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Mientras tantoMichelangelo Antonioni: De L´amorosa menzogna a Blow–Up

Michelangelo Antonioni: De L´amorosa menzogna a Blow–Up


Hay gente que no cree en las casualidades de la vida. Suelen ser los mismos que tampoco creen que muchos libros le buscan a uno, le salen al encuentro y no al revés. Libros que se hacen los encontradizos con sus posibles lectores: imagen que funciona  apelando a una suerte de intuición inversa en que sujeto y objeto intercambian sus funciones, u a otras alteraciones gramaticales y formas literarias de nombres refinados, como hipálage, bastón habitual de Jorge Luís Borges, o que ensanchan el lenguaje, como catacresis en Emily Dickinson. Formas habituales y escasamente nombradas, capaces de ayudar a describir mundos desrumbados que se esfuman en el aire con las campanadas de la mañana; finas telarañas que a penas refleja la luz, hilos de la virgen les llaman, también babas del diablo, suspendidos entre las tazas y los restos del desayuno, probando con ello que el silencio que sucede a la inacción es parte de un trasfondo que no es mundo natural ni mundo artificial, solo mundo humano.

Yo me reservo mi opinión sobre temas tan aventurados, aunque reservar sea un término denostado, toda vez que genera inquietud por su asociación con sujetos oscuros, cual materia reservada, persona reservada, reservado aplicado a una habitación y, sobretodo, lo que la vida nos tiene reservado. Y es que tenía un buen amigo que se hacía continuamente el encontradizo con la vida: Cada mañana parecía despertarse alborozado y ansioso por descubrir la afluencia de vivencias a que su destino le apremiaba hasta que un día, de tanto ahondar en su propio devenir, se topó con la ineluctable despedida y ahí perdió pie y el sorprendido fue él.

Andaba hace pocos días con paso escasamente presuroso por esa horizontal que divide zonas costumbristas y arquitectónicas del Madrid de principios de siglo XX, que es la calle de Santa Engracia, no lejos del llamativo depósito de agua de planta poliédrica que abasteció la zona hasta mediados del siglo pasado, cuando me sorprendió ver a un individuo arrodillado en la acera junto a unos enormes cubos de basura. Ordenaba el susodicho una pila de libros que iba extrayendo del contenedor de desperdicios urbanos que le ofrecía una sombra oportuna ante el sol de julio. Era, resultaba evidente, un rescatador de sueños; un hombre que hace realidad ese dicho anglosajón que reza tu basura es mi tesoro. Lo contemplé con simpatía y pensé cuál sería el destino de aquellos libros que, ordenados como ahora estaban, difícilmente serían ya pasto de venta al peso. Porque no hay biblioteca que se precie, ni pública ni privada, que acepte ya donaciones de libros, no importa la relevancia del título ni la del propietario original. Lo cual nos va aproximando, sin conciencia ni tal vez intención de nadie, a ese distópico mundo que Truffaut anticipaba en Fahrenheit 451º, película en que los amantes de los libros memorizaban su contenido a la par que los amantes de Julie Christie, eterno deseo inalcanzable, memorizábamos su imagen, sus gestos y su rostro, mitad mujer madura, mitad ángel del mal. En el film de Truffaut las autoridades eliminaban, por el expeditivo método de quemarlos, cuantos libros eran capaces de encontrar, guiño a algunas terribles escenas de la Alemania nazi que persistían en la retina de media Europa. Los bomberos de esa civilización tan poco civilizada eran los encargados de semejante encomienda y uno de ellos, representado por Oskar Werner, caía rendido, cual vulgar espectador, ante la seducción de aquella Antígona que ejercía de oportuna introductora al grupo de terroristas literarios; el de los que se dedicaban a contravenir el orden del Estado en un heroico intento de preservar la literatura. Pero si el fuego es enemigo de los textos impresos, más perversa es la función del agua, capaz de arruinar su contenido sin destruir su continente, razón por la cual la Inquisición, que anteponía la reforma del alma a las contingencias del cuerpo, incluía la pena de agua entre sus tratamientos purificadores, y en justa antinomia la pasión del bombero prendía con el ardor del fuego, más atento a los eroici furori que a las penas eternas.

En esas andaba, y nunca mejor dicho, cuando me topé con un jovenzuelo que empujaba  por la calle un carricoche repleto de más libros. Atando cabos concluí que aquél nutria la basura que el otro reciclaba y al cruzarme con él mis ojos pescaron al vuelo la portada que culminaba el montón que arrastraba con denuedo. Extraños automatismos de los sentidos, reconocí enseguida la imagen de la portada; es más, afinando la vista llegué a vislumbrar el título que en letras mayúsculas la atravesaba; Michelangelo Antonioni.

–Disculpa muchacho, –le espeté al joven; –¿te vas a deshacer de esos libros? –Ante la obvia contestación, me permití solicitarle aquél al que había echado el ojo y al poco tiempo me encontraba sentado en casa, satisfecho de mi pronta reacción, abriendo el ejemplar cazado. Un libro fino, de apenas cien páginas, escrito por Carlos Fernández Cuenca, crítico cinematográfico y destacado personaje del mundo cultural en la última época franquista. El ejemplar, publicado en 1963 con motivo de un ciclo de películas de Antonioni en la Filmoteca Nacional de España, mostraba el águila imperial, yugos y flechas incluidas, cerrando la contraportada, 

Ya desde el primer párrafo, que reproduzco a continuación, el texto me pareció de lo más sugerente;

El 17 de noviembre de 1951, y dentro de una interesante Semana de Cine Italiano en Madrid, proyectó el cine Gran Vía “Crónica di un amore”, que descubría a los aficionados la poderosa personalidad de Michelangelo Antonioni.

A partir de ahí, con la cabeza refrescando imágenes de una juventud en que fuimos descubriendo al autor italiano, la lectura de mi recién logrado tesoro me acabó llevando por algún camino que desconocía de la obra de Antonioni. El director, exponente del existencialismo en boga, modelo del humanismo laico, liberal en sus planteamientos afectivos, más interesado en la psicología de sus personajes que en la trama de sus vidas, sometía a los actores a encuadres geométricos y los precipitaba hacia catarsis en que los abandonaba a la vacuidad del mundo en que habitaban, logrando hacer de la experiencia cinematográfica, como bien indica Fernández Cuenca, una vivencia intimista de gran próxima a la lectura de una novela. 

Pero no pretendo repasar la conocida filmografía del director, ni su biografía. Tan solo quiero comentar una obra que me ha sorprendido descubrir gracias a la lectura del texto de Fernández Cuenca: Un corto documental de su primera época, L´amorosa menzogna (1949), anterior a su primer largometraje, Crónica de un amor, que inauguraba en 1950 el trazo de 17 años, su periodo de gran director, culminado en 1966 con Blow–Up, la película que tanto hizo por la industria fotográfica del Madrid de los Alphaville y del Fotocentro. Años en que una cámara réflex colgada al hombro era declaración de fe e imagen indiscutible de modernidad; señal de estar a la page y de oficiar, si no contra algo, sí, al menos, de revoltoso. En aquella España que vivía con retraso de meses o años la llegada de productos culturales de última hora, provenientes de lugares en que liberalismo y democracia sonaban a excelsos ensanchamientos del mundo conocido, aquél gesto puntuaba. Pero esos retrasos, a veces impuestos en frontera y otras mero peaje del aislamiento cultural, fueron responsables del desconocimiento al que apunta el párrafo reproducido arriba, por el que nada anterior a Crónica de un amor se conoció con generalidad en España hasta mucho después. Y en particular los cortos de primera época, ignorados antes, cuando el director era un desconocido, y aplastados más tarde bajo el peso de la fama de sus obras más relevantes. Descubrir ahora, con medio siglo largo de por medio, en una tarde en que Madrid exhuma calor y actualidad por los cuatro costados, obra de su primera época, me asombra y me seduce; ensoñaciones que fluyen de las páginas de Fernández Cuenca y me obligan a  revivir recuerdos y emociones que me atrapan sin esfuerzo.

L´amorosa menzogna (La mentira amorosa), documental en b&w de apenas 10 minutos de duración, razón de ser de estas páginas, se puede encontrar en YouTube (otro basurero global repleto de tesoros). Un corto que describe el fenómeno social de las foto-novelas, en plena boga en los años de posguerra en Italia, precedente directo de la moda de las tele-series. La película, un afinado apunte de crítica social, aporta un testimonio singular de la admiración que los folletines y sus protagonistas suscitaban en el gran público en contraste con la realidad de sus vidas, desmerecedoras de tanto aplauso.

Encontrar una crítica tan directa del fenómeno de las estrellas mediáticas, del que el propio director sería pronto arte y parte, me ha interesado como revelación de sus inquietudes de juventud, antes de que se centrarse en la hábil crítica de la alta burguesía que marcaría más tarde su estilo tan personal. Sin embargo, el corto no tendría mayor interés, aparte de su valor histórico, si no fuese porque es un precedente directo de una película de 1952 de Federico Fellini, Lo sceicco bianco (El jeque blanco), cuyo guión, escrito por Antonioni, estuvo este también a punto de dirigir. Sorprende comprobar hasta qué punto esa producción es un desarrollo directo del tema comentado de La mentira amorosa.

El jeque blanco es una de mis películas favoritas, y ver su claro antecedente me ha servido para enmarcar esa triste historia de una pareja de recién casados que llega a Roma en luna de miel. La joven desposada, de aspecto recatado e inocente, ciega enamorada del protagonista de la fotonovela que da título a la película, no tiene otra idea en la cabeza que aprovechar la estancia en Roma para conocerlo, cosa que logra tras salvar algunas intrincadas situaciones. El jeque, personificado por Alberto Sordi, se haya trabajando en las playas de Ostia en un nuevo episodio de aventuras, lugar al que la joven, ciega a la mediocre realidad que se muestra sin tapujos al espectador, le sigue, para acabar cayendo en sus brazos frente al mar y a una caterva de variopintos personajes y asistentes de la serie folletinesca. Mientras, su marido, desesperado, harto de buscarla sin éxito, acaba por denunciar la desaparición a la policía. La escena de la comisaría en que confiesa su situación a un inspector es digna de las mejores tomas del Kafka de Orson Wells, de igual forma que Sordi y su admiradora, interpretada por una encantadora jovencita, Brunella Bovo, ambos con atuendos orientales surcando el mar en un pequeño esquife resultan una chanza al mejor estilo de Fellini. 

La desconsolada vida del protagonista de El jeque blanco queda por fin al descubierto con la aparición de su impositiva e imponente esposa, quien reacciona frente a la nueva conquista de su marido poniendo las cosas en su sitio, esto es; devolviéndole a la condición natural de sumiso cónyuge, antítesis del Valentino que ha pretendido ser. Al final, la desengañada enamorada consigue volver junto a su esposo a tiempo para unirse a la familia de este en una audiencia papal. Y con ese final de película, la vida vuelve para todos, espectadores incluidos, a la cotidiana existencia de la que partió al apagarse la luz en la sala de proyecciones; los sueños, que se han impuesto durante un breve periodo, desbaratados por una realidad carente de ensoñaciones y banal, desaguando en una despedida que deja a la resignada recién casada camino del Vaticano, frente a un horizonte ni buscado ni querido: Copyright Antonioni y Fellini, combinados pero no revueltos en un cocktail afortunado y poco habitual.

El amor desviado, el matrimonio a la desesperada, usado incluso como medio para ganar proximidad con alguna persona deseada ajena a la pareja, son temas que aparecen en varios rodajes de Antonioni. Y más que ninguno otro motivo, el desengaño de una felicidad imposible que sus personajes tratan de lograr a través de vínculos sentimentales, expresado mediante un doble lenguaje del que se vale para desvelar el mundo de ficción producido por el cine y la fotografía, su cámara permanentemente dispuesta a mostrar las crudas realidades de la vida, capaz de destruir toda ilusión sin dejar resquicio alguno para una posible redención.

Ver La mentira amorosa y descubrir la autoría del guion me ha permitido corrobora la pertenencia genética de El jeque blanco a esa familia de dobles lecturas del desengaño tan propias de Antonioni, de igual forma que leer en su día Las babas del diablo, el relato de Julio Cortázar que inspiró la trama de Blow-Up, me sirvió, por contraposición,  para desentrañar el irresoluble crimen de esa película, cuya única víctima no es otra que el propio protagonista, el fotógrafo, aparentemente ajeno a la realidad que fotografía sin descanso pero sujeto principal de esta, sometido, en definitiva, a una acuciante necesidad de encontrarse a sí mismo, carente de todo vinculo humano, trasladado por un Rolls Royce descapotado, que sirve de añagaza, a un mundo tan irreal como vacío. Así, mientras Cortázar describe en su escrito la historia de un fotógrafo ocasional que capta por casualidad una imagen de la maldad y la arropa con una estética obsesiva, Antonioni transforma el hecho, lo banaliza profesionalizando la labor del fotógrafo y, omitiendo todo enjuiciamiento ético, describe un thriller de baja intensidad en clave sicologista y estética a la moda.

El jeque blanco me alegró hace años una comida con Eduardo Arroyo a la que en gran parte va unido mi buen recuerdo de la película. A los dos nos gustaba por la genialidad humorística de Federico Fellini y de Alberto Sordi, cuya caracterización de jeque en los decorados naturales de las playas italianas es inenarrable. Los personajes y las situaciones nos producían una risa contagiosa y extrovertida, un punto maliciosa, como era de rigor tratándose de Arroyo. Pero nunca caímos en que el guion era de Antonioni, a quién Arroyo había conocido en sus años en Italia. Es más, buscando referencias sobre aquella relación, encuentro en las memorias de Arroyo un comentario sobre la curiosa actitud de Antonioni ante sus interlocutores, la misma que describe David Hemmings en una entrevista en que comenta su primer encuentro con Antonioni, antes de que le ofreciese trabajar en Blow-Up; parece ser que Antonioni tenía una manera de mirar indirecta que producía desconcierto en su interlocutor. Dice Arroyo textualmente, “ … Michelangelo Antonioni poseía un tic nervioso inimitable: te miraba y ladeaba la cabeza tres veces, señalando imperceptiblemente con un dedo la punta de sus zapatos,…” (Minuta de un testamento, E. Arroyo, Taurus 2018).

En aquella ocasión, recuerdo que el dueño de Casa Salvador, donde almorzábamos mano a mano con alguna frecuencia, nos contó varias anécdotas de su vida; desde cómo había sucedido a su tío al frente del restaurante en que comenzó a trabajar con 14 años hasta la aparición a cenar en cierta ocasión de Ava Gardner con algunos amigos. Luego, nos dijo, llegaron una serie de gitanillos con sus guitarras y, tras cerrar el local, montaron una juerga que duró toda la noche. Él, con su corta edad, se quedó dormido entre dos sillas pero, nos aseguró, jamás en su vida había visto una mujer de igual belleza.

Al abandonar el piso de arriba del restaurante, entre despedidas del amable camarero argentino que se había convertido en uno de los valores sólidos de la casa, bajando la escalera, Arroyo me retuvo frente a un retrato de Ava Gardner que había entre otros de artistas y toreros. Al señalármelo le respondí afirmativamente en reconocimiento del testimonio sobre su belleza que acabamos de escuchar. No, dijo Arroyo insistente; y se llevo el dedo a sus ojeras y luego a las de la fotografía; el punto malicioso era a la vez una muestra del agudo observador que Arroyo nunca ocultaba tras su mirada, siempre chispeante y alerta.

Nada es ya lo que era; ni siquiera Casa Salvador, heredado por la hija del dueño, que un desafortunado día me hizo gala de cuánto desconocía lo que su padre dominaba con soltura; el trato con los clientes. Aquello, junto con la perdida de Arroyo y la baja a los pocos años del amable argentino, fue suficiente para concluir mis visitas al local.

Gracias a la buena estrella que a veces se compadece de los madrileños que sufrimos los calores estivales, el descubrimiento inesperado del Antonioni escritor me ha llevado a abrir un libro que hacía tiempo esperaba turno en mi biblioteca. Tal vez el que propició que el texto de Fernández Cuenca me saliese al encuentro: Se titula, Las películas del cajón (Abada Editores, 2004) y es una recopilación de los guiones de Michelangelo Antonioni que nunca llegó a filmar. Una colección de narraciones de una meticulosa plasticidad y dinamismo en que el director muestra su capacidad literaria en tramas interesantes que suplen la carencia de la imagen fílmica. Construcciones de mundos de ficción, complejos y completos, que responden con acierto a la definición del término que hace Jacques Rancière en su ensayo Modern Times (Verso, 2021). Ficción, explica el filósofo, no es la invención de personajes imaginarios sino la construcción de una racionalidad, de una estructura común a seres, hechos y objetos, que permita enmarcarlos coherentemente dentro de un mismo universo. “La ficción”, afirma, (en este sentido) “es necesaria cuando se pretende producir un cierto sentido de realidad” (traducción propia).

Ese es precisamente el acierto de los textos de Antonioni, su ficcionalización acertada y eficaz. Quizás también el del texto de Fernández Cuenca, que aún no siendo ficción en sentido literal lo es en el literario al construir ese entramado de comentarios, anécdotas y observaciones que contribuyen a dotar a la imagen de Antonioni y a su filmografía de un estilo personal, estilizado y consistente con el que siempre lo he asociado.

En esa colección de textos no tiene cabida Las babas del diablo al ser su autor Julio  Cortázar, pero vale la pena mencionarlo como obligada referencia del origen de Blow-Up y muestra del gran peso del ancla que sustenta la película. Otra forma de ficción, más literaria, donde es posible bucear en el punto de inquietud que ensombrece un París invernal, ventoso pero soleado, que Antonioni transplanta a la pantalla en un Londres que flota por encima de las bellas modelos, la música de moda y los parques impecables. Con unos mimos que entran en escena con la personalidad heredada del protagonista de Los niños del paraíso; Marcel Carné ejerciendo de padrino de un Antonioni que cogió su primer vuelo como su ayudante de dirección. Mimos que en Blow–Up sirven de capote con que citar al espectador, rito que en el texto de Cortázar cumplen las figuras literarias con la desenvoltura y el desenfado de quien domina su cámara, una Rémington de vieja hechura, ensalzando el anacoluto como forma de abrir el objetivo a otra visión del mundo y que comienza así;

 Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.

 

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