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Mosquitos


Fotograma de la película 'Bichos: Una aventura en miniatura' (1995).
Fotograma de la película ‘Bichos: Una aventura en miniatura’ (1995).

Decía Josep Pla en ‘Las horas’ (Destino, 1994), que «hay algunas, pequeñas percepciones que me dan una idea viva del verano. El canto de las cigarras en un alcornocal o en un pinar. (…) Otra es oír, en una habitación en penumbra, a las tres de la tarde, con tiempo húmedo y bochornoso, volar una mosca. Ha de ser una sola. Si hay más, la sensación de verano se convierte en franca incomodidad». Sin duda, en el Ampurdán catalán no debían de haber muchos mosquitos.

En una concepción exclusivamente gramatical de las cosas, si se diera, los mosquitos no serían sino moscardones reducidos, ridículos, cursis y esnobs que se empeñan en hacernos la vida imposible sin llamar demasiado la atención; no en balde, si el sufijo diminutivo -ito es el más común en nuestra lengua, los mosquitos no iban a ser menos conocidos, y se dejan notar, así, con la misma exaltación, con el mismo grado de exposición pública. Al fin y al cabo, como dijo Eduard Limónov en ‘Historia de un servidor’ (Ediciones del oriente y del mediterráneo, 1991) al referirse a uno de sus jefes: «Como todos los esnobs (…) tenía su propia marca de scotch: Glenlivet; de camisas: Astor; de calzoncillos: Jockey; y de tabaco: Dunhill. También respetaba otras reglas propias del esnobismo y la buena vida tales como usar exclusivamente calcetines de algodón adquiridos en Bloomingdale’s». Los mosquitos, por su parte, tienen también su propia colección de marcas y elementos distintivos; y cada cual escoge a su víctima entre una infinita gama de posibilidades, y ya jamás se querrá separar del elegido. Al menos, hasta que no lo impida un matamoscas; o hasta que no venga el siguiente mosquito y sea éste el que nos impida dormir.

Esto es algo que contaba Elvira Lindo en ‘Tinto de verano’ (Fulgencio Pimentel, 2016): «En casi todas las parejas hay uno al que le pican los mosquitos y otro que se salva». En su caso, «el señor de las moscas» -que así es como lo llamaba- era su marido, el también columnista y escritor Antonio Muñoz Molina. Según ella, además, «si una persona (yo, por ejemplo) está casada con un hombre de procedencia rural (no quiero señalar) el asunto se complica, porque en la genética de las criaturas del campo va incluida una predisposición al matamoscas»; y a la molestia del zumbido nocturno y de la picadura conyugal se le añade la molestia del tenista, del revés anti-mosquitero que -como los mosquitos- ni a ella le pica ni le deja vivir. De todos modos, ¿no es ésta su función?

Había un chiste, hace años, cuyo protagonista era un mosquito que salía por la noche de su casa y se ponía a pasear. A la vuelta, su madre le decía: «¿Cómo ha ido todo?», y él contestaba: «¡Genial! Todo el mundo me aplaudía cuando pasaba por su lado». Y así es como se resume, sin tragedias ni contemplaciones, la vida del insecto: ellos creerán que son queridos, pero no; si acaso les quisiéramos sería espachurrados. Porque todo en ellos es molesto, todo es «franca incomodidad«, como decía Pla. Su misión: chupar sangre; su medio: zumbar; su efecto: picar. Siempre con las mismas costumbres, siempre con el mismo desdén; normal que nadie los soporte, al igual que nadie aguanta a los esnobs. Pero bueno, qué les digo; tengan cuidado, agarren bien el matamoscas y recuerden la lección: búsquense a una pareja este verano a la que piquen y sean ustedes, por primera vez, a los que no.

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