La tarde estaba fresca. Era viernes. El tiempo libre que tenía se vio recompensado por la invitación de Beto para salir y deambular, con el combustible que los botánicos han llamado Cannabis Sativa. Estaría él, pero también iríamos con María Fernanda, una nueva buena amiga que siempre se unía a nuestras caminatas verdes. Acepté a la primera, sin vacilación, pues el clima y el día eran propicios para hacer algo semejante.
Nos vimos a las tres de la tarde en la Estación Floresta del Metro. Buscamos unas buenas bancas libres para sentarnos y poder hibernar como osos drogados. Beto sacó las sobras de un porro que tenía del día anterior y nos dispusimos a acabarlo de inmediato. Mientras se calcinaba el porro y algunos cigarrillos, empezamos a hablar sobre lo que están haciendo con Ciudad del Río, con Carlos E. Restrepo, con el Parque del Periodista y demás lugares destinados para el ocio y desparche. María Fernanda se negaba a creer que muchos de esos sitios eran considerados como “peligrosos”, mientras que Beto intentaba pensar en el porqué de lo que estaba sucediendo.
—¡Caliente Ciudad del Río! ¿Cuándo? –decía María Fernanda, sosteniendo con cautela el porro, para evitar quemarse los dedos–. Si yo mantengo por allá y nunca me han robado ni nada.
—Eso dicen –comentaba yo–. Los supuestos expertos han ladrado.
—Mierda… vos sabés que allá no pasa nada de eso. A menos que nos quieran criminalizar, a nosotros los marihuaneros –acotaba Beto, quien estaba en línea esperando su turno para fumar.
María Fernanda se negaba a entender. Beto igual. Y todos tratábamos de encontrar respuestas positivas al respecto, pues aun nos seguía pareciendo ridículo eso de llenar de terrorismo las páginas de los periódicos para alertar a la población sobre el consumo de drogas en ciertos sitios. Aunque no de todas las drogas, sino de la marihuana, de una planta que es conocida más por sus beneficios que por sus perjuicios a las sociedades.
El sobrante de porro se acabó. Por un instante me alejé de la silla de cemento y me elevé por los aires en busca de tranquilidad. Las columnas del Metro se movían, las distancias se alteraban un poco, y lo que hablaban Beto y María Fernanda me entraba por un oído y me salía por otro. Luego regresé. Aterricé sin complicaciones en una cajetilla de cigarros mentolados que me daba la bienvenida al mundo de lo real.
—¿Vamos o qué?
Al llegar recibí el comentario que necesitaba para prolongar el momento de ocio y tranquilidad. El “vamos” que nos hacía movernos hacia más diversión.
—¡Claro!
María Fernanda se puso de pie y agarró a Beto para que él también lo hiciera. Yo me paré de inmediato y les hice señas para que comenzáramos a caminar.
—Vamos de una y luego buscamos dónde parchar.
—Sisas.
De camino, regresamos a eso de las plazas de vicio y el terrorismo mediático que había suscitado. El Coco, uno de nuestros lugares predilectos –por ubicación geográfica– para hacer las compras galácticas, es conocido por su «calentura» y su problema de inseguridad, tanto como el clásico Barrio Antioquia. ¡Patraña! Pues en esa tarde de viernes caminamos tranquilamente por El Coco, observamos a los mismos señores jugando dominó en la misma tienda, pasando por la misma fábrica de objetos de madera vigilada por un maniquí de un hombre fornido en calzoncillos, hasta encontrarnos con la pequeña loma tipo gueto, con niños corriendo y señoras sentadas en las esquinas hablando de esto y de lo otro. Subiendo la loma, y volteando hacia la izquierda llegamos al punto. Con una sola mirada, y sin mucho que decir, ya la transacción se podría considerar como exitosa. Cuatro mil pesos entregó Beto, recibiendo a cambio un porro envuelto en papel aluminio y una mirada de si te vi no te conozco. Nos volvimos por el mismo lugar, evitando hacer el contacto visual obligado con los vecinos, quienes incluso participan activamente en el negocio local. A veces, cuando al subir no encontrábamos a nadie, en la parte de abajo veíamos a una señora algo regordeta esperar con los brazos abiertos, como diciendo por hoy se trasladó… caiga y le vendo. Cruzamos un pequeño puente sobre tres babas que se hace llamar quebrada y, prendiendo en el camino, regresamos al Parque. O más bien, a una parte entre las estaciones Floresta y Santa Lucía del amado Metro de Medellín. En las propias narices de quienes ya satanizaban lo que allí ocurría.
Pasada una hora, y ya con las articulaciones algo tiesas producto del tiempo que permanecimos sentados, optamos por caminar como judíos errantes por el desierto. Tomamos la Carrera 84 hasta llegar a una zona del barrio Belén, cerca de la Universidad Adventista. En ese momento no teníamos una ruta demarcada, más bien caminábamos por inercia y por disfrutar de una buena tarde. Claro está, el objetivo de la caminata era –además– encontrar un plan mejor que permanecer sentados en las bancas de un parque. Casi al llegar a la Calle 33, una cuadra antes de la Iglesia de Santa Gema, decidimos ir en busca de más green fun. Optamos por seguir calle abajo para encontrarnos con el fortín del problema, con Barrio Antioquia. Nos miramos, y al asentar, aprobamos la decisión por unanimidad. Éramos dos Average Joe y una Plain Jane en un tour marihuanero por las zonas más complejas y peligrosas de la ciudad.
* * *
Cruzábamos la zona del aeropuerto –el Olaya Herrera– por la Avenida 30. Bordeamos su contorno buscando una buena plaza donde poder conseguir un Blunt, un delicioso porro envuelto en hoja de tabaco saborizada. Pues aunque Barrio Antioquia en sí ha sido siempre una plaza de vicio, no todo lo que se vende allá es bueno. Ni todos los que venden, venden calidad. Recorrimos unas cuantas cuadras y entramos en la olla, creyendo encontrar bandas delincuenciales haciendo de lo suyo a plena luz del día, fronteras invisibles demarcadas con la sangre de las víctimas y terror generalizado en la población civil. Claro, si hubiésemos creído en ese periodismo terrorista que estaba repartiendo publicidad exagerada sobre la venta y el consumo de la yerba del rey. Pero llegando allá, lo que realmente encontramos fue un barrio como cualquier otro. No era nuevo para mí, ni para mis amigos, pero después de conversar acerca de todo lo que la Alcaldía de Medellín tenía para ese barrio, vimos que era el mismo sector de clase media y baja, con lavaderos improvisados de carros, casas de dos y tres pisos sin revocar y atiborradas de personas, el siempre buen hip hop reproduciéndose desde los costosos equipos de sonido de carros, tabernas oscuras llenas de borrachines y algunos sujetos en esquinas desvencijadas sentados esperando la llegada de otros sujetos que, por cinco billeticos con la cara del gran Gaitán, convertían el dinero en diversión. En verde diversión.
Ubicamos el expendio. Una esquina bastante fea, untada de aceite de carros y de casas con pintura caída y sin ventanales. En una de esas esquinas había tres tipos prestos a nuestra señal –dos toques en la cabeza– para acercarse y hacer negocios. Esta clase de burgueses de clase media han sido sus clientes por lustros.
—Alejo –me decía Mafe–, anda vos y preguntá.
Fui. Caminé hacia ellos para completar la transacción.
—¿Crespito? –preguntaba el más pequeño de los tres, el que teníamos más cerca. Crespito, o cripi, o crespo, una de las infinidades variedades de la hierba. La que años atrás la Dirección Nacional de Estupefacientes bautizó la mata que mata, en comerciales radiales tendenciosos y errados.
—Nada, parce. ¿Tiene Blunt? –respondí, mirándolo a él y observando la zona, tratando de encontrar un policía o algún miembro de la Seguridad Nacional.
—No, ñiño. Caiga que allá lo consigue –me señaló la siguiente esquina, la de una cancha, donde supuestamente conseguiríamos lo requerido.
—Listo, socio. Gracias.
Siendo el duro de la operación porro en envoltorio saborizado, les hice señas a mis dos lacayos para que continuásemos caminando, en dirección al polideportivo de la siguiente esquina. A un lado de la cancha que albergaba un par de niños jugando fútbol, estaban los dos tipejos más evidentes que uno pueda encontrar: solos, fumando cigarrillos, mirando para todos lados y moviendo la cabeza como ventilador de oficina. Fuimos hacia allá, les dimos el billete, recibimos el encargo y continuamos nuestra marcha. Ahora teníamos todo para alejarnos del Barrio Antioquia y proseguir con nuestro camino hacia la siguiente parada, hacia la joya de la corona: Ciudad del Río.
La caminata fue bastante breve. De esa placa polideportiva, volteamos a mano izquierda y seguimos derecho hasta llegar a la zona industrial de la 30, donde casualmente volvimos a encontrar policías haciendo rondas. Haciendo las rondas en el perímetro del barrio, más no en su interior. De camino hacia el parque, partimos un fragmento del Blunt –una cuarta parte– y lo prendimos. Fumamos, mientras seguíamos walking on sunshine, justo antes de pasar por la estación Metro de Industriales.
Ya parados en las inmediaciones del bonito y nuevo Hotel Ibis, pasamos por todo el frente del MAMM, dando la vuelta por el Skate Bowl, para así ubicarnos en la rotondita adornada con esculturas en piedra y un pequeño laberinto verde, que es nuestro parche de siempre. Nos aplastamos y sin más espera, sacamos el porro y le echamos candela. De fondo sonaba la obligada canción de Bomba Estéreo que nos mandaba el mensaje poco subliminal y grita fuego/ mantenlo prendido, fuego/ no lo dejes apagar.
* * *
En las cercanías del Skate Bowl se encontraban dos policías, junto con una docena de patinetos que se hacían el parche en la tarde del viernes. Los policías eran bachilleres que, pese al uniforme y a su gorra con el bordado de auxiliar, se podrían mezclar con el resto de la gente. Sus caras de pubertos lucían asustadizas, nerviosas, como si antes de iniciar las rondas y las actividades de vigilancia, hubiesen leído los artículos publicados en Vivir en el Poblado, en El Colombiano, en El Mundo, y cuanto medio de comunicación existiese ayudando a crecer la sensación paranoide entre los habitantes. Pobres muchachos, solo son unos peleles de coroneles, agentes de policía y de la oficina del alcalde, quienes asumen que con ubicar niños –jugando a ser policías– en cuadrantes cerrados es la solución a la problemática supuesta. Bastante risorio y ridículo, si me permito opinar.
Cambié mi ubicación unos momentos para poder tomar agua. Fui hacia el bebedero cerca al Bowl y me quedé un instante, con el termo de María Fernanda a la espera de ser llenado de jugo del municipio, cerca del par de policías. Quería conocer su perspectiva. Los patinetos parchaban sin problemas, como omitiendo el hecho de tener vigilancia policial a unos metros, rascando moños de marihuana y armando baretos con total tranquilidad. Los dos policías seguían como estatuas, inmóviles, observando y haciéndose los pendejos frente a lo que sucedía. Aunque estando en su lugar, ¿qué más podrían hacer? No tienen la potestad o autoridad que tiene un policía profesional, tampoco generan miedo o prevención como los agentes más curtidos de la fuerza pública, y mucho menos generan respeto. Sin esas cosas, lo único que les queda es quedarse ahí parados. Con algo de caca en sus uniformes quedarían como los bonitos monumentos a nuestros próceres de la independencia. El monumento a la fuerza pública y su efectividad.
Accioné el bebedero, me serví algo de néctar natural. El agua, la fresca sensación del agua se sintió como una fuerte explosión que liberó mi organismo de una larga sequía. Terminé de llenar la botella y regresé, para olvidar así mi labor de reportería –la que me hizo recorrer esas distancias– y disfrutar de un buen momento, una buena traba (o colocada o high, o solle) y música… gloriosa música. Beto sacó su celular y reprodujo la canción más letárgica, melancólica y poderosa del Random Access Memories de Daft Punk: ‘Within’. La mezcla del piano estilo clásico de Chilly Rodríguez con un beat repetitivo y el vocoder típico de los 70, hacían de esa canción un genial experimento sonoro que disfrutaba sentado, paralizado, con los ojos algo perdidos y la mente fuera de los confines de este planeta. Esos momentos se hacían más duraderos; los que se ponían a hacer equilibrio con cuerdas amarradas en árboles me distraían un poco, me hacían imaginar cómo sería atravesar una gran distancia caminando sobre esa pequeña tira. Espabilé, observé a los policías y seguían paralizados cerca del sitio de Skate sin mover un solo dedo para actuar frente a lo que allí acontecía, pues debían esforzarse mucho para no ver, a pocos metros de distancia, una gran masa de fumadores de marihuana felices sin armar camorra o fastidiar a la demás gente.
* * *
La tarde continuaba igual de fresca, sin avisos de lluvia por ningún lado. María Fernanda, Beto y yo permanecíamos en la rotonda, sintiendo el THC en nuestras venas y hablando solo lo necesario. A nuestro alrededor, los malabaristas, las parejas de novios, los que sacaban a pasear las mascotas y los skaters disfrutaban tanto como nosotros del nuevo lugar de esparcimiento público, del nuevo lugar que querían llenar de “seguridad”.
Por un instante, me picó el bicho de periodista. Recordé uno de las razones de estar en ese sitio, así que volteé para otro lado y puse mi foco de atención en otra cosa: en la policía. No podía olvidar que mi objetivo en el Parque Lineal de Ciudad del Río era, además de fumar un poco, presenciar el famoso plan de choque que había diseñado la alcaldía, la policía y el tránsito. ¿Plan de choque? Si del tiempo que llevaba en el parque, y siendo esa mi cuarta vez en menos de dos semanas allí, no había podido observar cuan efectiva y práctica iba a ser la política intervención de las autoridades. Recordaba la situación de Carlos E. Restrepo, de ese barrio de clase media-alta que se convirtió en un lugar de influencia bohemia. Recordaba el terrorismo y la cantidad de mentiras que lanzaban hacia la plazoleta de un barrio que en vez de ladrones tenía cuenteros, malabaristas, cirqueros y demás artistas del performance. Ese barrio se volvió, según ciertas autoridades, en un fortín de delincuencia. En la delincuencia invisible de lugar frecuentado por personas poseedoras del pecado mortal de consumo de marihuana. Lo que me hizo recordar el barrio fue un artículo publicado por el diario El Colombiano, en el que se referían al barrio que fue casa del Museo de Arte Moderno por más de tres décadas, hablando sobre el plan que tenían las autoridades para con ese sitio. De acuerdo con las declaraciones de la Secretaría de Cultura Ciudadana: “este trabajo ya se ha realizado en Carlos E. Restrepo, sector con situaciones similares (…). Ya se ven soluciones y mayor presencia de entidades como la Policía o el Tránsito”.
¿Qué tan efectiva y práctica iba a ser la política de intervención de las autoridades? Seguía preguntándome. Podría ser como la intervención del deprimido sector del centro conocido como Barbacoas –en la diagonal 55 A entre Palacé (carrera 50) y Perú (calle 55)–, en donde llegaron a desalojar travestis y habitantes de calle, a mover y a hacer alboroto, a cercar cuadras, pintar fachadas, posar para la foto y dejar todo como si nada hubiese ocurrido. Así fue toda la intervención. Y ahora, en Ciudad del Río, unos policías adolescentes parados como estatuas eran el Plan de Choque pensado para acabar con el consumo de droga. Pero aun así, yo caminaba hacia el lugar donde estaban mis amigos, sosteniendo el restante porro a esperas de seguirlo fumando a menos de quince metros de distancia de los policías.
—Tomá –le dije a Beto, entregándole el porro recién llegué al sitio.
—¡Casi que no! –respondió impaciente.
* * *
Decidimos movernos. Queríamos ir al Parque del Poblado para tomarnos unas cervezas y encontrarnos con algunos amigos. Beto dijo que sería buena idea arrimar al bebedero antes para así llenar de nuevo la botella de agua y tener reservas para la caminata que se nos venía encima. Pasamos cerca del par de policías –y de otros dos más–, y cuando estábamos haciendo fila para tomar agua escuchamos a un par de tipos ofrecer yerba a quien pasaba cerca del bebedero, que a su vez estaba a unos veinte metros de la entrada de varias unidades residenciales, y a muy poco de la ajetreada Avenida Las Vegas.
—A cuatro los crespos –decía el man con más cara de adulto. Quien ocultaba su negocio tras una pequeña caja transparente que tenía unos cinco chicles y dos cajetillas de cigarrillos. ¡Qué buen disfraz!
—No, parce. Gracias –uno de los tipos de la banca se arrepentía de comprar. Yo miré a Beto y a María Fernanda, hicimos una especie de reunión, luego vaca y luego Beto fue donde él a comprarle uno. Se lo entregó y continuamos la marcha: seguir por toda la Avenida Las Vegas hasta llegar a la Calle 10ª, para luego girar por una de las paralelas de la Avenida el Poblado y así encontrarnos con la Calle 9. Compramos cervezas, caminamos hacia uno de nuestros sitios para fumar, sacamos el porro y volvimos a encender la llama de la pasión. En ese parque había mucha menos policía que en Ciudad del Río, así que no habría de qué preocuparnos. Solo éramos nosotros, nuestras botellas de cerveza y un buen porrito calcinándose en nuestras manos, a una vuelta de los Comandos de Atención Inmediata (CAI) del Parque del Poblado.
Pasadas unas horas de conversaciones, yerba y cerveza, sumado a un tour de comida chatarra, le dimos fin a nuestro día. Fuimos al acopio de taxis del parque y lo tomamos juntos. Las largas caminatas, la marihuana y las cervezas, se tradujeron en cansancio. Éramos unos entes.
A la mañana siguiente me desperté temprano y prendí el computador para escribir este relato. Como no tuve una libreta en mis manos, corrí a escribir para así luchar contra la mala memoria y no dejar que los recuerdos se desvanecieran en nubes de THC y nicotina. Abrí Word, Chrome, puse algo de música, me conecté al correo, y cuando empezaba a escribir, recibí un mensaje de chat de Andrés –un buen amigo mío y compañero de andanzas– quien decía:
—Parce. Me echaron de Carlos E. Se bajó todo un pelotón de tombos –policías– y nos sacaron.
—Mucho tombo por allá, ¿no?
—¡Ufff!
—¿Te quitaron weed?
—No no… Ya no se puede ni fumar ni beber allá.
—¿No?
—No.
—¿Desde cuándo?
—No sé. La gente de Carlos E. hizo un derecho de petición para sacar a todos los bohemios de ahí.
Cuando leí el comentario de Andrés creí que iba a ser el final de esa plazoleta. Creí que ya tendrían a una decena de policías prestos esperando a cualquier brote de entretenimiento en la zona. Por ese motivo dejé de frecuentarlo. Supuse que si eso estuviera lleno de policías ya no habría motivos para compartir una cerveza y un porro entre conversaciones amenas. Me dio algo de tristeza. Tristeza pasajera, por supuesto. Lo fue hasta que, después de dos semanas, decidí regresar a la misma plazoleta de la que hablaban los políticos locales. Pensé que la encontraría sola, libre de delincuentes y llena de vecinos felices disfrutando del sitio que les fue arrebatado por drogadictos en manadas. Al llegar, y caminando por un largo corredor que conduce al lugar –desde la Calle Colombia–, me topé con una agradable sorpresa: todo estaba igual. Todo había vuelto a la normalidad. Volví a hablar con Andrés, quien frecuentaba más que yo el lugar, y me contó que todo fue un alboroto. Todo fue una pantomima. O como decimos en mi ciudad, un visaje. Otra vez volví a ver a los malabaristas, a las parejas de novios –homosexuales y heterosexuales–, a los compañeros de universidad, de trabajo, a los viejos amigos. En fin. A esos delincuentes que pensaban erradicar de un lugar público que, supuestamente, nos pertenece a todos.
Alejandro Segura es periodista