué provecho sacáis de esta equivocación? La verdad terminará saliendo a la luz en vosotros. Os empeñaréis en asfixiarla. Un día, ella hablará. Hablará por vosotros, por boca de uno de los vuestros, uno en quien renacerá la conciencia de vuestra raza… ¡Ah!, ¡ojalá aparezca al fin, ojalá escuchemos a este genio liberador y puro que os redima! Aquel que ha vivido en la intimidad de vuestra vieja Alemania, que ha caminado de su mano por las calles tortuosas de su pasado heroico y sórdido, que ha respirado sus siglos de afrentas y vergüenzas, recuerda y espera; porque sabe que, aunque nunca fue suficientemente fuerte para soportar la victoria sin tambalearse, es en sus horas peores cuando se regenera; y sus más altos genios son hijos del dolor.
Septiembre de 1914
* * *
Desde que escribí estas líneas he visto cómo la inquietud nacía poco a poco en la conciencia de los buenos alemanes. Todo comenzó con dudas íntimas, rápidamente reprimidas por sus tozudos gobiernos, que fabricaron documentos para mostrar que Bélgica había renunciado voluntariamente a su neutralidad, esgrimieron falsas alegaciones –desmentidas en vano hasta cuatro veces por el gobierno francés, el general, el arcipreste, el obispo y el alcalde de Reims– y acusaron a los franceses de haber utilizado la catedral de Reims con finalidad militar. A falta de argumentos, su defensa alcanza en ocasiones una ingenuidad desconcertante: “¿Es posible”, dicen ellos, “que se atribuya la destrucción deliberada de monumentos artísticos al pueblo más respetuoso con el arte, a un pueblo al que se le inculca desde la infancia el respeto al arte, a un pueblo que ha generado más manuales, más colecciones y más cursos de estética que ningún otro? ¿Es posible acusar de barbarie al pueblo más humano, afectuoso y familiar del mundo?”.
No se les ocurre pensar que en Alemania no hay una única raza de hombres, y que junto a la masa dócil, nacida para obedecer y respetar todas las leyes, hay otra raza que da órdenes, que cree estar por encima de las leyes, que las hace y deshace porque se cree en posesión de la fuerza y la necesidad. Esta mala combinación de idealismo y de fuerza alemana es el origen de tantos desastres. El idealismo es una mujer, una mujer prendada que, como tantas buenas esposas alemanas, siente adoración por su dueño y señor, y se niega a suponer siquiera que él pueda equivocarse en alguna ocasión.
Sin embargo, la salvación de Alemania sólo llegará cuando surja la idea del divorcio, o cuando la mujer tenga valor para alzar su voz. Soy consciente de que algunas mentes ya han comenzado a reivindicar los derechos del espíritu sobre los de la fuerza. En estos últimos tiempos, desde Alemania han llegado hasta nosotros varias voces en forma de cartas que protestan contra la guerra y lamentan las mismas injusticias que nosotros denunciamos. No diré su nombre para no comprometerlas. Hace poco les dije a los participantes de la Feria de París que ellos no eran la verdadera Francia. Hoy se lo digo a la Feria alemana: “No sois la verdadera Alemania”. Hay otra Alemania, más justa y más humana, cuya ambición no es dominar el mundo mediante la fuerza y el engaño, sino absorber pacíficamente todo lo que hay de grande en el pensamiento de otras razas, e irradiar su armonía al mundo. Esto, nadie lo discute. No somos sus enemigos. Somos los enemigos de los que han estado a punto de hacer olvidar al mundo que la Alemania verdadera seguía viva.
Éditions des Cahiers Vaudois. 10º cuaderno, 1914 – Lausana, C. Tarin, octubre de 1914
III. Más allá de la contienda
¡Oh, heroica juventud del mundo, con qué pródiga alegría viertes tu sangre en la tierra hambrienta! ¡Cuántas cosechas de sacrificios desnudos bajo el sol de este espléndido verano!… Todos vosotros, jóvenes de todas las naciones que lucháis trágicamente por un ideal común, jóvenes hermanos enemigos –eslavos que acudís al auxilio de vuestra raza; ingleses que combatís por el honor y el derecho; intrépido pueblo belga que se atrevió a plantar cara al coloso germano y defendió las Termópilas de Occidente de su amenaza; alemanes que lucháis para defender el pensamiento y la ciudad de Kant contra las hordas de cosacos; sobre todo vosotros, mis queridos compañeros franceses, que desde hace años me confiáis vuestros sueños y que, antes de partir hacia el frente, me habéis enviado vuestros sublimes adioses, vosotros en quienes florece de nuevo la estirpe de los héroes de la Revolución–, ¡qué queridos me resultáis, ahora que vais a morir![13] ¡De qué modo compensáis nuestros escepticismo, la gozosa apatía en que nos hemos criado, protegiendo con vuestros miasmas nuestra fe, vuestra fe que triunfa a vuestro lado en los campos de batalla! Guerra “de revancha”, la llaman… Es de revancha, en efecto, pero no una revancha tal y como la entiende nuestro estrecho chovinismo, sino una revancha de la fe que se enfrenta a los egoísmos del sentido y del espíritu, y se entrega absolutamente a las ideas eternas…
“¿Qué valor tienen nuestros individuos y nuestras obras frente a la inmensidad de nuestro objetivo?”, me escribe uno de los más vigorosos novelistas de la joven Francia. “Vivimos un nuevo capítulo de la guerra de la Revolución contra el feudalismo. Los ejércitos de la República aspiran a blindar el triunfo de la democracia en Europa y a perfeccionar la obra de la Convención. Lo que está en juego es más que una guerra inexpiable: es el despertar de la libertad…”.
“¡Ah, amigo mío!”, me escribe el lugarteniente, otro joven de alma pura que, si no muere antes, llegará a ser el primer crítico de arte de nuestra época. “¡Qué raza admirable! Si pudieras ver nuestro ejército como yo lo veo, te henchirías de orgullo al contemplar su impulso revolucionario, heroico, grave, un poco religioso. He visto partir a los tres regimientos de mi cuerpo: en primer lugar iban los hombres en activo, jóvenes de veinte años que caminaban con paso firme y rápido, sin un grito, sin un gesto, con el aspecto decidido y pálido de efebos rumbo al sacrificio. Después la reserva, los hombres de veinticinco a treinta años, más masculinos y más determinados, cuya misión es sostener a los primeros y aportarles una fortaleza irresistible. En cuanto a nosotros, somos los viejos, los hombres de cuarenta años, los padres de familia. Si esto fuera un coro, haríamos los bajos. Te aseguro que también nosotros partimos llenos de confianza, resolución y firmeza. No tengo ganas de morir, pero moriría sin dudarlo ni un segundo; he vivido quince días que han valido la pena, quince días que nunca pensé que el destino me concedería. La Historia hablará de nosotros, y nos recordará como aquellos hombres que abrieron una nueva era en el mundo. Disiparemos la pesadilla de la Alemania uniformada y materialista y la pesadilla de la paz armada. Todo se derrumbará ante nosotros como un fantasma. Siento que el mundo respira. Repítaselo a su amigo vienés:[14] el fin de Francia no está cerca. Ya podemos ver su resurrección, que es siempre la misma: Bouvines, Cruzadas, Revolución, siempre los caballeros del mundo, los paladines de Dios. ¡He vivido lo suficiente para advertirlo! Los que llevamos veinte años diciéndolo sin que nadie quisiera creernos tenemos motivo para estar contentos…”.
¡Amigos míos, que nada perturbe entonces vuestra alegría! Cualquiera que sea vuestro destino, os habéis elevado sobre las cimas de la vida, y habéis llevado a vuestra patria con vosotros. Venceréis, lo sé. Vuestra abnegación, vuestra intrepidez, vuestra fe absoluta en vuestra causa sagrada, la certeza inquebrantable de que al defender vuestra tierra invadida defendéis también las libertades del mundo me hacen estar seguro de vuestra victoria, jóvenes ejércitos de Marne-et-Meuse, cuyo nombre figura ya en la Historia junto al de vuestros mayores de la Gran República. Incluso aunque hubierais sido derrotados –y Francia con vosotros–, tal muerte habría sido la más bella que una raza puede soñar. Habría coronado la vida del gran pueblo de las Cruzadas. Habría sido su suprema victoria… ¡vencedores o vencidos, vivos o muertos, sed dichosos! O, como me ha dicho uno de vosotros, “con un fuerte abrazo en el umbral temible”: “Es bello pelear con las manos puras y el corazón inocente, y hacer cumplir la justicia divina con la propia vida”.
* * *
Vosotros cumplís con vuestro deber, pero ¿qué hay del resto?
Digamos la verdad a los mayores de estos jóvenes, a sus guías morales, a los creadores de opinión, a sus líderes religiosos o laicos, a las Iglesias, los pensadores y los tribunos socialistas.
Teniendo en las manos tales riquezas vivientes, tales tesoros de heroísmo, ¿en qué los habéis gastado? ¿Qué recompensa tendrá la generosa entrega de esta juventud ávida de sacrificio? Yo os lo diré: su recompensa es degollarse unos a otros; su recompensa es la guerra, este conflicto sacrílego que permite ver el espectáculo de una Europa demente, que se sube a la hoguera y se desgarra con las manos, como Hércules.
De este modo, los tres pueblos más grandes de Occidente, los guardianes de la civilización, se afanan en su ruina, y piden socorro a los cosacos, turcos, japoneses, cingaleses, sudaneses, senegaleses, marroquíes, egipcios, sijs y cipayos, los bárbaros del Polo y los del Ecuador, hombres con almas y tonos de piel de todos los colores.[15] ¡Qué similar al Imperio romano, que, en la época de los tetrarcas, convocaba a las hordas de todo el universo para que se devoraran entre ellas!… ¿Es nuestra civilización tan sólida como para que no temáis dinamitar sus cimientos? ¿No veis que si un solo pilar se arruina todo se vendrá abajo? ¿Era tan difícil, si no amaros, al menos soportar mutuamente vuestras grandes virtudes y vuestros grandes vicios? ¿Y no habría sido mejor esforzarse por dar una solución pacífica (sinceramente, ¡ni lo habéis intentado!) a las cuestiones que os dividían (las de los pueblos anexionados contra su voluntad), y repartiros equitativamente el trabajo y las riquezas del mundo? ¿Hace falta que el más fuerte sueñe perpetuamente con proyectar sobre el resto su sombra orgullosa, y que los otros se unan perpetuamente para abatirlo? ¿Cesará alguna vez este juego pueril y sangriento cuyos participantes cambian de rol cada siglo, o se prolongará hasta el total agotamiento de la humanidad?
Sé que los jefes de Estado, los verdaderos autores de estas guerras, no se atreven a aceptar su responsabilidad, y hacen esfuerzos solapados por descargar la responsabilidad en su adversario. Y los pueblos que les siguen dócilmente se resignan y dicen que todo es culpa de un poder superior. Escuchamos, una vez más, el refrán secular: “La fatalidad de la guerra es más fuerte que cualquier voluntad”. Es la letanía que repiten los rebaños que elevan su debilidad a los altares y la adoran. Los hombres han inventado el destino para atribuirle los desórdenes del universo que ellos deberían gobernar. ¡Nada de fatalidad! La fatalidad es lo que nosotros queremos. Y también es, con mayor frecuencia, lo que no queremos con suficiente intensidad. ¡Entonemos todos el mea culpa! Ni las élites intelectuales, ni las Iglesias, ni partidos obreros han querido la guerra: lo aceptamos. Pero ¿qué han hecho para impedirla? ¿Qué hacen ahora para atenuarla? Avivan el incendio y todos echan su ramita al fuego.
El rasgo más chocante de esta epopeya monstruosa, el hecho sin precedentes, es la unanimidad a favor de la guerra en todas las naciones que participan en la contienda. Es como una peste de furor mortal que, llegada de Tokio hace diez años como una gran oleada, se propaga y recorre todo la Tierra. Ante esta epidemia, ni uno ha resistido. Ni un pensamiento libre ha conseguido mantenerse a salvo de la plaga. Parece como si planeara una especie de ironía diabólica sobre este conflicto cuyo resultado, sea cual sea, acarreará la mutilación de Europa. No son sólo las pasiones de las razas las que enfrentan ciegamente a millones de hombres como hormigas y producen escalofríos a los países neutrales. La razón, la fe, la poesía, la ciencia y todas las fuerzas del espíritu han sido movilizadas, y siguen, en cada Estado, el camino trazado por sus ejércitos. Las élites de todos los países proclaman convencidas que la causa de su pueblo es la causa de Dios, de la libertad y del progreso humano. Y yo lo proclamo también…
También los metafísicos, los poetas y los historiadores libran combates singulares. Eucken contra Bergson, Hauptmann contra Maeterlinck, Rolland contra Hauptmann, Wells contra Bernard Shaw. Mientras, Kipling y d’Annunzio, Dehmel y De Régnier cantan himnos de batalla. Barrès y Maeterlinck entonan plegarias de guerra. Entre una fuga de Bach y el susurro del órgano se escucha Deutschland über Alles! Con la voz rota, el viejo filósofo Wundt, de ochenta y dos años, invita a sus estudiantes de Leipzig a unirse a la “guerra sagrada”. Y todos se califican mutuamente como “bárbaros”. La Academia de Ciencias Morales de París declara, por voz de su presidente Bergson, que “la lucha comprometida contra Alemania es la lucha misma de la civilización contra la barbarie”. La historiografía alemana, por boca de Karl Lamprecht, responde que “esta guerra es la del germanismo contra la barbarie, y los combates actuales son la continuación lógica de los que Alemania ha mantenido durante siglos con los hunos y los turcos”. Después de la Historia, la ciencia entra en liza y proclama, a través de E. Perrier, director del museo y miembro de la Academia de las Ciencias, que los prusianos no pertenecen a la raza aria, que descienden en línea recta de los hombres de la Edad de Piedra llamados halófilos, y que “el cráneo moderno cuya base, reflejo del vigor de los apetitos, recuerda de un modo más exacto al cráneo del hombre fósil de la Chapelle-aux-Saints es el del príncipe de Bismarck”.
Sin embargo, las dos instituciones morales más afectadas por esta guerra contagiosa han sido el cristianismo y el socialismo, cuyas debilidades han quedado a la vista de todos. Los más ardientes nacionalistas de hoy son los que ayer se definían como apóstoles desde las posiciones rivales del internacionalismo religioso o laico. Hoy, Hervé pide morir por la bandera de Austerlitz. Los depositarios de la doctrina pura, los socialistas alemanes, apoyan en el Reichstag los créditos de guerra y se ponen al servicio del ministerio prusiano, que emplea sus periódicos para expandir sus mentiras hasta las casernas, y que los envía, como agentes secretos, a intentar corromper al pueblo italiano. Incluso llegaron a hacernos creer por un momento que dos o tres de ellos se habían dejado fusilar por la causa antes que alzarse en armas contra sus hermanos. Protestan indignados, y todos caminan fusil al hombro. No, Liebknecht no murió por la causa socialista.[16] Fue el diputado Franck, el principal campeón de la unión francoalemana, quien cayó bajo las balas francesas por la causa del militarismo; estos hombres, que no tienen valor para morir por su fe, lo tienen para morir por la fe de otros.
¿Qué decir de los representantes del Príncipe de la Paz? Sacerdotes, pastores y obispos acuden por millares al conflicto para difundir la palabra divina fusil en mano. “No matarás”; “Amaos los unos a los otros”. Cada boletín de victoria de los ejércitos alemanes, austriacos o rusos da las gracias al mariscal Dios –unser alter Gott, notre Dieu–, tal como dicen Guillermo II o M. Arthur Meyer. Cada uno tiene el suyo. Y cada uno de estos dioses, viejo o joven, cuenta con un ejército de levitas dispuestos a defenderlo y a destruir al Dios de los otros.
Veinte mil sacerdotes franceses marchan bajo las banderas. Los jesuitas ofrecen sus servicios a los ejércitos alemanes. Algunos cardenales llaman a la guerra. Los obispos serbios de Hungría incitan a sus fieles a luchar contra sus hermanos de la Gran Serbia. Y los periódicos registran, sin sorpresa alguna, la escena paradójica de los socialistas italianos que, en la estación de Pisa, aclaman a los seminaristas que se unen a sus regimientos, y todos juntos cantan La Marsellesa. ¡Qué fuerte es el ciclón que les arrastra, y qué débiles son los hombres que encuentra a su paso! Y yo, como los otros…
¡Recuperemos el dominio sobre nuestros actos! Independientemente de la naturaleza y la virulencia de esta plaga –epidemia moral, fuerzas cósmicas–, ¿acaso no podemos resistir? Si luchamos contra la peste o para paliar los efectos de un terremoto, ¿por qué deberíamos inclinarnos sin más ante ellos, tal y como ha escrito el honorable Luigi Luzzatti en su célebre artículo ‘En el desastre universal, ¿las patrias triunfan?’? ¿Afirmaremos, como él, que para comprender la “verdad grande y simple” del amor de la patria es necesario que “se desencadene el demonio de las guerras internacionales, que se llevan por delante a millares de seres”? En ese caso, ¿debemos concluir que el amor a la patria sólo puede surgir mediante el odio hacia las otras patrias y la masacre de los que las defienden? Hay en esta proposición una lógica ferozmente absurda y una especie de diletantismo neroniano que me repugnan en lo más profundo de mi ser. No, el amor a la patria no reclama que odiemos y asesinemos a las almas piadosas y fieles de las otras patrias. El amor a la patria exige que les rindamos honores e intentemos unirnos a ellas en busca del bien común.
Vosotros, cristianos, para consolaros de haber traicionado a vuestro Maestro, argumentáis que la guerra exalta las virtudes del sacrificio. Es cierto que tiene el privilegio de hacer surgir el genio de la raza en los corazones más mediocres. Arroja al fuego la escoria y los desechos, y templa el metal de las almas: de un campesino avaro o un burgués timorato la guerra puede hacer mañana un héroe de Valmy. Pero ¿es que no hay mejor ocupación para el desarrollo de un pueblo que la ruina de los otros pueblos? ¿Es que los cristianos no podemos sacrificarnos sin sacrificar al prójimo? Bien sé, pobres gentes, que muchos de vosotros preferís verter vuestra propia sangre antes que derramar la del prójimo… pero, en el fondo, ¡qué debilidad!… Porque lo que os hace temblar no son las balas ni los obuses, sino la opinión pública que, hoy, está sometida a un ídolo sanguinario cuyo tabernáculo está incluso por encima del de Jesús: ¡el orgullo de raza! Vosotros, cristianos de hoy en día, no hubierais sido capaces de rechazar los sacrificios a los dioses de la Roma Imperial. Vuestro papa, Pío X, ha muerto de dolor, según dicen, ante el estallido de la guerra. ¡Claro, la cuestión era morir! El Júpiter del Vaticano, que no dudó en dirigir su rayo fulminante a los inofensivos sacerdotes que se vieron tentados por la noble quimera de la modernidad, ¿qué medidas tomó contra estos príncipes y líderes criminales cuya desmedida ambición ha desatado la miseria y la muerte sobre el mundo? ¡Que Dios inspire al nuevo pontífice, que acaba de subir al trono de San Pedro, las palabras y los actos que limpien a la Iglesia de la mancha de su silencio!
En cuanto a vosotros, socialistas, que pretendéis, cada uno, defender la libertad frente a la tiranía –franceses contra el káiser, alemanes contra el zar–, ¿se trata de defender un despotismo ante otro despotismo? ¡Combatidlos a los dos y uníos!
No había razón alguna para una guerra entre nuestros pueblos de Occidente. A pesar de lo que repite sin cesar una prensa infectada por una minoría interesada en mantener estos odios, yo os digo, hermanos de Francia, hermanos de Inglaterra, hermanos de Alemania, que no nos odiamos. Os conozco y nos conozco. Nuestros pueblos sólo pedían paz y libertad. Si un hombre, en medio de la batalla, pudiera contemplar todos los campos enemigos desde las altas montañas de Suiza, podría apreciar lo trágico de este combate: la mayor amenaza que pende sobre cada una de las naciones es la que planea sobre sus posesiones más preciadas: su independencia, su honor y su vida. Pero ¿quién ha lanzado sobre ellos esta plaga? ¿Quién ha provocado en ellos esta necesidad desesperada de destruir al adversario o morir en el intento? ¿Quién, sino sus estados, y, entre ellos, los que en mi opinión han sido los tres grandes culpables, las tres águilas rapaces, los tres imperios: la tortuosa política de Austria, el zarismo devorador y la Prusia brutal? En cada caso, el peor enemigo no está fuera de sus fronteras, sino dentro de ellas, y ninguna nación ha tenido el valor de combatirlo. Me refiero a ese monstruo de cien cabezas llamado imperialismo, a esa voluntad de orgullo y dominación cuya aspiración es absorber, someter y destruirlo todo sin tolerar más grandeza que la suya. El mayor peligro para nosotros, hombres de Occidente, el peligro que ha levantado a Europa en armas, es el imperialismo prusiano forjado por una casta militar y feudal. Y esta plaga no afecta únicamente al resto del mundo, sino también a la propia Alemania, ya que ha sabido envenenar su pensamiento. Es este feudalismo el que debemos destruir en primer lugar, pero no es el único. Al zarismo le llegará su turno. Cada pueblo, en mayor o menor medida, tiene su propio imperialismo; puede ser de naturaleza militar, financiera, feudal, republicana, social o intelectual, pero en todos los casos es una sanguijuela que succiona la mejor sangre de Europa. Cuando la guerra haya terminado, los hombres libres de todos los países tendremos que esgrimir contra él la divisa de Voltaire.[17]
* * *
Como digo, eso será cuando la guerra haya terminado; ahora, el mal ya está hecho. El torrente está fuera de control, y nosotros solos no podemos devolverlo a su cauce. Además, ya se han cometido algunos crímenes demasiado graves contra el Derecho, la libertad de los pueblos y los tesoros sagrados del pensamiento. Deben ser reparados. Serán reparados. Europa no puede correr un velo sobre la violencia sufrida por el noble pueblo belga, sobre la devastación de Malinas y Lovaina, saqueadas por los nuevos condes de Tilly… Pero ¡en nombre del cielo, que estas reparaciones no sean actos terribles! Un gran pueblo no se venga; restablece el derecho. ¡Que aquellos que ostentan la justicia se muestren dignos de ella hasta el final! En cuanto a nosotros, nuestra tarea es recordárselo, porque no contemplaremos inertes la borrasca hasta que su violencia amaine por sí sola. No, eso sería indigno. Hay mucho trabajo por delante.
Nuestro primer deber es, en el mundo entero, promover la creación de un Alto Tribunal moral, un tribunal de conciencias que se pronuncie acerca de todas las violaciones de los derechos de las personas, sin distinguir su procedencia o bando. Y como las comisiones de investigación instituidas por las partes beligerantes serán siempre sospechosas, es necesario que los países neutrales del Viejo y el Nuevo Mundo tomen la iniciativa. Del mismo modo, hace muy poco, un profesor de la Facultad de Medicina de París, M. Prenant, sugería esta idea,[18] retomada vigorosamente por mi amigo Paul Seippel en el Journal de Genève:[19] “se nutrirá de hombres de autoridad mundial y moralidad cívica demostrada, que desempeñarían la función de comisarios investigadores. Estos comisarios podrían seguir a cierta distancia a los ejércitos… una organización como ésta completaría y complementaría al Tribunal de la Haya y le proporcionaría documentos irrebatibles para el necesario cumplimiento de la justicia…”.
En todas las guerras, los países neutrales desempeñan un papel discreto, porque saben que la opinión suele decantarse por la fuerza bélica. La mayoría de los pensadores libres de todas las naciones comparten su desánimo. Falta valor, y falta lucidez. En nuestros días, la opinión tiene un inmenso poder. No hay un gobierno, por despótico que sea y por seguro que esté de su victoria, que no tiemble hoy ante la opinión pública y trate de seducirla. Nada ilustra mejor este fenómeno que los esfuerzos que hacen las dos partes del conflicto –ministros, cancilleres, soberanos e incluso el káiser, convertido en periodista– para justificar sus crímenes y denunciar los del adversario ante el invisible tribunal de la Humanidad. ¡Ojalá veamos por fin este tribunal! Atrevámonos a constituirlo. ¡Hombres de poca fe, no sois conscientes de vuestro poder moral!… Incluso aunque existiera un riesgo, ¿no lo asumiríais por el honor de la humanidad? ¿Qué precio tendría vuestra vida si, para salvarla, perdierais el orgullo?
Et propter vitam, vivendi perdere causas…[20]
Pero hay otra tarea para nosotros, artistas y escritores, sacerdotes y pensadores de todas las patrias. Incluso cuando la guerra ya es un hecho, es un crimen que la élite comprometa en su nombre la integridad de su pensamiento. Resulta vergonzoso ver a esta élite ponerse al servicio de las pasiones de una pueril y monstruosa política de razas que, absurda desde el punto de vista científico (ningún país posee una raza verdaderamente pura), sólo puede, como ha dicho Renan en su hermosa carta a Strauss, “conducirnos a guerras zoológicas, guerras de exterminio similares a las que entablan por su supervivencia diversas especies de roedores o de carnívoros. Sería el fin de esta mezcla fecunda de numerosos elementos, todos ellos necesarios, que llamamos Humanidad”. La Humanidad es una sinfonía de grandes almas colectivas. Quien para comprenderla y amarla necesita destruir parte de ella sólo demuestra que es un bárbaro, y que su idea de la armonía es tan errada como la que aquel otro tenía del orden en Varsovia.[21]
Los miembros de la élite europea tenemos que preocuparnos por dos ciudades: una es nuestra patria terrestre y la otra es la ciudad de Dios. Somos los huéspedes de la primera, y los constructores de la segunda. Demos a la primera nuestros cuerpos y nuestros fieles corazones. Podemos añadir la familia, los amigos o la patria, pero nada de eso tiene derecho alguno sobre el espíritu. El espíritu es la luz. Nuestro deber es alzarlo por encima de las tormentas y disipar las nubes que tratan de oscurecerlo. Nuestro deber es construir una muralla cada vez más grande, por encima de la injusticia y los odios de las naciones; una muralla que proteja la unión de las almas fraternales y libres del mundo entero.
A mi alrededor, Suiza se estremece. Su corazón está dividido entre razas diferentes con las que simpatiza por igual, y se lamenta dolorida porque no puede expresarse ni elegir libremente entre ellas. Aunque entiendo su tormento, también sé que es beneficioso, y espero que el sufrimiento dé paso con el tiempo a una alegría más honda. Espero que Suiza sea un ejemplo para el resto de Europa y, en medio de la tormenta, se erija como una isla de justicia y de paz donde el espíritu encuentre un refugio contra la destrucción, como sucedía en los grandes conventos de la primera Edad Media. A sus costas llegarán los nadadores fatigados de todas las naciones, víctimas del odio que, a pesar de los crímenes vistos y sufridos, seguirán empeñados en amar a todos los hombres como hermanos.
Sé que no hay muchas esperanzas de que estos pensamientos sean escuchados en nuestros días. La joven Europa, inmersa en la fiebre del combate, sonreirá con desdeño mostrando sus dientes de joven lobo. Sin embargo, cuando el acceso de fiebre remita, se encontrará herida y, quizás, menos orgullosa de su carnívoro heroísmo.
Por otra parte, no hablo para convencerla. Hablo para aliviar mi conciencia, y sé que al mismo tiempo aliviaré la de miles de hombres que, en todos los países, no pueden hablar. O no se atreven.
Journal de Genève, 15 de septiembre de 1914
Así arranca el libro Más allá de la contienda, de Romain Rolland, que acaban de publicar de forma conjunta Nórdica libros y Capitán Swing, traducido por Carlos Primo.
Romain Rolland (Clamecy, 1866-Vézelay, 1944) inició su carrera literaria escribiendo para el teatro dramas históricos y filosóficos como Los lobos, El catorce de julio o Robespierre, y también biografías como las de Beethoven, Tolstói o Gandhi. Su obra maestra es Jean-Christophe, novela que a través de la atormentada vida de un músico relata los problemas de un hombre del siglo XX. En 1922 fundó la revista Europe e inició la redacción del ciclo novelístico El alma encantada. Recibió el premio Nobel de Literatura en 1915. Más allá de la contienda fue publicado el 24 de septiembre de 1914 en el Journal de Genève, mientras el autor era voluntario de la Cruz Roja, y está considerado como el manifiesto pacifista más célebre de la Gran Guerra. “Durante todo el periodo de entreguerras Romain fue la conciencia moral de Europa”, escribió Stefan Zweig
Notas
[1] Un único artículo (‘Los ídolos’) pudo aparecer íntegramente en La Bataille Syndicaliste.
[2] Dejo mis artículos en orden cronológico, sin cambiar nada. En ellos, escritos en el torbellino de los acontecimientos, se pueden apreciar algunas contradicciones y juicios precipitados que hoy modificaría. En general, la indignación ha dado paso a la piedad. A medida que se extiende la inmensidad de las ruinas, sentimos la pobreza de las protestas, como ante un terremoto.
[3] Un telegrama de Berlín (Agencia Wolff), reproducido en la Gazette de Lausanne del 29 de agosto de 1914, acababa de anunciar que «la antigua villa de Lovaina, rica en obras de arte, había dejado de existir».
[4] El poeta, novelista y dramaturgo alemán Gerhart Hauptmann (1862-1946) había sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1912. Era una de las caras visibles de los intelectuales alemanes de la época, y su posicionamiento desde el inicio de la guerra se mostró favorable a los excesos del ejército alemán en Bélgica, tal y como explica Rolland en el artículo «Literatura de guerra», incluido en este volumen (v. pág. 113) y también en la nota aclaratoria que incluyó en la primera edición de Más allá de la contienda (p. 147). (N. del T.).
[5] En 1813 tuvo lugar la Batalla de Lützen, un episodio clave de la Guerra de la Sexta Coalición que unió a Reino Unido, Rusia, Prusia, Suecia, Austria y algunos estados germánicos en contra del expansionismo del Imperio napoleónico. (N. del T.).
[6] Escrito tras el bombardeo de la catedral de Reims.
[7]
Cuando escribí esto, no conocía aún el monstruoso artículo que Thomas Mann publicaría en la Neue Rundschau en noviembre de 1914. En un acceso de furor y de orgullo herido, el escritor reivindicaba con orgullo todos los hechos atribuidos a Alemania, e incluso se atrevía a decir que la contienda actual era la guerra de la Kultur alemana contra la civilización. Así, proclamaba que el único ideal del pensamiento alemán era el militarismo, y hacía suyos unos versos que no son más que una apología de la opresión de la fuerza sobre la debilidad:
Denn der Mensch verkümmert im Frieden,
Müßige Ruh’ ist das Grab des Muths.
Das Gesetz ist der Freund des Schwachen,
Alles will es nur eben machen,
Möchte gerne die Welt verflachen;
Aber der Krieg läßt die Kraft erscheinen…
(«El hombre se marchita en tiempos de paz. El reposo ocioso es la tumba del corazón. La ley es amiga del débil; quiere aplanarlo todo; si pudiera, aplanaría el mundo, pero la guerra hace surgir la fuerza…»)
Del mismo modo, el toro en el ruedo, loco de rabia y con la cabeza gacha, se lanza contra la espada que le tiende el matador, y se ensarta en ella. (N. del T: los versos citados pertenecen a La novia de Mesina, de Schiller.).
[8] Como escribe uno de estos jóvenes «pedantes de barbarie» (así los llama acertadamente Miguel de Unamuno), «tenemos derecho a destruir cuando tenemos fuerza para crear» (Wer stark ist zu schaffen, der darf auch zerstören). Friedrich Gundolf:«Tat und Wort im Krieg», publicado en Frankfurter Zeitung del 11 de octubre. Cf. el artículo de Hans Thomas en el Leipziger Illustrierte Zeitung del 1 de octubre.
[9] El Comité de Salvación Pública fue el principal órgano de gobierno de la Convención Nacional durante los años del Terror.(N. del T.).
[10] En 1898 Émile Zola publicó su célebre manifiesto «Yo acuso», en el momento más álgido del caso Dreyfus, el mayor escándalo político de la Tercera República Francesa. (N. del T.).
[11] El escritor y filósofo Charles Péguy, alumno de Romain Rolland y una de las principales figuras del socialismo francés de inicios del siglo xx, falleció combatiendo en la Batalla del Marne el 5 de septiembre de 1914, poco antes de la redacción de este artículo. (N. del T.).
[12] Se refiere a la Batalla de Jena, que en 1806 enfrentó al ejército napoleónico contra el segundo ejército prusiano comandado por Federico Guillermo II de Prusia. La derrota de los prusianos implicó su salida de las Guerras Napoleónicas hasta 1813. (N. del T.).
[13] En el preciso momento de escribir estas líneas, Charles Péguy moría.
[14] Alusión a un escritor vienés que me había dicho, semanas antes de la declaración de guerra, que un desastre para Francia sería también un desastre para los pensadores libres de Alemania [se trata de Stefan Zweig, N. del E.].
[15] Ver nota al final de la obra.
[16] Más tarde, Liebknecht se desentendió de los compromisos de su partido, lo cual merece toda mi admiración. (R. R., enero de 1915).
[17] «¡Aplastemos al infame!».
[18] Le Temps, 4 de septiembre de 1914.
[19] Números del 16-17 de septiembre de 1914: «La guerra y el Derecho».
[20] «Y para seguir viviendo, perder las razones que justifican vivir.» (N. del T.).
[21] Se refiere a David Friedrich Strauss, destinatario de las célebres cartas escritas por Ernest Renan en 1870 y 1871. (N. del T.).
Autor: Romain Rolland