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ArpaMónica Ojeda, exploradora del abismo

Mónica Ojeda, exploradora del abismo

—¿Usted va al psicólogo?

— No. Una vez fui al psicoanalista durante tres meses y me dio mucho miedo y dejé de ir.

—¿Miedo de qué?

—Es que mi cerebro conectó un tema A con un tema X que nunca pensé que tenían relación, y en ese momento me di cuenta de que había algo que me dolía mucho y no quería explorarlo. Me dio pánico imaginar qué podía salir de ahí y no regresé.

Minutos antes, en un bar del centro de Sevilla, Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) decía que cuando empezó a escribir Mandíbula (Candaya, 2018) quería escribir una novela sobre el miedo –“no una novela que diera miedo, sino una novela sobre el miedo”, aclara– visto desde una perspectiva psicológica y, con esa idea, escribió un primer capítulo en el que una profesora de Lengua y Literatura de un colegio del Opus Dei secuestra a una de sus alumnas y la oculta en una cabaña en medio del bosque. La novela, meses después, será aplaudida por la crítica y estará en algunas de las tantas listas sobre las mejores novelas del año y el presidente de Ecuador, Lenín Moreno, la felicitará por su éxito. Algo parecido le ocurrió tres años atrás con Nefando (Candaya, 2016), su tercer libro.

—¿No teme que el éxito temprano eleve las expectativas sobre su obra?

—No, trato que mi compromiso con la escritura tenga que ver no con los intereses de los lectores sino con mis preocupaciones literarias. Intento que cada libro sea un riesgo nuevo; si no, no me divierto; si no, no tiene sentido escribir.

La literatura de Ojeda aborda temas delicados: el abuso sexual, el incesto, el bullying, la violencia. En Nefando hay pederastas y adolescentes que exploran en la deep web; en Mandíbula, estudiantes que acosan a una profesora que luego querrá vengarse. Ojeda parte de una imagen o un tema con el que se obsesiona hasta desarrollar una historia que genere alguna sensación en el lector. No busca, dice, la denuncia ni el entretenimiento.

—En la literatura lo único que quiero hacer es explorar el abismo, mirar en las zonas pantanosas. Me interesa que la literatura sea una especie de periscopio que me permita ver cosas que de otro modo no podría ver. Ser más consciente de qué es lo que nos convierte en seres crueles. En esos temas está el germen de la violencia que ejercemos sobre otros.

—¿Escribir le funciona como una suerte de terapia?

—Yo me cuido de no decir que la escritura es terapéutica. Cuando alguien dice eso las personas suelen creer que la escritura sana, que cura de algún mal. No creo que la escritura sea capaz de curar a nadie de nada, pero sí creo que es un ejercicio de desocultamiento de cosas que te habitan y te afectan, y que a través de la escritura puedes ver, como si te quitaran una venda. Ese ejercicio de ver no te cura de nada, sólo te hace consciente.

—Diría que la pasa mal cuando escribe sus historias.

—Sí. La escritura para mí no es un placer. Un placer es ir al cine, pasear en un parque, comer algo rico. Es como cuando estás en el mar y quieres bucear. No tienes un instrumento, no tienes máscara de oxígeno, contienes la respiración y te hundes y quieres ver lo que hay debajo porque el mar es precioso, y abres los ojos. No respiras, la sensación no es cómoda, pero es la única forma que tienes de meterte bajo del agua.

—¿Sufre de pesadillas?

—Sí. Tampoco tan a menudo. Las suelo olvidar pronto.

* * *

Mónica Ojeda se dio cuenta a los 13 años de que quería ser escritora para contar historias tan potentes como las que su abuelo esquizofrénico vivía en el interior de su cabeza. Eso, que se lo contó a El País, marcó su interés como lectora y como autora. Eso, dirá ya en Sevilla, en el bar, después de una cerveza, es parte de su genealogía literaria. Cuando era pequeña, su abuelo lo visitaba todas las tardes para contarle historias de terror.

—Venía, me daba chocolates y me contaba historias –recuerda–. Toda su vida giraba en torno al miedo. Al miedo de que mi abuela lo quisiera matar, siempre fabulaba con eso. Se inventaba cosas delirantes: veía túneles dentro de los armarios, pensaba que había gente detrás de los espejos. Todo eso lo comí cuando era niña y quería replicarlo.

—¿No le tenía miedo a su abuelo?

—No, nunca. Es extraño: con las historias que se inventaba debería haberle tenido miedo, pero como él siempre fue muy tierno y agradable conmigo, incluso cuando me costaba relatos de terror, para mí era una especie de héroe. Me encantaba.

De niña, se aficionó a esas historias. Veía películas y leía libros del género. Sus padres –Mónica y Pablo; ella graduada en literatura, él ingeniero– la dejaban al cuidado de sus abuelos o de otras personas mientras ellos trabajaban. Ninguno la vigilaba demasiado. En esa libertad tuvo acceso a literatura erótica y violenta sin que nadie se lo prohibiera.

—Yo podía verlo y leerlo todo cuando era pequeña.

Su madre tenía una nutrida biblioteca en casa que ella siempre tuvo a la mano. Al principio los sacaba sólo para ojearlos o jugar con ellos. Hasta que sintió curiosidad por saber que ponía en su interior. Lo primero que leyó fue ciencia ficción. Luego, relatos de terror y cuentos eróticos. Un día cogió la Ilíada y le gustó la sonoridad de algunos versos. La leyó de forma desordenada. Abría una página al azar y leía esos fragmentos. Tenía 12 o 13 años. Después llegaron Tolstoi, Flaubert, Dostoievski y Thomas Mann.

—¿Y a esa edad ya los disfrutaba?

—Sí, me gustaban mucho.

La Mónica Ojeda de aquella época era, dice la Mónica Ojeda de hoy, una niña hipersensible y de pocos amigos que se refugiaba en la literatura. Cualquier cosa le afectaba. Tanto que sus padres la llevaron al psicólogo porque no entendían su actitud. Comenzó a escribir cuentos. Un día, una de sus profesoras decidió enviar sin su permiso uno de sus relatos a un concurso intercolegial. Ella, hipersensible, al principio se enfadó por no habérselo consultado y luego se alegró por haber ganado y se dijo que a lo mejor cuando sea grande podía dedicarse a eso: a escribir. Y eso hizo. Escribió relatos en los que imitaba a Julio Cortázar, a Ramoynd Carver, a Jorge Luis Borges, a Felisberto Hernández.

—¿Sus padres leían lo que escribía?

—Mi madre leía todo.

—¿Y no se preocupaba?

—No.

—¿No habrá sido por sus cuentos que la llevaron al psicólogo?

—No, no. Nunca se preocuparon. Ahora sí lo están. Mis historias de adolescente le parecían bien. Hoy mi familia no me lee, por el bien de nuestra relación.

* * *

Mónica Ojeda quería estudiar literatura en la universidad. No lo hizo porque su Guayaquil natal no ofrecía, en ese momento, la opción de hacerlo. Lo más parecido que encontró fue Comunicación Social, mención Literatura. Dio clases en un colegio de la ciudad y esa experiencia, en parte, le sirvió de base para construir y exagerar el personaje de Clara, la profesora protagonista de Mandíbula –“a mí no me dan miedo los adolescentes, pero me disgustan”, dice, como si necesitara aclarar que ella no ha secuestrado a nadie–. Tras seis meses se mudó a Barcelona a cursar el Máster de Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. Su trabajo de fin de máster se convirtió, luego, en su primera novela: con La desfiguración Silva ganó el Premio Alba Narrativa 2014 de Cuba. Obtuvo diez mil dólares en premio, se mudó a Madrid, hizo el Máster en Teoría y Crítica de la Cultura en la Universidad Carlos III, regresó a Ecuador, ganó un concurso de poesía y publicó su primer libro del género, El ciclo de las piedras, en 2015. Llegó a la poesía a sus 25 años. La lectura de Raúl Zurita, Edmon Jabes, Enrique Verástegui y Blanca Valera despertaron en ella un gusto por la capacidad que tienen las palabras de generar sensaciones. Dio clases de género y literatura en la Universidad de Guayaquil, se casó con un español y regresó a Madrid. Después, se divorció. En 2016 publicó Nefando. Pasaron dos años desde que envió el manuscrito a la editorial hasta que le contestaron para avisarle que lo publicarían.

—Ya estaba resignada a no publicar la novela –recuerda. La había mandado a otras editoriales en Ecuador y querían que pagara la mitad de la publicación. No lo iba a hacer. Si Candaya no me hubiese publicado mi obra no llegaría a los lectores de España y Latinoamérica. Antes mis libros no salían de Cuba y Ecuador.

El éxito de Nefando hizo que fuera incluida en la lista de Bogotá 39, junto a otros escritores prometedores menores de 39 años, que elabora el Hay Festival. Su nombre está al lado de autoras como la argentina Samantha Schweblin o la mexicana Valeria Luiselli. Hoy Ojeda vive en Madrid y estudia un doctorado en literatura pornoerótica latinoamericana y da clases y escribe cuentos y trabaja en otros proyectos.

Aquella tarde, en una conversación en la Feria del libro de Sevilla, dirá que hace tiempo sufrió insomnio durante dos meses y medio y que dormía tres horas al día y a veces ni siquiera una, dirá que tenía miedo de morirse y que cuando llegaba la oscuridad y sabía que no iba a dormir le daba miedo la cama, las luces, el teléfono, la televisión, dirá que se obsesionó con ver documentales sobre el insomnio, y dirá que eso, el insomnio, es un tema que quiere abordar en su escritura.

Antes, en el bar, hablaba de su edad y del futuro:

—Si algo he aprendido en mis treinta años –decía– es que no tengo ni puta idea de lo que va a pasar mañana. Uno hace planes y después te das cuenta de que la vida te los desarma. Aprendo a vivir el día a día. Escribo, pero no se qué va a pasar después.

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