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Mientras tantoMujeres con bragas hasta las rodillas

Mujeres con bragas hasta las rodillas

El espacio de la diversidad en el contexto social y cultural de GE   el blog de Trifonia Melibea

MADE IN NISA NDONG
MADE IN NISA NDONG

Las botas de uso en el campo de batalla rodean de par en par una mesa. Se escuchan voces de documentos: un pasaporte, el carné del último censo nacional, una licencia con licencia del partido para monitorear, el documento de identidad nacional.
Y yo qué sé.
Hace calor.
Claman los hombres en una garita, de uniforme. Las voces que no apuntan con las armas son altavoces.
En un cartel reza la voz Cárcel Negra.
—¡Abran la puerta, carajo!
—¿Y qué puerta? Ah, sí, la del penitenciario.
La penitencia.
En los sábados y domingos suena la alarma: reencuentro entre traficantes, personas presas, familias, mujeres con bragas hasta las rodillas. La Catedral de Malabo —propiedad de los hombres «nuestro reino no es de este mundo» y de la madre España en el pasado, de la madre Guinea tomada—, trasciende las armas y bocas de edificios de construcción china. A toda velocidad aplaude un vehículo con matrícula presidencial: lo conduce un hombre israelí.
—No, lo conduce un hombre chino, lo llaman el instructor de academias.
—No, lo conduce un hombre ruso, el piloto de aviones.
Y tú que carajo pintas aquí sin braguitas en las rodillas.
Y cómo no.
Es aquí donde adormecen los hombros de decenas de agentes de seguridad. Las intrigas, suyas y de la Cárcel Negra, vacilan un camino a capas que comienza con una puerta de hierro, pesa un Cristo.
—¡Un Cristo no! Qué dices. El aceite de palma arrojaría esta puerta de metal hasta abajo — susurra una mujer con semblante serio. Carga en una cesta de la compra tres platos de comida. Ella no está sola. Le rodea la multitud.

—¿A misa se dirige tanta gente y en un domingo? —suena la voz de un transeúnte.
—¿A dónde si no?
—Al hogar más habitado del país: la celda.
La multitud se organiza en una cola desarrollada desde la puerta de la garita hasta una acera de carretera unidireccional. Huele a murmullos, a comida, a la larga espera bajo el sol, se salta la ley. En breve, la Cárcel Negra se cierra. Interfiere una voz con las botas de uso en el campo de batalla, y advierte: «¡Orden, he dicho orden! Y no me protesten».
—Tú, inteligencia no, orden. Aquí no se piensa. Aquí se obedece. ¡Orden!
La multitud visitante carga sacos de arroz. Infiernillos. Litros de petróleo. Cajas de productos congelados. Medicinas. Aparatos de radio. Sacos de panes. Leche. Compresas. Los agentes de seguridad abren la puerta de hierro, la garita, las miradas, de ellos, encendidas. La resaca al balbucear.
—¡He dicho orden, tú!

La Cárcel Negra vive en la cárcel alta. Reside en sus tripas el barrio suburbio del Estado Mayor, no de su excelencia, ¿y familiares de alta alcurnia? El rito de paso a sus interiores precisa de escrutinio. A saber. Quién —vete tú a saber— se dará de bruces en la guardia presidencial y casi toma asiento en una mesa de melongo salpicada por la edad y la secreción del aceite de las sardinas en lata. No, en la garita no, vete al fondo a la derecha.
Oye, los documentos de identificación con licencia posterior para monitorear se retienen en la puerta de acceso a la Cárcel Negra.
—Y en caso de pérdida a quién le reclamamos —reprocha la multitud a sorbitos.
El tono de los reclamos tropieza con miradas de irritación. Un agente disgustado, de pistola asomada en el entrecejo, pregunta sentada en una silla de madera alisada a ver si el individuo que acaba de «abrir la boca para hablar mucho» tiene pruebas del extravío de documentos en un puesto militar de máxima seguridad.
La multitud se enmudece.
—Aquí hacemos las cosas bien —certifica—. Somos como los blancos. Somos casi blancos.
Habla un blanco, está de pie. Él es el blanco.
Con un brazo carga un arma de fabricación rusa.
Con el otro brazo sustrae documentación nacional.
Con la boca interroga el arraigo patriótico de todo viandante que cruza la puerta para acceder a la Cárcel Negra.
—Pariente de quién porque quién es quién aquí, ¿hablas el chino, mi hermano? Ahhh, el español, el francés, el inglés, ¿idiomas de los blancos? Yo estudié en Corea del Norte, y en Israel.

Los escombros del hotel Sofitel observan la entrada de la multitud a la Cárcel Negra. Aquí con todo gusto cualquiera lamentaría heridas económicas ostentosas hablando con la mar, y haciendo el amor con el albergue casi hogar que le garantizaba champagne a la burguesía de la capital después de la misa de domingo. Cuidado. Reza por esta zona. Podrías confundir el despacho del Estado mayor con el confesionario. Mira, cuidado, no tropieces con el espacio que en el pasado recogió los escombros de una ostentosa barrera militar. Celebramos el reencuentro entre traficantes, personas presas, familias, mujeres con bragas hasta las rodillas. Una guardería variopinta le saluda al viandante.
Es el camino hacia la mar, al hogar, a la muerte.
A la Cárcel Negra puedes acceder para visitar.
El regreso de la Cárcel Negra después de una visita puede no producirse.
El vacío de las voces humanas asusta el alma y recuerda el destino.
Las voces de la infancia taladran las canciones que África deleita con ayuda de la creatividad juvenil.
Un grupo de menores varones corretea cubierto de pantalones y persigue un balón.
Las personas adultas y pistoleras se dejan ver asomadas en las ventanas, luego las cierran cuando se sienten observadas.
En este lugar residen almas atormentadas.
Las puertas de las viviendas están cerradas, abiertas, yo qué sé.
Algunas viviendas coloniales no han sido derrumbadas.
Algunas viviendas coloniales se han caído al igual que China en todo lo que tiene acá.
A la derecha y a la izquierda los agentes de seguridad están de pie en posición de guerra.
Un corte de luz acompaña las lamentaciones de los generales del ejército.
—¡Otra vez no!

—Dos filas, repito, dos filas.
—¡Abran la puerta, carajo!
—¿Y qué puerta? Ah, sí, la del penitenciario.
—¿A misa se dirige tanta gente y en un domingo? —suena la voz de un transeúnte.
—¿A dónde si no?
—Al hogar más habitado del país: la celda.
La Cárcel Negra vive sin libros.
Está prohibido traer libros de los blancos.
Aquí se admite la Biblia, solamente, un Jesucristo negro es el autor.
Mira, tenemos un patio propiedad de los animales domésticos del Estado Mayor. Aquí hacemos las cosas bien, como los blancos.
Quítate la ropa, primero la camisa.
Antes de entrar a hablar con la familia tenemos establecido un último control.
La sala de control de las mujeres.
La sala de control de los hombres.
Una mujer enorme ordena.
Quítate el sostén.
Las tetas al aire.
La puerta de la sala, cerrada.
El olor a orina, a suciedad acumulada, a comida estropeada, procede de un salón diminuto.
La habitación de control a los hombres está separada de la femenina por una pared.
El sostén y la camisa, colócalos en esta cama. Es una cama litera. Ahora te quitas los pantalones, luego las bragas hasta las rodillas. A continuación, te colocas recta en esta cama, y te abres de piernas.
La puerta de acceso al exterior está cerrada.
No se oyen las voces del exterior.
La mirada de la agente interroga.
Las mujeres en la Cárcel Negra no tenéis buena fama. Introducís dinero en la vagina, en el interior del sostén, entre las nalgas. Y por el bien de los delincuentes que tenéis por maridos, amantes, familiares.
Levanta los brazos.
—¡Anda!
En los sobacos puede una mujer esconder cosas. Y estas tetas. A ver. Bueno. Debajo de tus tetas grandes no has escondido nada. Las hay mujeres que debajo de las tetas y con ayuda del pegamento guardan dinero. Date la vuelta.
Las mujeres sois estúpidas.
Por los hombres proporcionáis hasta lo más valioso, vuestras vidas, mientras ellos, una vez presos, lo primero que hacen es buscarse una amante. Son ingratos, a ver si os enteráis. Agáchate frente a mí, quiero ver el interior de tus nalgas. Voy a mirar y de paso observo si en el ano guardas algo.
Bueno, estás limpia en la parte de atrás. Ahora toca revisar por delante.
—Colócate bien recta.
—¡Recta he dicho!
Vuestros maridos en la Cárcel Negra se follan a las presas sin su permiso.
Los agentes varones se follan a las presas sin su permiso.
Los jefes nos follan a nosotras sin nuestro permiso.
Los presos varones y más fuertes se follan a los hombres varones jóvenes, débiles, y sin parientes en el poder, sin permiso.
¿Y tú vienes aquí a quejarte por un dedo que te he metido en el ano?
—¡Colócate bien, hombre ya!
Te voy a meter las manos en la vagina. ¿Tienes algo dentro? Da igual lo que contestes. Las voy a meter igual. Ahora vístete y anda, has superado la prueba de acceso a la Cárcel Negra.
Anda, mujer con bragas hasta las rodillas.

 

 

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