Escribía
yo en estas mismas páginas, si es que estas revistas electrónicas
tienen páginas y no sólo (con tilde) bytes e interface,
qué palabrejas, escribía, digo, sobre ciertos comentarios del Sr.
Mortier sobre que al público español le interesa poco la música
contemporánea y la consume poco, dicho en términos actuales ahora
que de todo cabe predicar consumo y la música, la literatura o el
arte también se consumen como se consumen los centollos en un
restaurante gallego o iphones en una tienda de Apple.
Mi
amiga Rosa me escribió largo y tendido al respecto y no me resisto a
publicar lo que me dice. Hoy hablo yo poco, si es que estas revistas
electrónicas le permiten a uno hablar y y no sólo escribir mails,
navegar por la web, bloguear, chatear, qué
palabrejas, hoy hablo yo poco, decía, y dejo a Rosa, leonesa ella y
casi gallega, opinar.
NUESTRA
MÚSICA IMPLACABLEMENTE SILENCIADA
(Rosa
María Fernández)
Me
he quedado realmente sorprendida por el desinterés que manifiesta el
señor Mortier hacia la ópera española, en una entrevista publicada
por Scherzo, y que leo en Música de Hoy, en este blog;
precisamente ahora, cuando fructificaban en el público y en los
especialistas en el género las consecuencias de las primeras
recuperaciones y puestas en escena de algunas de nuestras óperas más
significativas del XIX.
No
se trata de cuestionar opiniones -digo opiniones porque el señor
Mortier no ha tenido tiempo de hacerse con unos criterios apropiados
(ni formales, ni analíticos, ni históricos) sobre nuestra ópera-,
ni es una cuestión de “defensa de nuestra música”- (pobre
Pedrell, más de cien años después de Por nuestra música y
así estamos…)
Escribo en este blog sobre nuestra ópera simplemente
porque es realmente magnífica y porque su conocimiento peligra; y
sobre todo, porque no podemos permitir que los prejuicios se
superpongan sobre el conocimiento, o el desinterés sobre el
análisis, porque más de 20.000 zarzuelas catalogadas (sí, la cifra
es correcta) y más de cien óperas recuperadas -y estamos hablando
sólo del siglo XIX-, manifiestan que España fue un terrritorio
lírico, y que, si este país ha dado la catedral de León, la
Sagrada Familia, Las meninas o El Quijote, sería un poco cerril
pensar que, en lo que se refiere a la música, no ha habido nada
magistral. Pues no, no es así. Dejar constancia de algunas de las
causas que explican el desconocimiento y poca presencia que ha tenido
nuestra ópera en los teatros españoles conlleva un discurso largo y
detallado, impropio quizás de este formato en el que escribo. Dejo
entonces, unas breves pinceladas para que cada uno, construya su
cuadro de una realidad, tan bella como trágica, como es la de
nuestra Ópera Nacional; como hace más de cien años se quejaban
nuestros operistas, la idea de una ópera nacional no es sólo una
cuestión cultural, sino también y sobre todo, económica y de
compromiso de las instituciones. A veces se ha dado la segunda
condición y no la tercera, o viceversa. En los últimos años, se
dieron las tres condiciones (cultural, económica y de compromiso)
que ahora vuelven a desaparecer. Y digo vuelven, porque, durante un
no corto período de tiempo estuvo prohibida la ópera en español,
ya que sus mecenas estaban totalmente rendidos al Rossinismo y
después, al belcantismo; y no hay más que remitirse a Los
amantes de Teruel, de Bretón, estrenada en el Teatro Real en
1889, para lo cual tuvo que hacerlo en italiano, bajo el título de
Gli amanti di Teruel, ópera que impresionó tanto al público
que el libreto, escrito por el propio Bretón, fue traducido al
alemán, y Die liebenden von Teruel fue estrenada en Praga, en
1891. Sólo diez años después el libreto de Gli amanti fue
traducido al castellano.
Mesonero
Romanos habla de la difícil situación de la música española
frente a la italiana -relean su sátira El furor filarmónico-,
lo que le sirve a Soriano Fuertes para decir entonces: “nuestro
teatro lírico sucumbió: no pudo parangonarse con el italiano;
tuvimos que esclavizarnos al yugo extranjero; tuvimos que copiar y
hacer sacrificio de nuestra nacionalidad, pero no por falta de genios
para crear, no por carecer de conocimientos, sino por no tener
gobiernos protectores que alentasen nuestros trabajos y premiasen
nuestras obras”…
Hay
que recordar que cuando la reina María Cristina funda el
Conservatorio de Música de Madrid, en 1830, pone al frente a un
italiano y rossiniano de pro, y desde su creación, este centro se
convertirá en divulgador de la ópera italiana, contra lo que
lucharán los compositores españoles verdaderamente comprometidos
con una ópera nacional (cientos de páginas en los textos de
Cotarelo, de Peña y Goñi, del Legado Barbieri, en los escritos de
Bretón, así lo avalan). Como decimos, se impuso a los músicos
españoles escribir ópera en italiano (y ahí están las espléndidas
partituras de Sor, Carnicer, Saldoni, Genovés, Cuyás, etc) algunas,
reestrenadas recientemente en el Real y en el Liceo, entre otros
teatros, cosechando un éxito internacional.
Constituyen
verdaderos tesoros, no sólo por su genialidad artística, por la
belleza sonora de sus arias, sus números concertantes o el
tratamiento orquestal, sino también (o, sobre todo) porque hasta su
puesta en escena estuvieron durmiendo, silenciadas, en archivos y
bibliotecas, aplastadas por la ignorancia de quienes a priori, no las
consideraban dignas; condenar sin conocer, tristes épocas vividas
que pueden repetirse de nuevo… menos mal que quedan investigadores,
público y unos pocos directores, cantantes y directores de escena
(reconocimiento completo para Zedda y su versión de Il dissoluto
punito, ossia Don Giovanni Tenorio, de Carnicer, cuidadamente
editado en CD y DVD, pero sobre todo, a López-Cobos y sus estrenos
de La Conquista di Granata, o Ildegonda, de Arrieta,
ópera representada con cierta frecuencia en Portugal e Italia. De
las siete óperas de Chapí -entre las que cabe mencionar Roger de
Flo, preciosa ópera en tres actos-, se ha llevado al disco la
maravillosa Margarita la Tornera, última ópera escrita por
este compositor que entendía como pocos la lógica teatral al
servicio de la música. Todas estas obras se han llevado a cabo por
el enamorado esfuerzo de unos pocos, como Pedro Pablo Pérez, Pizzi,
Zedda, López- Cobos, Emilio Sagi, María Encina Cortizo o Plácido
Domingo, entre muchos otros, comprometidos con la ópera más allá
de fronteras históricamente post-establecidas (porque, como hace el
señor Mortier, ¿si es italiano o alemán, sí es digno de
representarse, pero si es español, no? ¿desde cuando el arte se
reparte por parroquias?, o, volviendo a sus palabras, en las que dice
que Martín y Soler es conocido como coetáneo de Mozart, pero no al
revés, ¿porqué no matiza que Mozart estuvo esperando años, por el
libretista Da Ponte, autor de tres de sus mejores óperas, porque
estaba encantado trabajando con Martín y Soler? O que el propio
Mozart introduce la música del valenciano en la escena de la cena de
su Don Giovanni, como signo de su clara admiración por él?)
Pero
volvamos a nuestra ópera: merece la pena detenerse en cada una de
estas obras, de las que se podía estar hablando horas y horas. Están
editadas, así que todos podemos hacernos nuestro propio criterio.
Fíjense en las magistrales líneas melódicas de la soprano y la
mezzo de la Margarita chapiniana, obra con una estupenda asimilación
de estilos, magistralmente orquestada, en una tonalidad expandida;
escuchen detenidamente la cavatina de Margarita en el primer acto, su
Qué cielo tan triste!, y se sorprenderán con sus tintes
wagnerianos… o qué decir del mencionado Don Giovanni, de
Carnicer, partitura vivamente rossiniana, compuesta con un dominio
absoluto de la vocalidad, con una escritura magnífica, de amplia
coloratura, especialmente para el tenor, que nada tiene que envidiar
a las óperas hoy en repertorio internacional; no dejen ustedes de
deleitarse y sorprenderse con la cavatina de doña Ana, el
virtuosístico dueto entre don Juan y doña Ana, el aria de don Juan
en el segundo acto (con su impresionante preludio orquestal) el aria
de don Octavio, los excelentes números concertantes, la naturalidad
virtuosísistica de las voces y el perfecto manejo de la orquesta, al
servicio de un drama que, en la mano de Carnicer, a nadie deja
indiferente; o el caso de Manuel García: cuando está en París
escribe ópera seria francesa, como la encomiable La muerte de
Tasso, estilo muy distinto al de su Don Chisciotte, ópera
buffa de estructura totalmente italiana, pensada para un baritenor y
estrenada en New York; importantísima ha sido también la
recuperación de L’isola desabitata, ópera que restrenó
recientemente el Teatro Arriaga o La Fattucciera, de Vicente
Cuyás, una de las óperas más importantes del Romanticismo
hispánico, restrenada recientemente por el Liceo, que recibió los
más encendidos elogios de sus coetáneos y que constituyó la única
ópera de este compositor mallorquín, muerto al poco tiempo de
escribirla, en tan solo tres meses y cuando contaba 22 años.
Todas
estas óperas han sido editadas y grabadas en los últimos años: ha
sido ímprobo el compromiso de los investigadores, de los editores y
de las instituciones para descubrir a nuestros grandes; lean las
críticas, todas coincidentes en el inmenso valor universal de estas
joyas sonoras, que, una vez más, y si nadie lo remedia, volverán al
reino del silencio, del polvo y de los archivos.
A
la tragedia de sus exilios y represalias políticas (Carnicer era
liberal, enemigo de Fernando VII, y no digamos el caso ya más
conocido de Manuel García) se une el olvido y el desdén: “peor
muerte que no haber nacido es el olvido”.
Seguiría
hablando de las óperas de Tomás Genovés, autor de uno de los
primeros dramas que consiguieron ser estrenados en español después
de la obligación de tener que hacerlo en italiano, y que, después
de estrenar con gran éxito en Bolonia, Roma, Venecia, Nápoles o
Milán, decide regresar a España, anhelando una ópera española y
que muere totalmente en la miseria y en la ignorancia de sus logros;
o el caso de las seis óperas de Saldoni, abandonadas del interés
contemporáneo: todas son obras mágicas, dignas muestras de un
repertorio que, inquisidores de la ignorancia, se empeñan no sólo
en no conocer, sino en lo que es peor: que no los conozcamos. Pero
resulta que no, que quienes hemos tenido la fortuna de toparnos con
estas obras, nos hemos enamorado de ellas, las hemos incorporado a
nuestro adn musical, nos hemos sentido dedicatarios próximos,
absolutos, de esa maravillosa estética dramática que destilan
nuestras grandes obras.
Búsquenlas,
escúchenlas, adéntrense en las luminosas melodías, en la maestría
del entramado dramático de libreto y música, en su belleza
melódica, y díganme, después, si para “este viaje, necesitábamos
estas alforjas”: para venir a un teatro español, tantas veces
tiranizado por quien hace de su extranjería, virtud, y seguir
“escuchando hasta la saciedad”, anonadados, a los genios que
otros se atrevieron a descubrir en su momento. En nuestra mano está
que no se cierre, una vez más, la puerta de nuestra música, porque
entonces se reproducirán los temores de nuestro músico exiliado,
Jesús Bal y Gay ¿nunca es tarde si la dicha es buena? No, nunca es
dicha, si llega tarde.