
Ni idea tenía yo de la existencia de Rachel Carson, bióloga estadounidense nacida en Pensilvania en 1907 y fallecida en Maryland en 1964. Dos años antes de morir se publicó su libro más célebre, Primavera silenciosa, que puso en marcha las acciones del moderno movimiento ecologista. Está considerado como uno de los pocos libros de divulgación científica más influyentes entre toda la inmensa literatura aparecida últimamente bajo esta temática. Escribió este libro a partir de su contratación por una organización ecologista con el fin de que investigase las consecuencias del uso del DDT y otros pesticidas con resultados desastrosos. Me interesé leyendo un artículo de Antonio Muñoz Molina publicado en el diario El País: “Voces de agosto”, en el que se explaya sobre el volumen de esta autora.

Rachel Carson murió a la temprana edad de 57 años, extenuada por un cáncer, mientras se empeñaba en concluir su último libro, precisamente éste de Primavera silenciosa. El narrador ubetense Muñoz Molina ha leído esta obra varias veces. Escribe en el mencionado artículo: “El título parece de un libro de poemas, pero es un ensayo de alta divulgación científica, y también un alegato contra la ceguera y la soberbia humanas, y una celebración de la belleza y la complejidad del fenómeno inusitado de la vida en la tierra. Rachel Carson escribía, por decirlo con la expresión de Vladimir Nabokov, con el vuelo de la imaginación de la ciencia y la exactitud de la poesía.”
Antonio Muñoz Molina, inspirándose en la escritura de Carson, da cuenta del proceso que se desencadena al inocular, desde aviones, nubes de plaguicidas: “El compuesto químico destinado a eliminar una especie de hormiga dañina para la agricultura se filtra a la tierra y envenena a los gusanos de los que van a alimentarse los pájaros. Eliminados los pájaros, se multiplican las especies de insectos que hasta entonces ellos se comían, convirtiéndose en nueva plaga contra la que harán falta venenos químicos todavía más potentes, porque los insectos, que se reproducen muy rápido, evolucionan más rápido aún, en virtud de la selección natural: los más fuertes sobreviven, y transmiten a su descendencia una inmunidad creciente a los insecticidas. Y los mismos venenos que contaminan las aguas y el aire se transmiten a los alimentos de los seres humanos, y hasta la leche materna y el líquido amniótico en el que se remueve un feto están contaminados.”
La información que da Rachel Carson en su libro es escalofriante. Cuenta que por un escarabajo que se quiere quitar de los olmos, desparece el escarabajo, pero también los olmos, las aves, beneficiosos roedores y, en ocasiones, algunos seres humanos. Se pulveriza a lo bestia, desde aeroplanos que se habían usado en la Guerra Mundial y aprovechando la técnica de la guerra química contra los hombres. En esto, Estados Unidos es brutal, siempre negándose a los efectos perjudiciales de estos nefastos productos sintéticos, dilapidados bestialmente. Los promotores de estas sustancias acusaban a Rachel Carson de resentimiento, de no tener preparación universitaria suficiente, hasta de ser una solterona y, como detalla Muñoz Molina, “de tener una mentalidad de señora cursi aficionada a los pajaritos y a los conejos de peluche”. Mas la realidad era que los campos se quedaban desprovistos de los cantos de los pájaros y los animales se morían de hambre, como es el caso, que ella cuenta, de que en las Montañas Rocosas a los señores potentados les dio por suprimir las artemisas para beneficiar los pastos para el ganado, que, al cabo, fue una solución infructuosa, impidiendo comer a las aves y a los ciervos y a los castores, extinguiéndose los ejemplares de estas especies habituadas al terreno.
Ella, con profunda tristeza, dijo: “Permitimos que caiga la mortal lluvia química como si no hubiera otra alternativa, mientras que de hecho existen muchas, y nuestro ingenio podría encontrar pronto otras si se le diera la oportunidad.”. Unas palabras descorazonadoras que indican que una superpotencia como Estados Unidos es tremendamente insolidaria, pudiendo, por su solvencia económica, ser grandemente beneficiosa, ecológicamente hablando. Yo vivo en una casa de campo, estoy rodeado de cultivos que fumigan, pero oigo muchos pájaros todas las mañanas, incluso por la noche, veo lombrices y ronroneantes insectos me rodean de continuo, aun en el invierno, pues las moscas ya no se van.
Quiero terminar diciendo que me he enterado, por las noticias de La Sexta, de que Antonio Muñoz Molina sufre depresión desde hace más un año. Está retirado en Ademuz, en la provincia de Valencia, cuidando un huerto como terapia. Al parecer, su mal lo achaca a ese “gran embuste del individualismo radical que el capitalismo nos ha metido en la sangre”. Añade que, con su mujer, la también escritora Elvira Lindo, ha vivido “en mundos en los que todo el mundo está tan encerrado en sí mismo y en lo suyo que puedes pasarte años yendo al mismo sitio y nadie te recuerda ni te reconoce. Y eso, a la larga, es muy dañino. Eso tiene un efecto.” Ahora está confiando en la comunidad, en ese beneficio (yo lo sé) de saludarse todo el mundo en el entorno campestre. Cambiando unas palabras que siempre viene bien. El escritor está curándose de lo que llama las “fantasmagorías digitales” que verdaderamente enferman. El persistente daño al planeta también habrá contribuido en conformar su enfermedad. Deseamos que este lúcido literato, lúcido pensador, pronto se mejore.





