
Si han visto The Tree of Life de Terrence Malick se habrán fijado en la música de Alexandre Desplat, parte tan fundamental de la película como el guión del propio Malick o la bellísima fotografía de Emmanuel Lubezki, El Chivo. Pero yo me fijé también en una emocionante Lacrimosa que no conocía y en cuanto llegué
El amigo a quien Preisner dedicó ese Requiem en 1998 fue Krzysztof Kieślowski, el director también polaco con quien tanto colaboró haciendo la música para unas cuantas de sus películas, sin duda las más importantes: El Decálogo, La doble vida de Verónica y las tres de
Cómo imaginar tantas películas de Peter Greenaway sin la música obsesiva de Michael Nyman, una unión más fuerte que un matrimonio durante años y que como muchos matrimonios acabó un día del todo y para siempre hace ya dos décadas sin que ninguno quiera ya ver al otro o saber nada.
O las películas de Almodóvar o Julio Médem sin la música de Alberto Iglesias. O muchas de las mejores cosas del actual cine vasco (o El sol del membrillo de Erice) sin las composiciones de ese otro gran músico desconocido que es Pascal Gaigne.
Varios de mis directores favoritos tienen también sus músicos de cabecera, parte por ello del paisaje sonoro de mi vida:
John Lurie, que no sólo ha compuesto la música de todas las primeras películas de Jim Jarmusch sino que ha sido también actor en muchas. Lo vi una vez en un concierto delirante y fantástico con sus Lounge Lizards en el Knitting Factory de Tribeca y luego nos cruzamos con él y parte de la banda caminando por West Broadway y no sé qué les dijimos. Ahora ya no toca ni actúa, solo pinta y padece una extraña forma de paranoia.
Carter Burwell, que ha hecho la intrigante y perturbadora música de todas las películas de los Coen, sobre todo de Fargo, otra de mis películas de la vida en parte por su estupenda música.
Música de cine, en la que casi nadie se fija.