No hubo suerte con el psicoanalista

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Esta mañana salí del piso un tanto aturdido por mis pesadillas; y lo que es peor: por mi deseo muy consciente de que se repitan más veces, con personajes que entran y salen de mi dormitorio como si fueran los dueños de mi vida. A veces me vienen escenas del camarote de los hermanos Marx. Escucho ruidos de los vecinos y luego resulta que no son ellos, los de arriba, sino los de abajo que me meten a Elton John a grito pelado sin ni siquiera preguntar si el rockero británico es de mi agrado. Es un jolgorio onírico opuesto a cualquier clase de confinamiento individual. Espero que este aquelarre no se desmadre y no llegue a oídos de las autoridades porque seré sancionado con una elevada multa. Y, sinceramente, no está la situación presente para muchas alegrías, porque uno ya tiene cierta edad, es población de riesgo -probablemente asintomático-  y los ahorros se achican. De un tiempo a esta parte prefiero no mirar mis números.

Antes de tomar el ascensor decidí hablar por teléfono con mi psicoanalista. No lo conseguí. No había ninguna señal y al cabo de unos segundos una voz femenina enlatada me decía en un inglés melodioso que por saturación de la línea llamara más tarde. Mi terapeuta no vive en España. Es jamaicano y reside en Kingston, la capital del país de Bob Marley. Nos conocimos de un modo muy peculiar: en una playa nudista de un club de recreo en Montego Bay en los ochenta. Reparé en él no porque fuera el único negro entre un nutrido grupo de blancos europeos y algún que otro norteamericano en bolas, sino porque estaba leyendo La hoguera de las vanidades en español. Así fue como empezamos a charlar de Tom Wolfe y de Marley, y luego de lo divino y humano en el restaurante del club con dos cervezas heladas y un pescado muy sabroso a la brasa. Me contó que había aprendido mi idioma por un amor con una granadina del que había salido muy escaldado. Terribles las españolas, oiga, aseguró con cierta vehemencia. No sabría qué decirle. Tal vez…, farfullé yo a modo de disculpa.

Era psiquiatra y psicoanalista lacaniano. Trabajaba en el hospital público de Kingston y por las tardes tenía consulta privada. Toma, qué más quería yo, que buscaba por todos los rincones a los profesionales de la psique con el mismo ahínco que un buscador de oro. Congeniamos y desde entonces hacemos periódicas sesiones terapéuticas. Sobre todo cuando los demonios reaparecen sin avisar. Me cuestan caras. Nos servimos de las nuevas tecnologías. No avanzo nada, pero si algo tienen de positivo es que me permiten mejorar mi inglés, lengua que me ha derrotado desde que nací. Él o yo, no recuerdo ahora, exigió que se desarrollaran en ese idioma.

No daré su nombre por mantener la privacidad. En realidad, qué sentido tendría darlo. Nadie va a gastarse un buen dinero con una videoconferencia a Kingston. Nunca nos hemos tuteado. En ocasiones es duro y hasta un punto cruel y provoca que se me caiga alguna lagrimilla. Deje ya el triciclo rojo de una maldita vez, señor Esteruelas. A este paso llegará a la madurez el día de su funeral. Muy tarde ya, como seguramente coincidirá conmigo, sentencia, irónico, en su inglés pausado. Cuando la pronuncia me entran ganas de bailar fumado No woman, no cry al ritmo del gran Marley. Esa frase se le ha escuchado desde hace más de veinte años que emprendimos la Larga Marcha hacia la Aceptación de Uno Mismo. La tengo grabada en mi cabeza y no estaría mal que mis apenados deudos la esculpieran en mi tumba con letras doradas. Admito que es un poco larga. Tal vez con lo del triciclo rojo bastaría y resultaría todo más barato.

Hoy hubiese querido recabar la opinión del psicoanalista sobre los encuentros, reales o irreales, poco importa, que tengo desde hace unos días con gente que no conozco o que la conozco porque tienen cierta relevancia pública. ¿Cuál es la razón que entren en mi piso sin autorización ni explicación previa, comenten los libros que tengo o que debería leer o que, incluso, en algunas circunstancias rayen en la grosería y en el insulto? Pongo la mejor buena voluntad para romper mi cáscara asocial, para dejar de ser una rata cobarde, arrremangarme e implicarme, aún más si cabe en las presentes circunstancias con esta catástrofe que se nos ha venido encima y que no sé qué salida tendrá. Soy pesimista desde que abandoné el vientre materno. El jamaicano corroboraría punto por punto esto que digo pese a los juicios tan críticos sobre su paciente español.

Entré en el ascensor. Al verme en el espejo con esa grotesca mega mascarilla pañal, que con tanta gentileza me dejaron sobre mi cama los extraños visitantes del primer y segundo día y con una finalidad bien distinta, di un respingo. Así no puedo salir, porque me multan sin más, grité. Cuando salí al vestíbulo la escondí en la mochila. Sentía cierta pena deshacerme de tan irrisorio complemento. Al fin y al cabo era un regalo que me había dejado el de la coleta junto a una nota en la colcha.

Mi gran meta de la jornada era adentrarme en terreno hostil en busca de viandas. Apenas había humanos y muy de vez en cuando pasaba un autobús o un par de coches privados y algún que otro de la policía. Sí, el mar, estaba aún allí. Parecía sano, limpio, calmo y ajeno, aunque a lo mejor estaba infestado de milímétricas coronitas enloquecidas y asesinas. De buena gana las destruiría a todas ellas con un bazuka. Cuando me dije eso me animé y pensé que iba progresando con este deseo tan asesino pero tan justificado.

Ciertamente habíamos sido responsables de su aparición, todos y cada uno de nosotros, por las barbaries cometidas a diario, pero ahora de lo que se trataba era de ayudar a eliminar su penetración.

 

 

 

 

Bosco Esteruelas es periodista y escritor. Ha trabajado en El País como editorialista y corresponsal en Tokio y Bruselas, y antes en la agencia Efe en las delegaciones de Roma, Washington y Londres. Ha sido también portavoz de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación) y de la Comisión Europea. Ha publicado cuatro novelas, "El reencuentro" (2011), "Todo empezó con Obdulio" (2012), "Retorno a Zumaia" (2014 y "Gracias, asesino" (2020), y una colección de relatos titulada "La chica de Tsukiji" (2014)   En esta bitácora quiero observar e interpretar la realidad política y social desde fuera de la jungla urbana

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