Hay rostros que representan mucho más que cualquier símbolo nacional. Que son en sí mismos un himno, un escudo, una bandera, o todo eso a la vez. Como si las líneas que dibujan sus facciones también surcaran el camino recorrido y por recorrer de un pueblo. Y como si a través de su expresión o de su voz se manifestara y cantara el espíritu de un país entero. Así, podríamos pensar en el Mali de Oumou Sangaré, el Senegal de Youssuou N’Dour, la Sudáfrica de Miriam Makeba, la Angola de Bonga…Y por supuesto, el Cabo Verde de Cesária Évora. Cuando viajé a este archipiélago atlántico hace dos veranos, me sorprendió la omnipresencia de su figura, presente no solo en los billetes de 2000 escudos, sino en incontables retratos en comercios, casas particulares o edificios públicos. Incluso presidiendo con una estatua el aeropuerto de la isla de San Vicente, que lleva su propio nombre. Y era de lo más habitual escuchar sus canciones en la calle, en algún bar o cualquier medio de transporte. Las canciones de una artista que es cabeza de cartel de un caladero musical increíblemente fértil, diseminado a través del conjunto de las diez islas que componen el país. Pero también alrededor del mundo, espoleado por una diáspora que, por motivos fundamentalmente económicos, ha hecho que los caboverdianos en el extranjero superen en número al de sus propios habitantes. Desde la vastedad oceánica que rodea esas islas, su influjo se ha extendido y consolidado a nivel global para hacer de la música caboverdiana una de las más famosas y escuchadas del continente africano. Enriquecida por múltiples influencias culturales que se entrelazan llegadas de África, Europa y América, sus sonidos son un híbrido que transpira aromas marítimos y que posee, gracias a dicha mezcolanza, una idiosincrasia única, que se aleja orgullosa de tópicos prefabricados. Como el mismo Cabo Verde.
Foto: Retrato de Cesária Évora en una puerta de Cidade Velha (Isla de Santiago), considerada la primera ciudad fundada por colonos en el África tropical.
Porque existen países que se resisten a caer en mistificaciones. De hecho, visitarlos supone la destrucción de ideas preconcebidas por la ignorancia y el desconocimiento. Pero, como me dijo una vez un gran amigo asturiano, no hay nada más sano que desmontar tus propios prejuicios. Cabo Verde no es esa imagen de voluptuosidad tropical que se espera sentir nada más pisarlo, rezumando a borbotones en cada uno de sus paisajes y de sus gentes. O sí. Pero no solo eso. Porque Cabo Verde también es una tierra rodeada de horizontes de agua cargada de saudades, con una naturaleza lejos de la frondosidad verdosa que uno imagina y con un carácter que guarda el eco doliente de aquellos esclavos con los que Portugal pobló estas islas. Ellos fueron los que hicieron nacer el kriolu, lengua criolla nacida de la herencia colonial, el idioma que engasta las músicas caboverdianas y con el que suenan la melancolía de la morna, los ritmos latinos de la coladeira, el sensualismo del funana, la ancestralidad del batuke, o la agitación de la tabanka. Y toda esa esencia confluye en la figura, la mirada y la voz de Cesária Évora, apodada pé na txon, tal y como se llamaba en Cabo Verde a aquellos que no tenían la fortuna para poseer unos zapatos. Aunque con esos pies descalzos ha guiado la ruta de un elenco interminable de artistas como Bau, Nancy Viera, Ildo Lobo, Lura, Tito Paris, Ceuzany, Teófilo Chantre, Fantcha o la de Mayra Andrade, una de sus cantantes más cotizadas en la actualidad.
Mayra Andrade, radiante heredera de Cesária Évora, forma parte de esa diáspora caboverdiana que navega por su legado transatlántico y que bebe del tridente formado por las culturas europea, africana y americana. Así, en su reciente disco Manga, Mayra Andrade se nutre sin complejos del afrobeat, las músicas urbanas o la música tradicional de Cabo Verde para cantar los grandes temas de su música y formar un conjunto de canciones de una nostalgia luminosa. En Vapor di Imigrason se canta el sacrificio y la fortaleza de aquellos que tuvieron que migrar. Terra de saudade está cruzada por la tristeza que abona una tierra desesperanzada y que, a menudo, solo te permite abandonarla. En Segredu, las cosas que no se dicen vienen de gotas que no caen del cielo sino del mar. La melodía de Festa de Santiago evoca con nitidez el ambiente lúdico y ceremonioso de sus celebraciones. Y en Afeto, hay un cariño que se aloja entre besos y abrazos tímidos que no se saben dar, pero que a su vez, guardan el vigor de las olas de un océano. Manga es un disco que invita a dejarse llevar por ellas.