
Acabo de recibir dos libros de sendos buenos amigos míos: el uno es La palabra sorprendida. Diálogos y entrevistas, del periodista, y más cosas, Paco López-Barxas, con prólogo del académico de la RAE Darío Villanueva, editado por la editorial Medulia de A Coruña; y el otro es Si el olvido apareciera…, publicado por la Fundación Devenir, edición madrileña, del magistrado Manuel Morán González, adscrito a Jueces para la Democracia, que a la vez es un activo poeta. Advierto al posible lector que este texto que ahora comienzo no se va a erigir en crítica de estos libros, ya que solamente pretendo darlos a conocer enunciando algunas de sus características.
A Paco López lo conozco desde hace mucho. De cuando él residía en Madrid y yo vivía en Toledo. Las dos familias nos juntábamos; teníamos ambas niños pequeños. Y cuando ellos nos visitaban en Toledo, mis hijos llevaban a los suyos a ver a Federico Martín Bahamontes, a la tienda que tenía el ciclista en la Plaza de la Magdalena para que les firmase banderines e incluso le llegaron a hacer una entrevista para la revistilla del cole. Luego se fue a Galicia, adoptó el apellido toponímico de Barxas, como desvela el prologuista, pues en Galicia con el López sólo a uno de falta algo en ciertos círculos. Llegó a ser director del periódico Xornal Diario, de Pontevedra, redactor jefe de los informativos de la Televisión Gallega, así como Director Xeral de Cultura y Director Xeral do Libro de la Xunta de Galicia.
El volumen recoge conversaciones entre Paco López-Barxas y todos estos: Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Mario Benedetti, Ernesto Cardenal, William M. Sherzer, Carolyn Richmond, Francisco Ayala, Dru Dougherthy, José Cardoso Pires, Camilo José Cela, Eugenio F. Granell, Artur Cruzeiro Seixas, Iván Tovar, Claudia Piñeiro, Pere Gimferrer, Antonio Gamoneda y Nélida Piñón; unos platos muy gustosos. A lo que se añade una mención, acompañada de una foto de Salman Rushdie y Paco, donde éste explica que la entrevista, ya concertada, no pudo ser porque el autor anglo-indio sufrió un atentado en el anfiteatro de Chautauqua, una localidad situada en el oeste del estado de Nueva York, el 12 de agosto de 2022, cuando el fundamentalista Hadi Matar «descargó las flechas de su aljaba con la intención de atravesarle el corazón».
El conjunto de estas entrevistas se sitúa muy distante en el tiempo (más de la mitad de los entrevistados están muertos). El climax de los diálogos arranca con entradillas de unas muy sugerentes expresiones no sólo eficazmente periodísticas sino llenas de seductora calidad literaria: «Julio [Cortázar] me invita a sentarme frente a él con la delicadeza de unos gestos que contribuyen a sentirme sencillamente a gusto a su lado. Y de pronto, como un cronopio de los suyos, me fue abriendo el cofre de sus palabras hermosas, mientras fuma sin parar sus preferidos Celtas sin filtro, ‘la mejor nicotina de España’ -me dice-, con un expresivo gesto de sorpresa por las cosas sencillas.»
Paco López está muy puesto en los autores con los que habla. Pregunta a los novelistas por las novelas que han escrito habiéndose leído todas sus novelas. En el prólogo, Darío Villanueva subraya que «no es posible rematar una buena conversación periodística si no caminan de la mano la facundia del entrevistado y la destreza del entrevistador.» Y el académico de la Real subraya el reconocimiento de José Cardoso Pires contestando al periodista: «Es cierto que su pregunta denota un conocimiento de mi obra».
Paco López no plantea las entrevistas como simples cuestionarios. Él dispone del sabio recurso de generar cuestiones surgidas de la fluidez y los matices que va tomando la conversación. Conversación que es conducida por supuesto en el rigor y también en el tono de una sabrosa amenidad. De Ernesto Cardenal dice que tiene «mucho de Ernesto (del ‘Che’, por supuesto) y poco de cardenal». Y al cura sandinista, Ministro de Cultura entonces, le hace esta pregunta: «En usted confluye la vocación religiosa, política y poética. Pero si tuviera que coger un ministerio ¿cuál elegiría? ¿El ministerio de Cultura, el sacerdotal o el ministerio de la poesía?», a lo que Cardenal le contesta que, en todo caso, él obedece la voluntad de Dios. Primero Dios le mandó a un convento, donde no podía hablar y le prohibieron escribir, luego a una isla paradisiaca, donde fundó la comunidad religiosa de Solentiname, en tiempos de Somoza, para después llamarlo a la Revolución. «Ahora me puso en una tarea que jamás había pensado para mí: ser ministro».
A veces inserta una anécdota, ingeniosa, divertida, como esta, en el transcurso de la conversación con Camilo José Cela, que cuenta lo que alguien le dijo a Jacinto Benavente: «Usted, don Jacinto, siempre habla bien de Valle Inclán y no obstante él siempre habla mal de usted.» A lo que Benavente contestó: «Tal vez los dos estemos equivocados.» Fantástico libro recopilatorio de Paco López-Barxas que nos brinda un buen trozo del pastel de la memoria literaria proferida por sus grandes hacedores.
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Manuel Morán González es salmantino, magistrado, como dijimos al comienzo, además de fiscal, juez de instrucción y secretario judicial durante más de tres décadas. También otros cuantos años de inspector del Consejo General del Poder Judicial y profesor de Derecho Penal en la Universidad de Salamanca. Experto en cooperación para el desarrollo de sistemas de Justicia en países de América Latina, Europa del Este y África. Ha residido en Guatemala y El Salvador, ejecutando proyectos de cooperación jurídica internacional financiados por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, la Agencia Española de Cooperación Internacional y el Banco Interamericano del Desarrollo. A la vez lleva a cabo una intensa actividad literaria, escribiendo libros de prosa y, sobre todo, de poesía publicados la mayoría, como el más reciente de ellos, en la editorial Devenir.
El último libro de poemas de Manuel Morán, Si el olvido apareciera…, tiene un curioso argumento: son 145 fragmentos, poemitas en prosa, escritos por un enfermo de Alzheimer ingresado en una residencia de ancianos -hoy estos establecimientos se llaman «de mayores»-, tal vez el relato de un yo temeroso de perder la memoria, reconociendo ese supuesto alter ego que la memoria es, ni más ni menos, la sola enjundia de la vida, una vida creciente que sin su crecimiento resulta Nada, una Nada mayúscula, carente del elemento abarcador que constituye el verdadero existir. El autor confiesa que todo este libro fue escrito bajo la escucha de la música de la pieza El Moldava del compositor checo Bedrich Smetana.
Para afrontar el desarrollo de este librito -librito nada más que por su extensión-, Manuel Morán ha tenido que emplear un preciso lenguaje, un lenguaje específico, especial, encaminado a lograr el fin previsto en la configuración y el acabado de la obra. Recuérdese que en este libro monologa un ser que elabora los poemas (que para él no son poemas pero para nosotros, los lectores, sí), aquejado de Alzheimer y con dificultades para acertar en la correcta construcción del lenguaje.
El poeta Manuel Morán supera con creces este intrincado reto, confiriendo una atractiva y honda originalidad a esta producción poética. Muy eficazmente, utiliza el recurso «llaman», «denominan» y similares para tratar de apuntalar una posible nitidez de la memoria del doliente sujeto del poema: «Dicha tanta, comprimida y espesa en un bulto de argamasa que se llama olvido, olvido frío, ausencia que se desvanece entre los pasos perdidos, pasillo arriba pasillo abajo, de esto que residencia de mayores denominan.»
Una brizna de lucidez quiere persistir: «Y me pregunto quién es éste, que me viene a visitar ahora y que me llama padre, si perdiera la memoria, si ignoro qué significa padre, madre o hijo.» El arte de la elocuencia, basada en el recuerdo y sus acciones simultáneas, es un arte combinatorio. Cuando se va perdiendo la memoria, pobres vocablos perviven aislados y su pleno sentido se desvanece. Y toda la dinámica del fresco acontecer, cuando se diluyen las remembranzas, deviene híspido y pobremente vago y resumido suceso: «Y a pesar del olvido tan espeso, intuyo que hay un tiempo para la noche corta, y otro para la noche larga, que muerte califican.» Ese parco intuir sin vivaz fijación.
En el libro aflora, como amigable literatura, estatuto indudable de esta entrega poética, una acendrada lírica: «Qué lástima que ignore lo que significa alguien, ni quién se esconde detrás de ese vocablo indefinido.» El libro acude a su elemento inspirador, la pieza musical de Smetana, como antes apuntábamos. Y el enfermo de Alzheimer, entonces, habla con cierta agitación, como el flujo al que se dirige el poema sinfónico: «Y Smetana me aproxima la palabra río, río cuyas aguas bajan turbias enredadas a una voz que parece amiga, y que Moldava se define.» Y «en la semblanza de la pérdida», «la soledad es una sala ancha y vacía», palabras que atribuyen el estado definitorio de este pausado hálito poético de un alma lamentable y desgraciadamente desmemoriada. Su soledad, real, equivale a olvido, mientras que el acompañamiento y la locuacidad que poseía era igual a grato recuerdo y, ay, a memoria.
Vuelven las expresiones recurrentes: «se llama», «se describe», «se apoda», envolviendo a los nombres sin sentido, sin calor, sin afecto: «memoria escasa», «soledad», «hastío», «concepto maldito», «rutina». En pocas líneas, numerosas antítesis se desenvuelven en el libro Si el olvido apareciera… : terremoto / mirada, temblor / calma, desafuero / sosiego, fragor / quietud. Al cabo, una sencilla caracola regalada al paciente supone un máximo consuelo: el oír el «fragor de océano varado». Caracola sugerente que trasmite el susurro del mar, también monótono, también desmemoriado: «Triste destino el de la vida de los hombres, que a lo último no resta sino el sino de una caracola.»