Carlos Sentís Anfrúns publicó hasta un mes y medio antes de emprender su último viaje. Lo que suele utilizarse como metáfora —emprender el último viaje— debió de vivirlo él literalmente, ya que algunos días antes de morir, y ya algo sedado, pidió que preparáramos su maleta y su visado.
Su intenso y panorámico interés por la vida fue la base de la relación con sus hijos. “Contadme cosas”, decía. Y no caían en saco roto: “Me hablaste de un amigo inglés que iba a estudiar Políticas. Quizá sería interesante que le viera en mi próximo viaje a Londres durante las elecciones. Así tendría la visión de los más jóvenes”. Y sin darte cuenta ya te había involucrado en sus maniobras periodísticas. Donde quiera que estuviéramos instalados los hijos —Londres, Oxford, Florencia, Nairobi, Nueva York, Los Ángeles—, sabíamos que aprovecharía sus visitas para trabajar y que contaba con que le acompañáramos. Era lo natural, pues desde niños estábamos acostumbrados a que nos llevara con él. Aún conservo el hábito de registrar mentalmente hechos que podrían servirle para alguno de sus artículos.
Ya era yo muy mayor cuando un amigo que compartió unos días con mi padre y conmigo me dijo que parecía que hubiésemos ido juntos a la escuela. No le debía de faltar razón, ya que podíamos discutir de cualquier tema sin que la diferencia de edad condicionara nuestras conversaciones. Conversaciones que, a pesar de incluir temas en los cuales no estábamos de acuerdo —eran muchos—, nunca empañaron nuestro compañerismo.
Es evidente que la actividad pública de un padre repercute en la vida de sus hijos. Sin embargo, durante años no tuvo ningún efecto sobre mí, puesto que yo no residía en España. Pero al instalarme en Barcelona me tomó por sorpresa que la gente creyera saber cuáles eran mis ideas antes de ni siquiera hablar conmigo, atrayendo así simpatías y antipatías ajenas a mi personalidad. Me acostumbré a que me contaran todo tipo de historias sobre él. Con los escritos que se han publicado a raíz de su muerte, ha ocurrido lo mismo. Tan pronto se le describe como una de las personas más activas en la transición hacia la democracia, como un obstáculo para ella. Demasiado catalanista o en absoluto. Aperturista en épocas de Franco o espía para él y también para los aliados. Los juicios han cubierto un amplio abanico: desde liberal por antonomasia hasta fascista. Ayudó a muchos españoles en el exilio, pero había saqueado la biblioteca de Juan Ramón Jiménez, etcétera, etcétera.
Cuando le preguntábamos sobre cualquiera de estas cuestiones ofrecía una explicación escueta y razonada. Nunca con irritación o victimismo. Siempre le sorprendía que las opiniones que circulaban sobre él carecieran de los matices que consideraba básicos para analizar el complicado contexto histórico de su generación. Debía de estar en lo cierto, puesto que los comentarios más virulentos siempre procedían de la generación posterior a la suya, mientras que sus contemporáneos de ideas no afines se mostraban más equilibrados en su balance crítico.
Desde mi punto de vista, mi padre fue un hombre de derechas, civilizado y dialogante. Los años de París (1952-1963) se dividieron en dos etapas. Durante la primera ejerció como agregado de prensa en la embajada española. Cuando fue relevado por sus convicciones monárquicas —curiosamente nunca he leído referencias a este dato—, inició su etapa de corresponsal. En nuestra casa entraba gente de todo tipo, y todos eran recibidos con el mismo respeto y amabilidad. Nunca le oí juzgar a nadie. Era capaz de encontrar una faceta amena o interesante en casi todo el mundo y era esa la que cultivaba.
¿Qué se podía aprender de él? Que es posible ser amigo de gente que no comulga con tus ideas, que la diferencia generacional puede ser un aliciente de la amistad, que se debe mirar el vaso medio lleno, que no hay que lamentarse cuando algo no sale bien. Y la paciencia.
De adulta viví en un mundo ajeno al suyo: el bohemio de las vanguardias artísticas. De mi faceta de fotógrafa no se hablaba. Lo poco que conoció de mi trabajo le parecía incomprensible y se limitaba a observarlo con una extrañeza divertida. También hice televisión y periodismo. Los temas que abordaba eran tan diferentes a sus intereses que no creo que me leyera más de un par de veces. En su opinión, mi estilo era más bien americano: ir al grano sin muchas florituras. A él le gustaba la escuela francesa.
Tengo que esforzarme para recordar a mi padre antes de sus años de vejez avanzada cuando, aun conservando su pasión por los acontecimientos, su carácter lúdico había dado paso a una “tristeza contemplativa”, como con exactitud definió su estado. Me viene a la mente su afición a las primicias de todo tipo. De uno de sus viajes a Londres, nos trajo pelucas de los Beatles: “Están haciendo furor unos chicos melenudos que van peinados así”, nos dijo. Era la primera vez que oíamos hablar de ellos. Su botín de la India consistió en unos pendientes… para la nariz. Nuestra madre nos contaba que, cuando aún eran novios, regresó de una de sus incursiones por África con un sorprendente regalo: un bolso de cocodrilo hecho con el animal entero, del cual habían conservado incluso la cabeza. Pesaba una tonelada y no era precisamente un Hermès. Su poca habilidad con las máquinas era antológica. Nos pedía cámaras fáciles de utilizar porque fantaseaba con ilustrar él mismo algunos de sus reportajes. Así y todo, nos preguntaba qué botón tenía que apretar (solo había uno, aparte de la manivela para rebobinar). Pero esto fue una suerte, porque se vio obligado a viajar con fotógrafos como Català Roca. El viaje —esta vez familiar— que emprendimos con este último por los países escandinavos a finales de los años sesenta está teñido en mi recuerdo de cómicas situaciones.
¿Y qué ocurría cuando estábamos en franco desacuerdo? Si él creía que me pasaba de la raya, me citaba en su despacho. Después de exponer sus razones sobre lo que consideraba un error de su hija, daba por finalizado su papel. Y nunca oí el consabido “ya te lo había dicho”. En las primeras elecciones democráticas después de Franco, cuando hizo campaña como cabeza de lista de Unión de Centro Democrático (UCD) por Cataluña, me telefoneó: “Supongo que irás a votar”. “Creo que no, pero si lo hiciese no sería por UCD”. “No te estoy diciendo a quién votar. Solo pido que ejerzas tu derecho. Toda España está arrimando el hombro para entrar en una nueva etapa”. Le hice caso: voté, pero no a su partido.
Cuando ya estaba más cercano a los 100 años que a los 99, le sugerí que espaciase la publicación semanal de su artículo de opinión en La Vanguardia. Había perdido la vista unos años atrás, no podía moverse y hablaba con dificultad. Me parecía que, en los últimos meses, su pluma no tenía la misma souplesse y pensé que si publicaba mensualmente podría construir mejor el artículo que, desde hacía tiempo, dictaba a su colaboradora y que cada vez requería más esfuerzo por parte de ambos. No respondió. Al día siguiente me anunció que había decidido seguir semanalmente y que el ritmo que yo le proponía lo adoptaría después de cumplir el siglo. ¿Por qué perseverar en una tarea que le suponía una tremenda fatiga? Seguramente —como sugiere Camus— los hombres necesitan a sus semejantes para protegerse del final; necesitan ser escuchados para seguir creyendo en sus propias vidas.
Mireia Sentís es fotógrafa y escritora. Entre sus libros, destacan En el pico del águila y Al límite del juego. Acaba de lanzar, con La Oficina, la colección de libros BAAM (Biblioteca Afro Americana Madrid)