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AcordeónMemorias de un primate

Memorias de un primate

 

Me incorporé a la manada de babuinos a la edad de veintiún años. No tenía previsto convertirme en babuino de la sabana cuando fuera mayor; lo que quería era ser un gorila de la montaña. Siendo un niño en Nueva York, no hacía más que rogar y engatusar a mi madre para que me llevara al Museo de Historia Natural, donde me pasaba horas contemplando los dioramas africanos y soñando con vivir en uno de ellos. Por supuesto, ser una cebra y atravesar las praderas a toda velocidad tenía su encanto, y algunas veces imaginaba que dejaba atrás el endomorfismo de mi niñez y me convertía en una jirafa. Durante un tiempo, me entusiasmó la utopía colectivista que subyacía en las arengas de mis viejos parientes comunistas y decidí que, cuando creciera, sería un insecto social. Una hormiga obrera, naturalmente. Cometí el error de confesar mis planes en una redacción escolar sobre mi futuro proyecto vital y la maestra se apresuró a escribirle a mi madre para expresarle su preocupación al respecto.

 

Sin embargo, cada vez que visitaba las salas del museo dedicadas a África, siempre volvía al diorama del gorila de montaña, que había despertado en mí algo atávico cuando lo había visto por primera vez. Mis abuelos habían muerto mucho antes de que yo naciera y me parecían tan lejanos e irreales que habría sido incapaz de identificarlos en una foto. Atrapado en el vacío creado por aquella ausencia, decidí que un ejemplar auténtico del enorme gorila macho de lomo plateado y aspecto protector que había en la vitrina sería un buen sustituto para aquellas figuras familiares. A partir de aquel momento empecé a pensar que vivir con un grupo de gorilas en las montañas de la selva africana era el mejor refugio imaginable.

 

Antes de cumplir los doce años escribía cartas a los primatólogos a los que admiraba y a los catorce ya leía manuales sobre el tema. Mientras estaba en el instituto, me las arreglé para conseguir diversos empleos en el laboratorio de primates de una facultad de medicina, y en última instancia me ofrecí para trabajar como voluntario en lo que para mí era la Meca de la especialidad: la sección de primatología del Museo de Historia Natural. Incluso obligué al director del departamento de lengua del instituto a buscarme un curso por entregas de swahili para prepararme para el trabajo de campo que pensaba realizar en África. Por último, fui a la universidad a estudiar bajo la dirección de un experto en primatología. Todo parecía ir viento en popa.

 

Sin embargo, en la universidad cambiaron algunos de mis intereses académicos y empecé a sentirme atraído por una serie de cuestiones científicas a las que no podía responder mediante la observación de los gorilas. Necesitaba estudiar una especie que viviera en el espacio abierto de las praderas y que tuviese una organización social distinta, una especie que no se encontrara en vías de extinción. Los babuinos de la sabana, que hasta entonces no habían despertado en mí el menor entusiasmo, se convirtieron en la opción más lógica. Hay momentos en la vida en los que uno tiene que ceder; todos los niños no pueden ser presidentes, estrellas del béisbol o gorilas de la montaña. Así que decidí unirme a la manada de babuinos.

 

Me incorporé a la manada durante el último año del reinado de Salomón. En aquella época había otros miembros destacados en el grupo como Lía, Débora, Aarón, Isaac, Noemí y Raquel. No tenía previsto dar a los babuinos nombres del Antiguo Testamento. Ocurrió sin más. Cuando un nuevo macho adulto abandonaba la manada en la que había crecido e ingresaba en otro grupo, el animal pasaba varias semanas dudando sobre si su estancia tendría un carácter permanente. Durante ese tiempo, yo también dudaba sobre la conveniencia de bautizarlo y en mis notas me refería a él como el Nuevo Adulto Transferido o N. A. T. o Nat, que se había convertido en Natanael cuando el animal decidía que quería quedarse para siempre. El nombre originario de Adán fue MAI, siglas correspondientes a macho adulto recién incorporado. Y la cría a la que llamaba SML para abreviar se transformaba para mí en Samuel. A aquellas alturas me di por vencido y empecé a repartir profetas, matriarcas y jueces a diestro y siniestro. De vez en cuando aún optaba por algún nombre puramente descriptivo: Gums (encías) o Limp (cojera). Y dado que, como científico, todavía estaba demasiado inseguro para publicar artículos de carácter técnico en los que figurasen dichos apelativos, asigné un número a todos los animales. Pero el resto del tiempo disfrutaba poniéndoles nombres bíblicos.

 

Siempre me han gustado los nombres del Antiguo Testamento, pero como sabía que no sería capaz de castigar a un hijo mío llamándole Abdías o Ezequiel, me encantó poder hacerlo con los sesenta babuinos de la manada. Además, era evidente que aún me irritaba pensar en los años que había pasado acarreando libros de Time-Life sobre el tema de la evolución para enseñárselos a mis profesores de la escuela hebrea, que palidecían ante tamaño sacrilegio y me obligaban a guardarlos de inmediato; era una dulce venganza asignar los nombres de los patriarcas a un puñado de babuinos de las llanuras africanas. Y, con una cierta dosis de esa perversidad que sospecho que impulsa muchos de los actos de los primatólogos, esperaba con impaciencia el día en que pudiera anotar en mi cuaderno de campo que Nabucodonosor y Noemí estaban follando entre los arbustos. Quería estudiar las enfermedades relacionadas con el estrés y su influencia en el comportamiento. Sesenta años antes, un científico llamado Selye[1] había descubierto que las emociones pueden afectar a la salud, una tesis que los médicos de la corriente oficialista encontraron absurda: la gente se había acostumbrado a la idea de que los virus, las bacterias, los agentes cancerígenos y demás pudieran causar enfermedades, pero lo de las emociones era otro cantar. Selye había descubierto que cuando se sometía a un grupo de ratas a todo tipo de alteraciones de carácter puramente psicológico, los animales acababan enfermando. Les salían úlceras, sus sistemas inmunológicos se colapsaban, dejaban de reproducirse y les subía la presión sanguínea. En la actualidad sabemos exactamente lo que les ocurría: acababa de descubrirse la enfermedad provocada por el estrés. Selye demostró que una persona padecía estrés cuando su organismo se desequilibraba al sufrir alteraciones de tipo físico o emocional y que, si dicho estado se prolongaba demasiado, el individuo enfermaba.

 

Este último punto ha sido corroborado de forma incuestionable en repetidas ocasiones: el estrés es el responsable de muchos de los trastornos que padece el organismo y desde la época de Selye se han documentado numerosas enfermedades que pueden empeorar por culpa del mismo. Diabetes, atrofia muscular, presión sanguínea elevada, arteriosclerosis, dificultades del crecimiento, impotencia, amenorrea, depresión, descalcificación ósea. Todo lo habido y por haber. Mi trabajo de laboratorio consistía en estudiar si, además de provocar todas las afecciones anteriores, el estrés es capaz de destruir un tipo concreto de células cerebrales.

 

Parecía un milagro que estuviéramos vivos, pero lo cierto es que lo estábamos. Decidí que, aparte de mi investigación de laboratorio sobre las neuronas, quería estudiar el lado positivo de la cuestión y averiguar por qué unas personas resisten mejor el estrés que otras, por qué algunos organismos y algunas psiques hacen frente a la tensión mejor que otros y si ello tiene algo que ver con la clase social a la que uno pertenece, con el hecho de tener una familia extensa, de salir por ahí con los amigos, de jugar con los hijos, de enfurruñarse cuando se está disgustado por algo o de encontrar a alguien con quien desahogarse. Decidí profundizar en todas aquellas cuestiones mediante el estudio de los babuinos salvajes.

 

Eran los animales perfectos para aquel tipo de investigación. Los babuinos viven en grandes grupos de compleja estructura social y los miembros del grupo que tenía previsto estudiar vivían como reyes. Gran ecosistema, el de Serengeti. En el territorio de Marlin Perkins hay hierba, árboles y animales en abundancia[2]. Los babuinos dedican unas cuatro horas diarias a alimentarse y apenas tienen predadores. En general, los babuinos disponen de unas seis horas diarias de luz solar para dedicarlas a mortificar a sus congéneres. En nuestra sociedad ocurre lo mismo: hay pocas personas que padezcan hipertensión por motivos físicos, a los humanos ya no nos preocupan las hambrunas ni las plagas de langosta ni el hecho de que puedan despedirnos por tener una bronca con el jefe en el aparcamiento al salir de la oficina. Nuestras condiciones de vida son lo bastante buenas para permitirnos el lujo de enfermar únicamente por culpa de alteraciones de tipo social o psicológico. Que era precisamente lo que les sucedía a aquellos babuinos.

 

Así pues, decidí estudiar el comportamiento de los babuinos en su propio ambiente y ver quién hacía qué y con quién: sus peleas, sus citas y amistades, sus alianzas y sus escarceos amorosos. Luego los inmovilizaría mediante unos dardos anestésicos y comprobaría cómo afectaba todo aquello a sus organismos: observaría su presión sanguínea, sus niveles de colesterol, el tiempo que tardaban sus heridas en cicatrizar y los valores que presentaban las hormonas relacionadas con el estrés. Quería saber qué relación había entre las diferencias conductuales y psicológicas de los animales y el funcionamiento de sus organismos. Finalmente, opté por estudiar únicamente a los  machos. No quería anestesiar a las hembras embarazadas o que estuvieran amamantando a sus crías, actividades a las que destinan la mayor parte de su tiempo. Por consiguiente, me instalé con los machos y decidí conocerlos a fondo.

 

Corría 1978. John Travolta era el ser humano vivo más importante, los trajes blancos se extendían por nuestro orgulloso país como un reguero de pólvora y era el último año de reinado de Salomón, un animal bondadoso, sabio y justo. En realidad, lo que acabo de decir es una tontería, pero por aquel entonces yo era un macho recién incorporado joven e impresionable. No obstante, se trataba de un babuino de aspecto bastante imponente. La pasión de los manuales de antropología por los babuinos de la sabana y su macho dominante, el macho alfa, databa ya de varios años. Según los libros, los babuinos eran primates de compleja estructura social que vivían en las praderas, se organizaban para buscar alimento y poseían un sistema jerárquico articulado en torno al macho alfa, que era el encargado de llevar a la manada hasta la comida, encabezar la búsqueda de alimentos, defender al grupo de los depredadores, mantener a raya a las hembras, cambiar las bombillas, arreglar el coche, etcétera. Los manuales estaban deseando decir, y a veces incluso lo hacían, que eran idénticos a nuestros antepasados humanos. Como es lógico, la mayor parte de las afirmaciones anteriores resultaron ser falsas. Las salidas en busca de alimento eran auténticas batallas campales. Por otra parte, el macho alfa no podía conducir a la manada hasta la comida en los momentos críticos, ya que era precisamente entonces cuando no sabía adónde ir. A diferencia de las hembras, que permanecían toda la vida en la misma manada, los machos se incorporaban a ella durante la adolescencia. Por lo tanto, eran las hembras de más edad las que se acordaban de que un determinado olivar se encontraba más allá de la cuarta colina. Cuando los depredadores atacaban, el macho alfa se metía de lleno en la pelea para defender a una cría. Pero sólo si estaba absolutamente seguro de que al que estaban a punto de zamparse era hijo suyo. De lo contrario, se encaramaba a lo más alto del árbol para observar el combate desde un lugar seguro. Para que luego hablen de Robert Ardrey y la antropología de los años sesenta.

 

Sin embargo, dentro del mundo reducido, limitado, egoísta, irreflexivo y mezquino de los babuinos macho, ser el macho alfa era algo fantástico. Puede que no fueras realmente el líder de la manada, pero podías aparearte más o menos con la mitad de las hembras, sentarte a la sombra cuando hacía calor y saborear la mejor comida sin apenas mover un dedo, con sólo quitársela a otro de la fiambrera. Y en todas aquellas actividades Salomón no tenía competidor. Hacía tres años que era el macho alfa de la manada, un periodo larguísimo para cualquier macho. El estudiante de posgrado que había estado con la manada antes que yo me contó que Salomón había sido un luchador astuto y feroz en la época en que derrotó a su predecesor, pero cuando llegué yo (y le puse en secreto el nombre de Salomón: no revelaré nunca el aburrido número de identificación que figura en las publicaciones), el animal ya era viejo, se había dormido sobre sus laureles y únicamente seguía en su puesto gracias a su dominio de la intimidación psicológica, en la que era un verdadero experto. Llevaba un año sin participar en una pelea seria. Se limitaba a echar una mirada al individuo en cuestión, abandonaba su pose regia, se aproximaba a él lentamente y, a lo sumo, le pegaba un guantazo. Aquello bastaba para zanjar la cuestión. Todo el mundo le tenía miedo. Una vez me pegó un manotazo, me tiró de la piedra a la que estaba encaramado e hizo añicos los prismáticos que me habían regalado antes de salir para África. A raíz de aquello, le cogí tanto miedo como los demás y renuncié a todos los planes que había hecho para competir con él por el puesto de macho alfa.

 

Salomón se pasaba la mayor parte del tiempo holgazaneando con las numerosas crías de cuya paternidad estaba seguro (por ejemplo, porque nadie más se había acercado a una hembra determinada durante el ciclo en que se había producido la concepción), robando tubérculos o raíces que otros hubieran arrancado, espulgándose y apareándose con las hembras que acababan de entrar en celo. La última hembra de la manada en pasar por la piedra había sido Débora, hija de Lía, que probablemente era la mayor del grupo, la hembra alfa, y un hueso muy duro de roer. Los machos suben y bajan de categoría a lo largo del tiempo, a medida que los jóvenes alcanzan la edad viril y alguien les parte los colmillos y los deja fuera de combate. En cambio, las hembras heredan la categoría social de sus madres: la mayor adquiere el rango materno, la siguiente, un grado menos, y así sucesivamente hasta llegar a la siguiente familia en orden de importancia. De ahí que Lía hubiera ocupado la cima de aquella estructura piramidal por lo menos durante un cuarto de siglo. Lía hostigaba a Noemí, que tenía más o menos su edad y era la matriarca de una familia de un nivel muy inferior. La vieja Noemí buscaba un buen sitio a la sombra y se sentaba a descansar un poco a mediodía y Lía se ponía a pegarle hasta que la echaba de allí. Sin perder la calma, Noemí buscaba otro sitio en el que sentarse e, incapaz de contenerse, Lía volvía a la carga una y otra vez. Me maravillaba el carácter ancestral del proceso. Unos años antes, Jimmy Carter hacía footing en la Casa Blanca, la gente compraba piedras para tenerlas como mascota y trataba de parecerse a Farrah Fawcett-Majors mientras la envejecida Lía le hacía la vida imposible a Noemí. Mucho antes, había tenido lugar la matanza de My Lai, la gente llevaba pantalones acampanados y bailaba en camas de agua y Lía, que por entonces estaba en la flor de la vida, obligaba a Noemí a espulgarla. Antes de eso, Lyndon B. Johnson mostraba la cicatriz que tenía sobre la vesícula mientras una Lía adolescente esperaba a que Noemí se echara a dormir la siesta para fastidiarla. Y allá por la época en que la gente aún protestaba por la ejecución de los Rosenberg y yo estaba sentado en el regazo de mi abuela esperando a que nos fotografiaran con una cámara barata en la residencia de ancianos en la que vivía, la pequeña Noemí había tenido que darle a Lía la rama con la que estaba jugando. Y a aquellas alturas, eran dos ancianas decrépitas que seguían jugando a las sillitas en plena sabana.

 

Lía había dado a luz a todo un ramillete de hijos robustos y seguros de sí mismos. Existen varias especies de animales sociales en los que tanto los machos como las hembras optan por trasladarse a un grupo social diferente al llegar a la pubertad, en lo que parece ser un mecanismo destinado a evitar el incesto. Entre los babuinos, son los machos los que sienten ese anhelo indefinible de conocer mundo y los hijos de Lía estaban haciendo estragos en las manadas de todo el noreste de Serengeti. Débora era la primera hija que había tenido en bastante tiempo, quizá la única que pudiera tener en toda su vida. Estaba a punto de alcanzar la pubertad y Salomón estaba loco por ella. Débora era sumamente deseable para cualquier babuino macho. Estaba bien alimentada, gozaba de buena salud y en consecuencia tenía muchas posibilidades de concebir y de concluir un embarazo con éxito. Y cuando el pequeño naciera, nadie se metería con él; saldría adelante. Desde el punto de vista de la teoría evolucionista, según la cual conviene dejar el mayor número posible de copias de los propios genes en las generaciones futuras y todo eso, se trataba de una joven primate altamente apetecible. Nunca creí que Débora fuera nada del otro mundo (a diferencia de Betsabé, por la que estaba chiflado y que al cabo de poco murió trágicamente por culpa de una dentellada del cerdo de Nabucodonosor), pero no cabía duda de que tenía una gran seguridad en sí misma. Cuando dos babuinos macho que mantienen una relación amistosa se encuentran por casualidad, se saludan tirándose del pene. De hecho, creo que es su forma de decir: “Nos llevamos tan bien y en este preciso instante confío tanto en ti que hasta te permito que me tires de ahí”. Es lo mismo que hacen los perros cuando se dan la vuelta para olisquearse la entrepierna. Entre los primates del sexo masculino son gestos que denotan confianza. Todos los machos se lo hacían a los tipos con los que se llevaban bien. Lía y Débora también saludaban a los machos de aquel modo. Son las dos únicas hembras a las que he visto hacer una cosa así. Vi cómo Débora se lo hacía a Nabucodonosor más o menos por la época en que éste se unió a la manada. El animal va paseando muy ufano, después de haberse pasado la mañana armando jaleo, cuando se cruza con aquella anciana y su hijita, Lía y Débora, que van en sentido contrario; no creo que supiera todavía quiénes eran, pero mueve las cejas para saludarlas, un gesto que viene a ser como quitarse el sombrero para un humano, y resulta que la jovencita se acerca a él y le tira de los huevos con todas sus fuerzas y luego sigue su camino en compañía de la viejecita. Lo cierto es que Nabucodonosor se puso en cuclillas para poder verle el trasero mientras se alejaba, quizá para asegurarse de que no acababa de toparse con algún colega.

 

Así pues, la adolescencia de Débora transcurría sin problemas, sin el menor indicio de las inseguridades propias de la edad. Salomón esperaba a que exhalara un olor más atrayente desde el punto de vista sexual y a que la hinchazón que indicaba el comienzo de la época de celo aumentara un poco más antes de empezar a cortejarla. En cambio, a la pobre Ruth, que en aquel momento también se encontraba en la pubertad, le esperaba un destino muy distinto. La suya era una adolescencia más convencional. Pertenecía a un linaje oscuro e inferior y se movía continuamente con los gestos nerviosos y vacilantes de alguien acostumbrado a recibir muchos golpes. Al cabo de unos años, cuando hubiera alcanzado la madurez, aún conservaría aquella expresión ansiosa, causada por el exceso de adrenalina, y sus innumerables hijos tendrían el mismo aspecto irritable que ella. Pero aquel año, su mayor problema eran los estrógenos, que la estaban volviendo loca poco a poco. Había llegado a la pubertad y su cuerpo se hinchaba continuamente a causa de los periodos de celo, los esteroides le estaban envenenando el cerebro y no hacía más que pensar en babuinos macho… pero ninguno se interesaba por ella. Lo más probable es que las hembras de los babuinos no lleguen a ovular aproximadamente durante los primeros seis meses posteriores a la primera menstruación y al momento en que empiezan a padecer las hinchazones propias del celo; el sistema se limita a ponerse en marcha, lo que para los machos significa casi con toda seguridad que la hembra no despide todavía un olor lo bastante atrayente desde el punto de vista sexual y que el aumento de volumen de su trasero no posee aún el brillo irresistible que debe tener a la luz del atardecer africano.

 

Mientras, la pobre Ruthie se encontraba en plena confusión hormonal y estaba perdiendo la chaveta. Se dedicaba a perseguir a todos los peces gordos de la manada y ellos ni siquiera se dignaban a mirarla. Salomón salía de entre los arbustos y se sentaba en el descampado y Ruth dejaba lo que tenía entre manos, se presentaba ante él en menos que canta un gallo y, siguiendo la costumbre de las hembras en celo, le plantaba el pandero en los morros con la esperanza de que hiciera algo más que olisquearlo. No hubo nada que hacer. O cuando el viejo Aarón, otro macho adulto, trataba de hacer algo tan simple como subirse a una higuera, Ruth se le echaba encima y se ponía delante para ofrecerse a él; el macho pasaba de largo y ella pegaba un bote y lo intentaba desde otro lugar. Así es como recuerdo a la Ruth del verano de 1978: erguida, acicalándose, mostrando el trasero, inclinándose a cada paso, mirando por encima del hombro para sopesar el efecto que produce, tratando de conseguir la postura perfecta para resultar irresistible, jadeando de placer ante la proximidad de Salomón mientras el muy bruto permanece allí sentado, hurgándose la nariz sin prestarle la menor atención.

 

Al final, Ruth tuvo que conformarse con Josué, un jovencito desgarbado que se había unido a la manada el año anterior. Era un chico callado, de aspecto serio e imperturbable, que nunca creaba problemas y no paraba de masturbarse entre los arbustos. En octubre de 1978 ya estaba locamente enamorado de Ruth, a la que el asunto no le hacía demasiada gracia, y se dedicaba a perseguirla a todas horas. Se pasaba todo el tiempo trotando a su espalda y ella se escabullía, agitada por un rosario de tics nerviosos. Se sentaba a su lado y ella se levantaba. La espulgaba con sumo cuidado y le quitaba las garrapatas, y ella salía pitando en cuanto él paraba y se ponía a merodear alrededor de algún macho que estuviera cachas. En una ocasión, mientras se arreglaba y se ofrecía a Aarón, Josué se sentó a observarla y tuvo una erección.

 

Hay veces en que hasta la más chiflada de las hembras adolescentes se siente conmovida ante tales muestras de devoción masculina y, al llegar diciembre, Josué ya no se separaba de su lado durante las hinchazones de la época de celo. No es que fueran precisamente expertos en la materia, e incluso años después, Ruth continuaba poniéndose tan nerviosa cuando un macho trataba de abordarla que lo más probable es que su desasosiego hubiera mermado considerablemente su capacidad reproductora. Sin embargo, en mayo, dio a luz a Abdías.

 

El pequeño tenía un aspecto muy raro: tenía la cabeza estrecha y un pelo largo y greñudo en forma de ala alargada en la espalda; parecía uno de aquellos neuróticos disolutos que vivían en Viena a finales del siglo pasado. Ruth era la típica madre ansiosa que iba a buscar a su cría en cuanto se alejaba un poco de ella y se la llevaba a toda prisa cada vez que se acercaba otra hembra. Josué resultó ser un padre excelente y muy cariñoso, un comportamiento insólito entre los babuinos macho. De hecho, los que nos interesamos por estos temas consideramos que se trata de una conducta de una lógica aplastante. La hembra tipo –más deseable que Ruth pero menos que Débora– suele aparearse con unos cinco o seis machos diferentes durante la semana de celo. El primer día, en que es menos probable que se haya producido la ovulación, lo hace con un individuo de estatus inferior. Al día siguiente, un babuino de una categoría superior lo obliga a cederle el sitio, y así sucesivamente hasta que un macho de una de las castas principales (quizá el alfa) está con ella en el día crítico. Por consiguiente, si al cabo de cinco meses aparece un hijo en escena, a un macho no le queda más remedio que sacar la calculadora y concluir que tiene el 38 por ciento de posibilidades de ser el padre de la criatura. Si ése es el caso, no hay que esperar ayuda de él. Sin embargo, en el caso de Josué, el grado de fiabilidad era del cien por cien, ya que había sido el único pretendiente de Ruth durante sus primeros meses de celo juvenil. Utilizando el crudo lenguaje de la sociobiología, podríamos decir que, desde el punto de vista evolutivo, le convenía invertir en el chico y desempeñar bien su papel de padre.

 

Josué sacaba a pasear a Abdías cuando Ruth estaba cansada, le ayudaba a subir a los árboles y cuando divisaban una manada de leones, se quedaba a su lado por muy nervioso que estuviera. Puede que estuviera sobreprotegiendo al chico; lo que resultaba evidente era que Josué no entendía el juego infantil. Cada vez que Abdías se divertía luchando con sus amigos, Josué se plantaba en medio de un salto para defender a su hijo de sus peligrosos compañeros de juego y apartaba a los pequeños de un manotazo. Abdías se quedaba confuso, en lo que parecía ser el equivalente animal de la terrible sensación de vergüenza que experimentan los niños humanos cuando sus padres se comportan torpemente. Los pequeños se ponían a chillar y corrían en busca de sus madres, que amonestaban a Josué y a veces incluso salían tras él. Pero nunca aprendía. Unos años después, convertido ya en macho alfa, Josué seguía interrumpiendo los combates que Abdías mantenía con sus amigos.

 

Más o menos por la misma época en que Josué se unió al grupo, apareció Benjamín. Los dos tenían la misma edad, aunque Josué procedía de la manada de la montaña situada hacia el este y Benjamín de una que habitaba en la frontera tanzana. Yo mismo acababa de dejar atrás toda una colección de profundas inseguridades propias de la adolescencia y tenía que hacer un esfuerzo para no identificarme por completo con Benjamín y sus flaquezas. El joven macho tenía el pelo revuelto. Siempre llevaba las greñas de punta y el pelaje se le amontonaba en las paletillas formando unas extrañas masas en vez del manto viril que teóricamente servía para intimidar a los rivales. Se pasaba la vida tropezando con sus propias patas y siempre se sentaba encima de las hormigas, que se defendían picándole en el trasero. Tenía algún problema en la mandíbula y cada vez que bostezaba, cosa que hacía con bastante frecuencia, tenía que ajustarse el hocico con las manos y echar hacia atrás los labios y las mejillas para colocarlos de nuevo sobre los colmillos. No tenía la menor posibilidad con las hembras y, cada vez que alguien perdía una pelea, a Benjamín siempre se le ocurría aparecer en el peor momento posible. Un día, a principios del primer año que pasé con la manada, estuve observando a Benjamín. Cuando se recoge información relacionada con el comportamiento, hay que elegir a alguien al azar (para no influir en los datos al escoger sólo a los que hacen algo emocionante) y seguirle los pasos durante una hora, anotando todos sus movimientos. Era mediodía y al cabo de dos minutos de empezar el seguimiento, Benjamín se tumbó bajo un arbusto para descabezar un sueñecito. Una hora después, al final de aquel fascinante ejercicio de muestreo, todo el mundo se había marchado. Cuando se despertó, ni él ni yo sabíamos dónde estaba la manada. Los dos nos habíamos perdido. Me subí al techo del jeep y oteé el horizonte con los prismáticos. Nuestras miradas se cruzaron. Al final los divisé: unas manchitas de color negro situadas a unas cuantas colinas de distancia. Conduje lentamente hasta allí mientras él me seguía a la carrera y todo acabó bien. Después de aquello, se sentaba junto a mí cuando hacía mi trabajo a pie y sobre el capó del jeep cuando trabajaba fuera del vehículo. Fue más o menos por aquel entonces cuando decidí que era mi babuino preferido y le otorgué mi nombre favorito, y todo lo que hizo a partir de aquel momento no hizo más que reafirmar aquel sentimiento. Y aunque han pasado muchos años de su muerte, aún conservo su foto.

 

David y Daniel eran incluso más jóvenes que Josué y Benjamín. Acababan de incorporarse a la manada y aún parecían desorientados por el trauma de su primer traslado y por el hecho de tener que pasar varios meses siendo extranjeros en una nueva manada, lejos de los amigos y de la familia, rodeados de extraños que les hacían la vida imposible, viviendo en la periferia del grupo y expuestos a los depredadores. No procedían de la misma manada pero tuvieron la suerte de aparecer en escena al mismo tiempo y de poseer temperamentos que los impulsaban al entendimiento en vez de a la hostilidad. Eran inseparables, casi unos niños, y se pasaban la vida jugando y combatiendo. Una tarde los encontré en el descampado que había junto al bosque, asustando a toda una caterva de bebés jirafa y obligándolos a recorrer la sabana en desbandada de un lado a otro. Cada jirafa debía de pesar cincuenta veces más que Daniel o David y podrían haberlos aplastado sin el menor esfuerzo. En vez de ello, los desconcertados bebés jirafa huían de aquellos extraños demonios peludos de tamaño diminuto que aullaban a sus pies.

 

Estaba seguro de que uno de los machos adultos se había criado en el grupo y nunca había abandonado la manada. De los cientos de babuinos que acabaría conociendo, Job era el que tenía peores cartas. Los babuinos de la sabana son unos animales espléndidos: son como osos de algodón, redondeados y musculosos. Job tenía menos carne que un alambre y una cabeza demasiado grande para su cuerpo. Le daban escalofríos, espasmos, parálisis y ataques epilépticos.

 

 

Había periodos en que se le caía el pelo y cuando llegaba la estación de las lluvias, los orificios corporales se le llenaban de hongos. Tenía las extremidades largas y frágiles y sarna en el rabo. Me daba la impresión de que no alcanzaría la pubertad: tenía los testículos retenidos, carecía de rasgos sexuales secundarios como largos colmillos o la capa de pelo que cubre la espalda o un timbre de voz grave o una musculatura desarrollada. Sin embargo, no era tonto e iba por la vida con la actitud cautelosa y astuta de alguien acostumbrado a convivir con el miedo. Yo había elaborado todo tipo de teorías para explicar lo que le pasaba, extraídas de manuales de endocrinología repletos de inquietantes fotos en las que se ilustraban algunos desastres de origen glandular, y donde se veía a diversas personas desnudas situadas delante de una especie de escala de medición con los ojos cubiertos por un rectángulo negro. Había cretinos con problemas de hipotiroidismo, ejemplos de gigantismo acromegálico, monstruos exoftálmicos y casos contrastados de hermafroditismo. De haber tenido que decantarme por una hipótesis, habría elegido el síndrome de Klinefelter, pero nunca pude corroborarla[3]. Aparte de que era un animal profundamente extraño y melancólico, no sabía nada más de él. Como era de esperar, todos los machos de la manada que necesitaban un chivo expiatorio (y Lía y Débora en más de una ocasión) lo torturaban, perseguían, hostigaban, golpeaban, herían, desgarraban y aterrorizaban. Los machos recién incorporados al grupo, pequeños mequetrefes en plena adolescencia, estaban sorprendidos y encantados de que al menos hubiera alguien inferior a ellos en su nueva manada. En los años siguientes, nunca le vi ganar un solo combate. Su único consuelo era la familia de Noemí, formada por la vieja Noemí, su hija Raquel y su nieta Sara. Para decirlo en términos técnicos, los miembros de la familia de Noemí eran gente de bien y no tardaron en convertirse en mi linaje favorito. Eran inconfundibles y lo mismo ocurría con sus allegados. Todos tenían las patas cortas y arqueadas, los torsos pequeños y redondeados en forma de remolcador y unos cómicos copetes de pelo a ambos lados de la cara que les conferían el aspecto de una bandada de lechuzas. Eran una familia de clase media, tenían muchos amigos y se ayudaban los unos a los otros. Y ayudaban a Job. Nunca pude probarlo, pero estaba seguro de que Job era hijo de Noemí, el vástago enfermo que jamás habría resistido el traslado a otra manada y que nunca había sentido el impulso masculino de intentarlo, la necesidad que todo adolescente experimenta de salir a buscar fortuna en el nuevo mundo de otra manada de babuinos. Noemí se preocupaba por él, Raquel lo defendía como una fiera del ataque de otros machos jóvenes y Sara lo espulgaba. Un día, una manada de impalas hembra que estaba pastando rodeó a Job, que se había quedado rezagado del grupo, y lo aisló de los demás. ¡Madre mía, pero si los impalas son como bambis incapaces de hacerle daño a una mosca! Son tan inofensivos que incluso los babuinos se atreven a ir tras ellos. Pero Job se asustó de ellos y empezó a aullar para dar la voz de alarma hasta que Noemí y Raquel se abrieron paso entre los impalas y se sentaron a su lado hasta que los animales se fueron y Job se sintió a salvo.

 

Además de matriarcas como Noemí, en la manada también había un grupo de machos venerables. Por ejemplo, estaba Aarón, quien aunque evidentemente ya no se encontraba en la flor de la juventud, seguía siendo un personaje con el que había que contar. Era amable, tranquilo, amigo de muchas hembras con las que mantenía lazos de parentesco y nunca se comportaba de manera brutal con nadie. Aún cojeaba debido a un encuentro con la fatalidad. Unos años antes, Salomón era el tercer macho en orden de importancia, un joven en pleno ascenso en la escala jerárquica. Aarón era el segundo, se encontraba en plena forma, a punto de hacerse con el cetro de mando, pisándole los talones al que por entonces era el macho alfa, que sólo figuraba en los archivos como Macho 203. Una mañana memorable, Aarón y 203 se enfrentaron en un combate formidable que tardó varias horas en decidirse. En el momento crítico, haciendo gala de la capacidad estratégica que tan útil iba a resultarle en años venideros, Salomón entró en liza y con mucha habilidad se enfrentó a ambos cuando estaban exhaustos y absortos en sus pensamientos. Resultado: 203 murió, Aarón sufrió graves heridas y dio comienzo el reinado de Salomón.

 

Aunque en 1979 la manada estaba compuesta por sesenta y tres miembros, la existencia giraba en torno a los individuos antes citados. Por supuesto, había otros. Isaac, un joven macho adulto al que aún le faltaban algunos años para llegar a la flor de la vida, pero que por entonces ya había adquirido la buena costumbre de tratar a la familia de Raquel. La pobre y desaliñada Miriam, que tenía un montón de hijos nerviosos y malhumorados. Las hermanitas Boopsie y Afgana, que eran tan provocativas e hipersexuales, tan salaces cuando se ofrecían a los machos pasando la pata por encima de la cabeza del individuo en cuestión, que no me atreví a bautizarlas con el nombre de alguna matriarca bíblica.

 

Fue durante la primera temporada que pasé con la manada cuando Salomón vio cómo el tiempo reanudaba su marcha y la inevitable sombra de la mortalidad adoptaba la forma de Urías, un chicarrón del tamaño de un armario que se había unido a la manada aquella primavera y que sin la menor consideración por la tradición, por la historia, por el poder de intimidación, inició las maniobras de derrocamiento de Salomón. Siempre he sospechado que, sencillamente, Urías era demasiado tonto para sentirse intimidado ante un estilista como Salomón, para apreciar el minimalismo casi oriental con el que Salomón enviaba oleadas de tics nerviosos, controlaba el flujo de tubérculos, apareamientos y espulgos. Urías dejó fuera de combate a Josué y a Benjamín, y en menos que canta un gallo derrotó a Aarón, Isaac y a otros machos importantes. Una mañana, mientras Salomón estaba acoplándose con Débora, que por entonces estaba en celo, el audaz Urías se interpuso entre ambos e intentó copular con ella. Salomón tuvo que pelear por primera vez en varios años. Salomón destrozó a Urías, le hizo un tajo en el hombro con los colmillos, le desgarró el labio superior y le obligó a poner pies en polvorosa con una mueca de dolor en el rostro y el rabo en alto (que para un babuino vendría a ser lo mismo que salir con el rabo entre las piernas). Y a la mañana siguiente, Urías volvió a desafiar a Salomón.

 

Y así estuvo toda la primavera, sufriendo derrota tras derrota, aparentemente sin poder descubrir un patrón de conducta, y plantando cara una y otra vez. Bostezaba en la cara de Salomón, se peleaba con él por un animal muerto, espantaba a las hembras que espulgaban a Salomón. Y siempre salía apaleado. Poco a poco fue minando las fuerzas de Salomón, que perdió peso progresivamente y parecía más agotado en cada nueva pelea. Cuando dos babuinos macho combaten, arremeten el uno contra el otro con la boca abierta, agitando unos colmillos afilados como cuchillos y de una longitud superior a los de un león adulto. Una mañana, mientras los dos contendían  de la forma acostumbrada, Salomón dio un paso atrás. Era la primera vez en su vida que cedía terreno. Al final ganó el combate, pero durante el curso de la pelea recibió una herida en la cara. Más desafíos, más tiempo mirando por encima del hombro. Urías era la pesadilla de cualquier animal envejecido: un oponente demasiado joven para saber lo que es el cansancio. Una tarde, entre combate y combate con Urías, Salomón fue desafiado por otro macho de estatus superior que dos meses antes se había acobardado ante su mirada. Salomón ganó, pero aquello trajo nuevos combates y una persecución interminable en la que aquel macho le plantó cara varias veces. El edificio se venía abajo.

 

A la mañana siguiente, Salomón estaba sentado junto a Débora, que aquella semana no estaba en celo ni sexualmente receptiva. Abdías acababa de dar sus primeros pasos; Raquel estaba sentada al lado de Job; Miriam, que estaba embarazada de dos meses, estaba espulgando a su hijo pequeño, que se encontraba en pleno berrinche. Una mañana tranquila en un pueblo pequeño. Urías apareció y, tras detenerse a unos doce metros de Salomón, clavó sus ojos en él. El pueblo no era lo bastante grande para los dos. Y, según indicaba el guión, Salomón no miró ni a la derecha ni a la izquierda, sino que se aproximó a Urías, se dio la vuelta y, después de pegar la barriga al suelo, levantó las posaderas, un gesto que los machos empleaban para mostrar sumisión. La transición había llegado.

 

Urías pasó el día espulgándose con Lía, Noemí y algunas otras hembras. Salomón atacó a Benjamín sin que mediara ninguna provocación, vapuleó a Job varias veces, se interpuso en los juegos de Daniel y David, persiguió a Ruth y a Abdías, que estaban muertos de miedo. Con el tiempo comprendí que se trataba de la conducta típica del babuino macho que se encuentra en apuros y quiere que alguien pague por ello. Y Salomón hizo algo más, un comportamiento que sólo he observado en otra ocasión y de nuevo el día en que el macho alfa perdió la supremacía. Existe un encendido debate entre los estudiosos del comportamiento animal sobre la conveniencia de utilizar términos humanos cargados de connotaciones emocionales para describir la conducta de los animales. Debates sobre si es verdad que las hormigas tienen “castas” y hacen “esclavos” o sobre si los chimpancés llevan a cabo “guerras”. Unos dicen que los términos permiten describir de forma breve y adecuada una realidad compleja. Otros opinan que aluden a comportamientos idénticos a los que se producen entre los seres humanos. Otros sostienen que se trata de cosas muy diferentes y que, por ejemplo, al decir que hay muchas especies distintas que hacen “esclavos”, se está afirmando de una forma sutil que se trata de un fenómeno natural generalizado. Personalmente, me inclino más bien por este último punto de vista. Sin embargo, aquel día Salomón hizo algo digno de calificarse con un término repleto de connotaciones emocionales que suele utilizarse para describir un comportamiento patológico propio de los seres humanos. Salomón persiguió a Débora, la atrapó junto a una acacia y la violó. Al decir esto me refiero a que ella no se le ofreció, a que desde el punto de vista conductual no había dado muestras de estar receptiva y a que fisiológicamente no era fértil en aquel momento, a que corrió como si le fuera la vida en ello, a que hizo todo lo posible por quitárselo de encima y a que chilló de dolor cuando él la penetró. Y a que sangró. Así acabó el reinado de Salomón.

 

 

 

 

Este texto es el comienzo del libro Memorias de un primate. La vida nada convencional de un neurocientífico entre babuinos que, en traducción de Josefina Ruiz Hernández, ha publicado la editorial Capitán Swing.

 

 

 

 

Robert Sapolsky (Brooklyn, Nueva York, 1975) es un reconocido científico y escritor estadounidense, profesor actualmente de Ciencias Biológicas y Neurología en la Universidad de Stanford. Investigador asimismo asociado en el Museo Nacional de Kenia, ha recibido numerosos premios, como una beca MacArthur. Como neurocientífico centró su área de investigación en los problemas del estrés y la degeneración neuronal, así como en las posibilidades de las estrategias de terapia genética para la protección de las neuronas sensibles a la enfermedad. Ha publicado, entre otros, los libros El estrés, el envejecimiento del cerebro y los mecanismos de muerte neuronal, ¿Por qué las cebras no tienen úlcera y Los monos de la comida chatarra. 

 

 

 

Notas


 

[1]    operativo o, con más frecuencia, como resultado del estrés. (N. de la T.)
específicas que aparecen en el organismo a consecuencia de un shock traumático u
nombre el llamado síndrome general de adaptación, un conjunto de reacciones no
Hans Selye (Viena, 1907-Montreal, 1982), médico canadiense, al que debe su.

 

[2]    salvajes, tanto en cautividad como en sus lugares de origen. (N. de la T.) programas de televisión dedicados a divulgar las condiciones de vida de los animales famoso como director del zoo de San Luis y como presentador de una serie de
Marlin Perkins, zoólogo norteamericano, experto en fauna salvaje, que se hizo. 

 

[3]    masculina o eunocoide, desarrollo de las mamas y aspermatogénesis. (N. de la T.) observa en uno de cada quinientos varones y se caracteriza por una apariencia poco El síndrome de Klinefelter es una forma especial de hipogonadismo que se.

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